martes, marzo 7

Compendio de cuentos cortos: Buscando a María May

Martha Rojas nació en 1959, en Los Mochis, Sinaloa. Se graduó como licenciada en Ciencias de la Comunicación en la Universidad del Valle de Atemajac, en Guadalajara Jalisco. Hizo estudios de posgrado en la Open University, Cambridge, Inglaterra durante dos años. Trabajó como reportera en la Universidad Autónoma Metropolitana, y en Ultimas Noticias de Excélsior, Primera Edición, en la Ciudad de México.
Sus relatos han sido paulatinamente publicados en La Voz del Caribe, en Cancún, Quintana Roo, a partir de haber ganado el primer lugar en el concurso de cuento corto, "Como el Mar que Regresa", en 2002, organizado por el Instituto Quintanarroense de la Cultura.


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Con un infinito agradecimiento a Tere Carpinelli, quien tuvo la paciencia de leer mis textos de primera mano y señalar sus debilidades.
Muchas gracias también a la Casa del Escritor de Cancún, A.C; a la Casa de la Cultura de Cancún; y al Instituto Quintanarroense de la Cultura en el Estado por contribuir, de diferentes maneras, en la creación de esta pequeña edición que, espero, logre el milagro de llegar al corazón de quien la lea.

Buscando a María May
Compilación de cuentos cortos.


EL TEXTO

Sé que debo terminar de escribir este texto antes de ir a dormir, pero no he podido concentrarme. Llevo días intentando dejar el trago. Abro el refrigerador y me molesto porque se han acabado las cervezas y Luisa ha escondido las botellas de ron. Los niños duermen, no debo hacer ruido. En la sala, entre el mueble de la televisión y el comedor, los habitantes de la pecera se mantienen tranquilos. Luisa se ve tan hermosa bajo la luz verde de la lámpara de noche. Sus ojos son bellos hasta cuando están cerrados. Su boca descansa murmurando palabras mudas, como si todavía me hablaran y me dijeran: "ya deja de beber y vente a dormir". Pero yo sigo aquí, empecinado en escribir la historia para el día siguiente. Me veo forzado a hacerlo, sin pensar que alguien más se hará cargo de las cuentas que hay que pagar cada mes, de la colegiatura de los niños: de Armandito que acaba de terminar el tercer año y Adela que comienza la secundaria. Ellos duermen también, y Luisa me ha encargado que no haga ruido. Antes de acostarse me advirtió: "Si vas a seguir bebiendo, por lo menos déjanos dormir", y eso pienso hacer porque Luisa tiene que despertarse temprano para levantar a los niños y empezar otra vez la rutina vertiginosa de todas las mañanas.
Cuando me curo la cruda, no sé si fue ayer que Luisa me advirtió no hacer ruido o fue otro día, pero sé que se ha levantado abrazando una maraña rigurosa de ritos diarios. Ha cogido el carro para llevar a los niños a la escuela, y de regreso me ha echado un vistazo como si yo no le importara ya más, y me ha dicho: "¿Qué, no ibas a terminar el texto?" con un tono de desgano, como si ya se estuviera acostumbrando a la fuerza a verme borracho. Después de contemplarme por un buen rato remata: "¿Sabes qué? Me das güeva", y sale de la habitación dejándome en un mar de remordimientos.
Hoy hice el propósito de pasarla con mis hijos, de besar todo el día a Luisa, de estar con ellos en camaradería, de reírme casi por ningún motivo; y pude hacerlo hasta que Luisa encontró algunas botellas esparcidas por la cocina. "Sólo para seguir escribiendo", le dije, pero no le mencioné el hastío que siento al ver llegar otro día, la mezquindad con la que me veo a mí mismo. "Luisa" -le quise decir- "Luisa, me siento muy triste, muy mal". Pero no le dije nada porque no quise violar ese aire sagrado con que ella realiza sus quehaceres. Además, parece ya no importarle ninguna de mis penurias. Si ella me hubiera dado la oportunidad, le habría dicho que me he sentido como el pez más gordo que circunda lánguido en la pecera de la sala. Vivo atrapado en mi propia burbuja, pegando las narices al vidrio de la ventana que da al jardín.
Las puertas se abren y cierran. Los ruidos se llenan con los pasos y las risas de los niños, a quienes puedo ver desde aquí: una habitación de cortinas claras y un enorme ventanal empañado por el sudor de mis propias manos. En mi mesita de trabajo está el texto que no he terminado de escribir. Luisa viene y se va otra vez. La casa es grande y desde este pequeño ángulo las paredes adquieren unos ecos inmensos.
Los niños juegan en el jardín. Quisiera ayudarles con la tarea en las tardes...De no ser por la trifulca que se arma cuando abro el refrigerador y me doy cuenta de que no hay una gota de cerveza y grito a los cuatro vientos: "¿En qué casa vivo, es acaso un convento?", y Luisa sale apurada a comprar un six en el expendio de la esquina.
Quisiera que Luisa realmente me entendiera. Quisiera que no existieran peces encerrados, que no hubiera cristales que se interpusieran en mi camino, que Luisa no fomentara en los niños esa lástima que me insulta. "Pobre de su papá; vayan a darle un beso antes de dormir". Armandito, quien juega en el jardín, avienta la pelota de basket, corre hasta donde estoy, y se arroja a mis brazos. Adela apaga la televisión, cierra su cuaderno de apuntes, me da un beso en la frente y me dice: "ay papá, estás muy frío. Te voy a alejar de la ventana", y mueve la silla de ruedas hacia mi cama.
Anochece de nuevo. Los peces están tranquilos saboreando una prisión cómoda. La pelota de basket de Armandito ha quedado sin vida en una esquina del jardín. Hay un gran silencio; sólo se escuchan las semillas del almendro cuando caen, y éstas se oyen como las pisadas de un caballo maldito. Cuando termino de pensar esto, ya he completado más de diez vueltas transportándome en estas cuatro ruedas hacia el refrigerador, intentando escribir. Luisa duerme. Guarda en su cara una paz imperturbable que me inspira un gran respeto. Por eso no le cuento, ni le digo nada. Solamente hago como que escribo, respetando el silencio de la noche, escuchando sueños y acariciando respiraciones, hasta llegar al punto final.


JUAN PRECIADO

Nunca supe la fecha exacta en que Juan Preciado vino a vivir a nuestro barrio, pero sé que fue cerca de la época de vacaciones. Lo digo porque en esos días yo no tenía clases y sólo pensaba en jugar béisbol.
Cuando cumplí trece años, mi mamá quiso hacerme una fiesta y yo le dije que ya no era un niño, que prefería que me regalara una moto. Ella me dijo que estaba loco, cómo se me ocurría, que las motos eran muy peligrosas. Yo le insistí y le dije que no me iba a pasar nada, pero no la pude convencer. Finalmente, ella y mi papá me regalaron una enciclopedia para jóvenes. Juan Preciado llegó ese día a mi casa y me dio una manilla de cuero y una pelota para jugar beis.
Juan no era tan joven como yo, pero se veía chico como para tener mujer. Ella también era una muchacha, casi de mi edad. Su cara siempre estaba estacionada en una sonrisa, como si cargara en su bolsa del mandado una caja repleta de chocolates todos los días. Con paso corto y rápido caminaba a la tienda de la esquina a hacer sus compras y luego regresaba bajo un sol galopante, por la misma acera, por donde Juan y yo jugábamos al beis.
Nuestro barrio no era de ricos, tampoco de pobres. Había un pequeño parque con columpios cuyas estructuras crujían por el óxido. En medio de una hilera de bancas, un kiosko yacía bajo la fronda de dos almendros y un tamarindo. Una de las esquinas del parque estaba cubierta por un llano donde los jóvenes podíamos jugar al beis. Yo prefería siempre jugar con Juan porque él sabía lanzar la pelota con la fuerza de un cañón. "Fíjate bien, muchacho, ahí te va", me decía, y me lanzaba la bola con la misma velocidad de un jet. Yo sin poder cacharla, pero lo intentaba e intentaba hasta que en una de esas lo logré: caché la pelota con la misma manilla que él me regaló.
Esa noche, mi mamá estuvo poniéndome compresas de agua fría en la mano porque me había quedado bien amoratada. Varios días me duró el dolor y durante el tiempo que lo tuve pensé en Juan y en su lanzamiento tan brutal, tan fuerte, y en mi: casi tan bueno para el beis como él.
Sábados, cuando Juan va al gimnasio yo me le pego y voy con él. Juan es un Supermán o, más bien, el hombre araña, pero a veces se parece más a un Batman. No, Juan no es ninguno de ellos: él es mejor que todos, porque es de verdad. Sus brazos son duros y están trazados por círculos y bolas que se le mueven bajo la piel como si fueran grandes dinosaurios. Cada vez que levanta pesas, su cuello se ensancha. Sus venas saltan, se ven como serpientes gigantescas surcándolo. En el momento de la acción, lanza un grito de rabia, gruñe y su cara se descompone por el esfuerzo desesperado. En ese instante, mi respiración se detiene, me petrifico, impresionado, con los ojos redondos y grandes, convencido de que Juan es un hombre descomunal. Yo solamente quiero ser como él.
Mi papá me ha regalado unas rodilleras para jugar beis. Él es buena onda pero siempre está ocupado con el trabajo y me regaña porque no limpio el patio. Cuando regresa de trabajar se quita los zapatos, se pone unas sandalias con suela acolchonada y descansa en su sillón con los pies hacia arriba. Toma mucho café. Le gusta sin azúcar y con mucha crema. Fuma cuando termina de comer, cuando está trabajando en su despacho y sospecha que sus negocios van mal. Después de bañarse, deja la toalla mojada tirada sobre la cama, su ropa regada por dondequiera, y mi mamá tiene que estar detrás de él recogiendo todo el desorden que hace. ¡Ah! Pero eso sí, si yo hago cochinero, él se molesta y me manda a gritos limpiarlo y me dice que soy un holgazán.
En cambio Juan...él es diferente: seguido lo veo con un rastrillo juntando las hojas secas de su patio; otras veces, está con una llave stilson en la mano apretando las conexiones del gas, o pintando los marcos de las puertas. Parece que el trabajo de la casa es divertido porque lo hace como si estuviera jugando. Me dice "Ey, muchacho, fíjate bien, ve bien cómo se hace..."
Desde chico escucho la palabra "holgazán". Nunca he buscado su significado en el diccionario, pero sé que está relacionada con los calcetines apestosos que dejo normalmente en mi cuarto y el desorden que hago, especialmente cuando saco todos mis cassettes y me pongo a escuchar música. A mi papá no le gusta el rock. Siempre viene y me dice a gritos que apague la grabadora. Cuando él está de buenas solamente me pide que le baje. En cambio, Juan tiene unos amigos que se juntan en su casa y tocan guitarra eléctrica y la batería hasta muy noche. Yo quisiera estar con él, pero mis papás me mandan a dormir temprano porque -dicen- tengo que ir a la escuela al otro día. Y me quedo solo, con una mueca que ocupa las cuatro esquinas del dormitorio, pensando en lo aburrida que es la vida, deseando crecer pronto y ser como Juan.
Mi hermanita Lili antes era una bebé, pero ahora ya creció y está molenque. Poco a poco, unos dientes grandes, muy blancos y cuadrados pasaron a cubrir su sonrisa. Le gusta comer cacahuates con chile y siempre regresa de la escuela con trozos pegajosos de caramelo en la cara.
Juego a las luchas con Lili. Siempre le gano, pero cuando llora mi mamá viene y me castiga. Así que últimamente ya no juego con ella; me aburren sus poses de boba y sus berrinches mañosos. Paso muy de rapidito y le doy un coscorrón en la cabeza sin que nadie me vea y le digo: "adiós, enana", llora otra vez -todo está bajo control-, me digo y para cuando ella me acusa yo ya estoy en la otra cuadra zumbando en mi bicicleta rumbo a la escuela.
Una vez, Lili se quedó atorada afuera de la cocina de la casa entre los tanques de gas, el piso y la pared. Nunca supimos cómo se metió allí. Ella empezó a gritar y a llorar muy asustada. Mi mamá quiso sacarla del hueco, pero los tanques estaban pesados y no pudo. Yo lo intenté, pero no pude tampoco. Entonces mi mamá llamó a mi papá, y él dijo que no podía venir porque estaba en una junta: "sí, no es muy grave, la niña está bien. Sólo llama a la policía mientras yo llego, ¿sí?", dijo él. Yo corrí rápido a la casa de Juan. Cuando él vino movió los tanques de un tirón y levantó rápidamente a Lili. "¡Guau, Juan..!" Exclamé con asombro. Cuando él puso a Lili en el piso, me miró a los ojos y creí que me decía clarito: "Ey, muchacho, fíjate bien cómo se hace".
Me tardé más de lo normal en llegar a la casa. Ya era de noche, los pedales de la bicicleta friccionaban el aire, pasé como ráfaga frente a la casa de Juan. Me detuve de sopetón, pensando que algo andaba mal. Regresé un poco para ver de cerca. La puerta estaba rota y abierta totalmente. Me acerqué un poco más y empecé a escuchar gritos: "¡eres una pendeja! ¿hasta cuándo te voy a estar soportando?". Un estruendo de objetos me sobresaltó y me acerqué aún más, por la ventana lateral, y vi a Juan pegándole a su mujer. Ella trataba de zafarse del forcejeo y gritaba: "¡por el amor de Dios, no Juan, por Diosito santo, te lo ruego!". De la sala se pasaron a la cocina y allí ya no los pude ver, pero escuché algo como un estallido de platos rotos y un rechinar de sillas. Luego la mujer regresó corriendo serpenteando entre los muebles de la sala, tratando de escapar. Yo estaba atontando por el espectáculo, respirando con un solo aliento, viendo con veinte mil ojos agigantados, esparciéndome perplejo a través de todo el cristal; creo que en ese momento Juan me vio. Lo sé porque él se paró en seco, frente a la ventana, viendo mi reflejo iluminado por el faro de la calle. Enmudecido, se petrificó por completo, con sus ojos muy abiertos, como si ya la hubiera matado y hubiera sido sorprendido en el acto. Yo solamente vi que sus ojos me querían decir algo, sin tener la capacidad de decirlo realmente; tenían ese brillo incisivo y la frase palpitando en la punta de la lengua. Como si fuera un ahogado en busca de una bocanada de aire, abrió la boca y me pareció que con voz muda dijo: "¡Ey! muchacho, fíjate bien cómo se hace".
El miedo me hizo correr rumbo a la casa, arrastrando conmigo mi bicicleta, cargando a tumbos una mochila pesada y dura. Un silencio siniestro envolvía la noche y sus quejidos. Me caía de la banqueta y me volvía a subir, sostenido por las fuerzas de mi propio susto. Los perros vagabundos olfateaban las bolsas de basura. Algunos carros carburaban en sentido contrario. Ya nada me importaba. El cielo me caía encima, despiadado, sobre la nuca. Mi corazón se aplacó cuando pisé el escalón de la puerta de mi casa. Las luces estaban encendidas. Qué soledad, pensé, ni los grillos hacen ruido esta noche. Qué silencio tan absoluto y doloroso... qué soledad.
Los dos me estaban esperando. Mi padre me preguntaba en dónde había estado. Mi mamá me repetía que su casa no era un hotel. Debieron haber visto el espanto en mi cara porque sus regaños pararon de golpe al querer gritarme de frente. Me quedé parado de un solo trazo, lánguido, escueto, desamparado bajo el marco de la puerta. Mis pantalones estaban sucios y mi camisa sudada. Ni siquiera escuché los reclamos. Mi padre fue bajando el tono de voz cuando cachó mi mirada. Su cara enfurecida fue desdoblándose, ablandándose. Algo debió haber visto en mis ojos. Se calló de pronto, hizo una pausa y me preguntó muy quedito, compasivamente: "¿Qué te pasó, hijo?"
De mis espaldas, la mochila cayó al suelo como un animal muerto. Lo abracé con fuerza, me apreté contra su gran barriga, me refugié en el fondo cálido de su pecho apestoso a tabaco y le dije al oído, en medio de una explosión de llanto: "papá, después de todo...después de todo... no eres tan mamón".

PAMELA Y DE NIRO

Justo Manuel Chi Santos salió de su pueblo llevándose, como la única seña matemática de su existencia, sus 25 años y una pequeña mochila con ropa. Abrazado al costado cargaba su gallo, mismo que había estado entrenando para pelear. Tomó el primer autobús y llegó a Playa del Carmen al amanecer. Una luna blanca había estado alumbrando durante la noche las cristalinas aguas del mar Caribe. El sol se disponía a tomar por asalto un nuevo día. En ese mismo instante sintió de golpe que su existencia ya pertenecía a ese lugar, y que su vida había cobrado una dimensión diferente a la que había tenido unas horas antes de su llegada.
Cuando Justo Manuel se dio cuenta de que en ese pequeño pueblo de pescadores y de turistas mochileros no se estilaban los palenques, una tremenda desazón le hizo desistir del intento de ganar dinero en peleas de gallos y empezó a buscar trabajo. Llenó solicitudes en diferentes negocios pero en ninguno tuvo suerte. Pasaron los días y al verse sin un cinco para llevarse el pan a la boca, ejecutó una acción desesperada: tomó a su gallo de pelea y lo empeñó por doscientos pesos en la tienda de mascotas, ubicada en avenida 30, frente a la farmacia 'Sandoval'.
Allí mismo estaba el gallo cuando Pamela pasó por la tienda, vio al animal. Quedó maravillada por los colores iridiscentes de su plumaje y su porte de torero cobrizo. El gallo le coqueteó cerrándole un ojo tan rápidamente como el diafragma de una cámara fotográfica y, al hacerlo, la imagen de la mujer se le quedó fija en su pequeña composición mental. Pamela compró el gallo por 800 pesos y lo nombró De Niro en honor a uno de sus actores favoritos.
La casa de Pamela se localizaba a unas cuantas calles de la playa, donde se percibían el ruido de las olas y el bramido estentóreo de los cruceros marítimos anunciando sus salidas. La puerta de la entrada daba a un extenso jardín con bastantes plantas tropicales y algunas cactáceas. La propiedad estaba protegida por un cerco de malla ciclónica. Su techo de tejas, de dos aguas y sus ventanas de herrajes artísticos le daban la fachada de una pequeña hacienda henequenera de las mesetas de Yucatán. Adentro, una buena cantidad de pinturas sin enmarcar pendían de las paredes. Había convertido su pequeña casa en estudio donde ella pintaba incansablemente.
De Niro comenzó una nueva vida en este lugar donde el sosiego, condimento especial en la vida artística de Pamela, sólo se veía interrumpido por los estallidos mañaneros del gallo. Lejos de la prisión que resultaba ser una jaula, la pequeña casa con el ancho patio resultó ser para De Niro un carnavalesco castillo. Sus paseos por el jardín se extendían a la cocina, el baño y el estudio. Allí compartía las tardes con Pamela, parado sobre cualquier cuadro que ella estuviera pintando en ese momento.
Antes de comprar a De Niro Pamela ya tenía a Hondo y a Ricky viviendo en casa. Hondo, el perro, raramente ladraba; le daba miedo dormir en el patio, así que Pamela se compadecía de éste y le permitía acurrucarse en su cama. Ricky, por su lado, era un gato color miel al que sólo le gustaba jugar y comer. De vez en cuando, traía a casa un pájaro muerto entre sus dientes y se lo regalaba a Pamela como muestra de su profundo afecto.
De Niro comenzó a comer como un gourmet, pues probaba los exquisitos guisos de Pamela, las croquetas del perro y el atún del gato. A veces se acordaba de las carencias que tuvo cuando era joven, la vida agotadora como púgil y las noches en que el hambre y la sed le impedían cantar.
El profundo agradecimiento que tenía De Niro se había convertido en un inmenso amor por Pamela.
El canto de De Niro por las mañanas se tornó en un concierto en Do Mayor a dos voces. El gallo entonaba sus ritmos: uno en alto y otro en bajo hasta completar toda una opereta matutina, una composición sublime, la más devota que el ave había ejecutado desde que había aprendido a cantar.
En la vida de Pamela, De Niro llenaba un lugar especial, porque después de haber tenido a tantos hombres y no haber encontrado lo que las mujeres quieren encontrar, el gallo impregnaba los espacios con su porte de macho. Sus plumas caían como cascadas multicolores y su cola casi tocaba el piso. Caminaba con paso preciso, con el conocimiento de que su amor era aceptado, por lo tanto, ejercía un control absoluto sobre lo que sus pequeños ojos veían y sus fibrosas patas de gallo pisaban.
Una noche más negra que el chapopote, cuando no se oía más que el remanso del mar, un desconocido entró a la casa de Pamela torciendo la cerradura de la entrada. El hombre sólo pudo caminar cinco metros cuando cayó debatiéndose entre la vida y la muerte, manchando las paredes con sangre.
En la Agencia del Ministerio Público se supo que el individuo se llamaba Julio Cano Salazar, apodado el Chivirías, proveniente de Tabasco, desempleado, de 32 años, casado, sin hijos, y con antecedentes penales por violación, rapto y robo.
Cano Salazar tuvo que cumplir una sentencia de seis meses, después de haber ido al hospital. Se le condenó por allanamiento de morada, no sin que antes Pamela tuviera que ser llamada varias veces a declarar, ya que se había investigado el caso y en la Oficialía de Hechos estaba escrito en el acta 1524 que el intruso había sido atacado por un gallo, mismo que le había sacado el ojo.
Cuando Cano Salazar salió de prisión, tenía un parche que le tapaba la mitad de la cara y sólo pensaba en vengarse del gallo, de modo que planeó entrar otra vez en la casa de la artista y partir al ave en dos, con un machete filoso.
Así que el obstinado hombre esperó el momento, forzó por segunda vez las cerraduras sin pensar que el gallo lo estaría esperando, vigilante, sobre la puerta de la entrada.
De nuevo, el oriundo de Tabasco tuvo que ir al hospital debido al tremendo ataque del gallo. En el Ministerio Público el animal fue acusado por destrozarle al tabasqueño el oído izquierdo. Pamela tuvo que contratar un abogado para liberar al ave de culpa. El intruso regresó a la cárcel otros seis meses.
La rabia y el dolor se apoderaron del alma del recluso, quien no pensaba en otra cosa más que en vengarse. El mismo día que salió de la cárcel se armó con una daga y una pistola calibre 32 de cacha dura. Sus manos fuertes convertidas en tenazas destrozaron la cerradura de la puerta. Medio ciego y sordo avanzó por el jardín. En su mente estudiaba paso por paso cada una de sus acciones. Apuntaría bien hacia el objetivo y dispararía hasta matar al gallo y a su dueña, pues los dos eran, según él, los causantes de su desgracia.
Por el corredor sólo se vio una sombra negra. Ricky dio un brinco y se deslizó como pantera hacia donde estaba Hondo y éste, en acto de relevo, fue con paso veloz, a la esquina donde De Niro ya preparaba su espolón.
Cuando la policía llegó, sólo vio dos cuerpos ensangrentados sobre el piso de cemento rosa. Tres impactos de bala habían destrozado varias de las pinturas; en la cama de Pamela estaban las plumas de De Niro.
En esta ocasión la Oficialía de Hechos relató: "Cano Salazar entró a la habitación de Pamela, le disparó tres tiros a quemarropa, se tiró sobre la cama donde no había más que dos grandes almohadones y, allí mero, el gallo apareció. El intruso le clavó la daga al animal, justo en el ala izquierda, dejándolo moribundo, pero el gallo respondió a la agresión picándole el otro ojo y dejándolo totalmente ciego". Desde la habitación de al lado se podía escuchar el aleteo desesperado de De Niro y los gritos furiosos del hombre. Afuera, la noche mansa, se cubría con un velo silencioso. El tabasqueño siguió disparando a diestra y siniestra hasta vaciar la pistola pero el ave le llegó por un lado, le metió el espolón en el oído derecho y, poseído por una fuerza loca, le picó la cabeza hasta matarlo.
Al poco rato, De Niro murió en los brazos de Pamela. Antes de cerrar los ojos para siempre, cantó por última vez en el oído de su dueña.
Pamela se salvó gracias al sistema de seguridad que sus animales habían organizado esa noche. Ricky le avisó a Hondo y éste se disciplinó, como soldado en línea de fuego, y notificó a De Niro y a Pamela que el intruso había llegado. Medio dormida, Pamela saltó de su cama y se escondió en un baúl de cedro que ella misma había traído del Este americano.
Una mañana de mucho sol, Pamela conoció a un hombre muy joven, tan varonil y fuerte como su gallo, y se enamoró de él. El joven tenía una Willis vieja de ocho cilindros, rodada ancha, que usaba para transportar materiales de construcción. Había pasado más de un año desde que había llegado a ese pueblo costero y, al no encontrar trabajo, había vendido su única y más valiosa pertenencia: un gallo.
Cuando Pamela decidió partir, se llevó con ella a su nuevo amante. Guardó en la camioneta vieja sus libros de arte, dos lámparas hindúes y un antiguo estuche de pinceles. La única pintura que conservó fue la de un enorme gallo con plumas iridiscentes cuyos ojos mostraban, firmes, la mirada de un hombre.
Por las ventanas de la Willis se vieron, esa mañana, cuatro caras conocidas: la de Pamela definiendo una ruta de viaje y Justo Manuel Chi presto al volante. En el asiento trasero, Hondo se lamía los testículos y Ricky jugaba arañando, con placer, la felpa del respaldo.


PAMELA Y EL CIRCULO


Cuando pienso en Pamela no es un pensamiento largo ni denso, es una sensación de estar detrás de su respiración, verla tomar un pincel y detener su mirada en un lienzo, escrutando los detalles de su pintura.
Las plumas de De Niro son grandes, ostentosas, ocupan casi la mitad del cuadro. Pamela observa al gallo desde un punto donde puede admirar su fortaleza y su debilidad fundiéndolas en un sólo tiempo. Lo imagina con un pene erecto, con un prepucio terso, cálido y una punta roja, saliendo entre las alas con una capucha reluciente. Lo vislumbra entre juegos peligrosos, en palenques de media muerte, entre gritos y apuestas, y el desenlace sangriento y mugroso de un duelo mortal. Escucha que una pequeña vocecita sale de su pico, percibe esa mirada atónita, diciéndole: "ayúdame". Pamela entonces lo rescata del piso, lo sujeta arropándolo con sus dos alas, y lo acurruca bajo su oreja. De Niro, todavía con una palpitación galopante, empieza a conocer la sensación de estar cerca del pecho de una mujer.
Otras veces, Pamela achica los ojos enchilados por el tabaco mientras contempla a De Niro caminando por el estudio, levantando una de sus patas como si temiera pisar brasas al rojo vivo. El gallo se pone de perfil. Otras, da un sesgo repentino y la mira con su ojo redondo y cristalino, sin parpadear un instante. Entonces Pamela abandona el cigarro en la esquina de un mueble de madera y empieza a pintar, mientras las cenizas caen al suelo.
"Necesito conocer bien a De Niro para poder pintarlo", dice ella observando cada movimiento que hace el animal. Trata de penetrar en esa alma con pico y plumas, conocer sus desesperanzas, sus virtudes. Pronto el animal se abre, condesciende a los deseos de Pamela, se entrega a ella plenamente sin pedir nada a cambio. Solo quiere que las manos de ella lo acaricien y lo lleven hasta ese cuello blanco donde él se anida. Juntito a ella podrá tiritar de frío o de miedo, vaciarse, sentirse comprendido más allá de lo cotidiano. Sin darse cuenta que él solamente es un objeto de interés para el cuadro de Pamela.
Por su parte, Pamela combina su atención entre la pintura y el animal. Empieza a reproducir al gallo captando la belleza de sus plumas café, la elegancia de su andar, la intensidad de su mirada. Conforme va pintando, una sensación intensa la aprisiona, la conduce a un juego resbaladizo, la moja, la agita, la hace sudar. Entonces se emociona, y sus pinceladas son rápidas, precisas: "ya lo tengo, lo tengo", murmura con una respiración entrecortada, como si fuera a venirse.
El cigarro se ha consumido y ha quedado una mancha negra y redonda sobre la superficie del mueble. Pero a ella parece no importarle. Camina en torno a la pintura examinándola. Ha olvidado que tiene un cigarro en combustión y prende otro. Le da un sorbo a una cerveza enlatada, se sienta de nuevo con una rodilla doblada, el cigarro entre los dedos y la ceniza cayendo en el suelo. Los colores, la perspectiva, una forma entrecortada en el lienzo que podría ser un capricho de la autora, también se vale.
A través de las ventanas del estudio se puede ver la polvadera que levantan los coches en una tarde de agosto, cuando el calor es agobiante y no ha llovido. En el estudio parece que las estaciones no existen. Hay un devenir plano del tiempo. Capturo a Pamela durante el desayuno, con una taza de café en la mano, sacudiéndose la resaca del día anterior, sin darle importancia a la maraña de pelo rubio que le tapa los ojos y el aliento pastoso que le hace chasquear la lengua. Un poco más tarde, Pamela está entre las plantas de su jardín, jalando raíces con sus manos desnudas y el sudor escurriéndole por el cuello. "¿Crees en el destino?", me pregunta de pronto, como si se viera sacudida por un tremendo temor desconocido, sin orígenes. No espera a que yo le responda porque sabe perfectamente que no lo sé. Después parece suceder una tarde donde no existen más cosas que un gallo, cerveza, tabaco y una pintura.
Sus pantalones, manchados con diferentes colores, parecen el diseño de una moda especial, solamente para quienes se ríen del mundo. Sus manos son las de alguien quien las usa para trabajar: cuadradas y fuertes. Por lo general puedo encontrarla trepada en una escalera pintando un mural en una casa de ricos. Pero prefiere pintar lo que percibe con libertad, por eso -dice- pinta a De Nido. Y en el proceso hay una conexión inexplicable entre una mujer y un animal, una unión osmótica.
Desde un punto discreto del estudio, yo observo a Pamela. Quiero percibir la naturaleza de su arte, pero más que nada, quiero comprenderla como el personaje central de una historia inconclusa. Ella se ha dado cuenta de mis intenciones, que no alcanzan a ser literarias, si no es por ese soplo divino con que se viven los momentos.
Camina frente a mí sorbiendo la cerveza. Luego se sienta en esa silla de madera plana, antigua, como si no existiera la concepción del tiempo y tuviéramos toda la vida por delante, ¿la tenemos?
La dejo hablar sin interrupciones. Me cuenta cosas sobre su relación actual con el gallo. Sus ojos refulgen con una luz azul. La dejo desdoblarse, como una sábana blanca sobre una cama de madera labrada, mientras la ceniza de su cigarro sigue cayendo al suelo, y De Nido camina alrededor de la pintura penetrándose en él mismo con sus ojos atónitos, viéndose con un pene erecto. Gira el cuello con una rapidez alucinante y su mirada redonda queda frente a ella. Pamela puede ver en el lienzo un cordón umbilical que la une con el sexo de De Nido. El día languidece, y en el atardecer el cielo se ve magenta. Entonces, sin prisa y con bondad, Pamela, entre sorbo y sorbo de cerveza y una fumada y otra, toma el pincel, da otro trazo, y completa con un movimiento magistral un círculo donde quedamos encerrados los tres.



BUSCANDO A MARIA MAY


Apenas la temperatura cálida de un trovador romántico puede protegerme de este frío que tiende a resquebrajarme la médula. Me llamo Jacinto Espíndola, pero en Nueva York he tenido que cambiar mi nombre porque éste es impronunciable para mucha gente, así que me he hecho llamar John Spain. Con tal ajuste y mi guitarra de cuerdas de nylon, he rondado por casi todos los bares del Bronx.
Frank es un amigo y también mi vecino. Es un sobreviviente de la guerra de Vietnam. Para llenar sus ratos de ocio trabaja en uno de los edificios del Bronx. A él le llama la atención que los dos seamos de la misma edad y que a mí no me preocupe mucho el asunto de las pensiones ni de los seguros. Eso es algo muy engorroso -le digo-. Si logro tocar en algún bar y ganar mis dolaritos, nada me molesta ni me atormenta...solamente el recuerdo de María... María May.
"John Spain y su guitarra latina", me anuncian los desplegados publicitarios. Cada noche pienso que me estoy volviendo viejo porque cada vez son menos los lugares donde me contratan. Las luces de los escenarios se encienden y uno se sacude el alma con unas cuantas copas y las sorpresas de la noche.
Frank llega a mitad de mi presentación, casi a la misma hora de siempre. Se sienta en una mesita que está en una de las esquinas resguardadas por la oscuridad y ordena un trago. Sabe que lo he visto. Tiene esa manera de moverse, acompasada, como si fuera un buque de guerra a punto de escorar para quedar sumergido en aguas extrañas. Hay algo amargo en su rostro que él pretende esconder para que no se le note, pero todos sabemos que se encuentra muy solo. Camina como si estuviera cargando mil años, con los hombros encogidos. Nos ha dicho que está cansado y que pronto tomará unas vacaciones. Bien sabemos que el muy idiota se quiere suicidar.
Los bares en donde toco son aquellos a donde acuden los trabajadores migrantes y los deportistas retirados que se sienten excéntricos. Eddy abraza a Marcos por la espalda con un gesto de hermanos y pide otra ronda a su cuenta. Estoy complaciendo a la mujer que acompaña a un señor de saco con solapas de terciopelo negro. Quiere escuchar una canción de Oscar Chávez. La canto, mientras los reflectores hacen que yo cierre los ojos y no piense en otra cosa más que en María May. Pienso en ella como si fuera ayer apenas, cuando la dejé extendiendo las hojas de plátano para hacer tamales. Le dije que regresaría pronto para casarnos. Me imagino a María caminando por las calles angostas de Izamal, retozando entre las gallinas y los puercos. Le dije que iba a regresar y nunca regresé. Por eso le pido a Frank que si se va a morir, que mejor se vaya a Izamal, que busque a María y que le diga que la quiero mucho todavía, igualito que antes, cuando caminábamos de la mano por las calles, escogíamos una esquina oscura para besarnos cerca del parque, y nos quedábamos muy entrada la noche hasta que la luz rosa del amanecer nos pegaba en la cara.
María nunca me exigió dinero. Fui yo el que quiso buscar la manera. Más que nada quise llegar a donde todos los artistas queremos llegar. En mi casa, de chico, me dijeron siempre que yo era muy bueno con la música, y no había evento importante donde no estuviera cantando al ritmo de mi guitarra de cuerdas de nylon. Por eso, cuando estuve listo me vine al otro lado.
Las calles en Nueva York son frías en el invierno. En mi vecindario hay edificios viejos con barandales carcomidos por el óxido de las nieves invernales. Las tuberías hacen un ruido gutural como el de un animal eructando a través de los muros, y hay un aroma constante de tabaco y alcohol que navega por los pasillos, donde se ve que la polilla ha estado comiéndose los marcos de las puertas. Frank vive en el departamento de abajo. Odia los elevadores y la artritis le impide subir escaleras.
-Esta rodilla inservible. ¡Me parte un rayo!-se queja. De regreso al edificio, sujeto mi guitarra con una mano y alcanzo a meterle el otro brazo bajo la axila para sostenerlo antes de que la rodilla lo traicione.
-Te lo digo pero no lo entiendes, viejo. Necesitas irte. Vete a México, a Izamal -le insisto-Y de paso buscas a María.
-Y tú, qué quieres que yo haga con María- me reclama fastidiado, con sarcasmo.
-Nada, que le digas que la quiero.
-Tu María ya debe estar muerta -Contesta con esa voz agria que detesto en él.
-Eso -le reviro-. Necesito saber eso. Me atormenta imaginarme que ella está bajo una lápida. ¿Y si tuvo hijos? ¿Y si alguno de ellos es mi hijo...Cómo se llama? ¿Tengo hijos, Frank? ¿Cómo lo voy a saber si no he podido juntar para regresar todos estos años? Mírame: no soy más que una bola arrugada con una papada de oso, cargando una guitarra que pretendo tocar todos los días, pero no todos los días son iguales, y a veces pasa el tiempo tan rápido, Frank, lo sabes bien, sin poder tener tan siquiera para la renta. Tú más que nadie, viejo amargado, sabes cómo está la cosa aquí. Sólo vivo porque pienso en María, si no, ya me hubiera juntado contigo para ver cómo morirme.
Frank se paraliza entonces, entorna los ojos debajo de esos párpados abultados para verme. Se siente descubierto y comprendido al mismo tiempo. Su cabeza es como la de un toro cebú, grande y de osamenta dura. Hasta sus ojos me parecen taurinos: expresivos, redondos. Algunas veces suplicantes y otras, furiosos. Cuando llega a su departamento cierra la puerta tras su espalda, sin despedirse, y no lo vuelvo a ver hasta el otro día en que los dos nos procuramos para darnos cuenta de que seguimos viviendo.
El bar donde toco se llama The Olympics. Fue inagurado el año en que se celebraron los juegos olímpicos en México. Muy cerca de la fecha asesinaron a Martin Luther King, así que las paredes del Olympics están forradas con fotografías del revolucionario negro y de atletas que ahora son unos viejos arrugados y canosos. Muchos de ellos frecuentan este lugar y hablan de sus medallas y los sucesos sangrientos de esa época.
Al Olympics también vienen los compas que han atravesado la frontera. Después de las dos cervezas empiezan a contar sus historias de sombrerazos, balaceras y golpes, y a cantar la Adelita y La Cucaracha, canciones que jamás se hubieran atrevido a entonar en su propia tierra.
Los reflectores se han prendido. Después de que han anunciado mi nombre, yo salgo al escenario con el pelo relamido, lustrado con goma. Me he rasurado los tres pelos lacios, que pretendo llamar bigote, y he escondido las canas con un tinte especial. El lugar nunca se llena del todo pero, aún así, me da trabajo encontrar a Frank. Traspaso el umbral de las luces a la mitad de una canción y no lo encuentro. Trato de imaginarme qué opciones tuvo el viejo roñoso para haber cambiado el Olympics por otra cosa. Algunas veces me preocupo más de la cuenta, sobretodo cuando él se ha puesto triste porque sé de lo que es capaz de hacer...
Llevo la guitarra terciada sobre la espalda, como si fuera una carabina vieja y muy querida. Tengo un fajo de billetes en mi cartera que me hace sentir una felicidad discreta en el pecho. Me resbalo sobre los bordes de la banqueta convertidos en hielo. Empiezo otra vez a concebir la esperanza de regresar a Izamal. A lo mejor Frank quiere venir conmigo y renovar su vida. Le gustará ver los sembradíos de henequén a lo largo del camino, y ese cielo aborregado con nubes movedizas y abultadas.
El edificio parece más lóbrego durante el invierno y los vecinos ponen una cara de querer matar al primero que se les cruce en el camino. La puerta de Frank está a medio abrir. Bien pudo haberla cerrado pero no, él lo planeó todo deliberadamente, con calma. . Las luces del apartamento están encendidas, como si me estuviera invitando a pasar. Una corriente eléctrica me eriza los vellos de los brazos, y me atraviesa el cuerpo dándole un alivio, relajándolo. Su cama está revuelta y su closet vacío. ¡Viejo canijo, al fin se atrevió!
Contemplo, durante un buen rato, las manchas blancas provocadas por los vahos de su respiración sobre el vidrio de la ventana.
Guardé el trozo de papel con la despedida de Frank, en la bolsa de la camisa. Me resta esperar noticias suyas desde Izamal con la misma devoción con la que, creo, María esperaba mis cartas, con esa misma esperanza férrea, a toda prueba, sin límites.

II

"John Spain es mi amigo, y él me pidió que buscara a María May". He repetido esta frase en un español quebrado que causa risa a dondequiera que voy en este pueblo. Aquí no conocen a John Spain y me creen un loco excéntrico en busca de un fantasma. Me he alojado en uno de los dos hoteles que existen. El viento sopla sutilmente por uno de los resquicios de la ventana. Envuelta en un eco desconocido, alcanzo a percibir esa pequeña voz, diciéndome: "Busca a María, Frank, búscala".
Los pantalones de algodón están colgados en un gancho de alambre en un armario con puerta de dos hojas y ensambles españoles. La luz entra en la habitación y contrasta con la oscuridad que le imprimen esas maderas oscuras de los muebles. La cama tiene una cabecera de hierro forjado. En una de sus esquinas cuelgo el sombrero. El cielo es azul, muy azul en Izamal...
Alrededor del mercado hay varios lugares para comer, pero las moscas son tan insidiosas que mejor procuro el menú de un restaurante pequeño que está frente al convento. Hay un olor a longaniza que me hace salivar. El pedazo de carne tiene el color de la sangre coagulada, y un sabor calcinante que se adhiere a la lengua y permanece de tal manera que se vuelve imposible que la boca no lo busque de nuevo.
La ropa que empaqué en Nueva York es inservible en este calor agobiante. Por las calles camino con sandalias de plástico, camisetas blancas y pantalones de algodón que me he comprado en el mercado local tratando, sin lograrlo, de parecerme lo más posible a los hombres de este lugar. Soy alto, robusto y tengo esta piel que parece ser de leche comparada con la de ellos.
Cojeo un poco a causa de la rodilla. La gente me ve y al mismo tiempo me ignora. Cuando los días han pasado, los tenderos empiezan a saludarme: "Franco, amigo, cómo estás", me dicen asomando sus dientes de oro entre pollos y puercos insertados en ganchos. Los animales se balancean en el aire con una mueca imbécil entre canastos llenos de frutas y objetos de plástico atiborrados en un mostrador.
Hoy es domingo. Los días pasan y yo continúo caminando con detenimiento por las calles angostas del pueblo. Casi todas las casas del centro están pintadas con un amarillo mostaza y son antiguas, con habitaciones espaciosas, muros de barro y techos altos con travesaños de madera. Algunas tienen un patio central con una fuente rodeada por plantas insertadas en macetas rojas.
Por el camino que entra al pueblo hay un pedazo de cartón, pegado sobre un muro carcomido, anunciando una botica, y tras el muro sólo tres repisas con entrepaños metálicos sobre los que unas cuantas cajas diminutas revelan la escasa existencia de medicamentos.
El camino está flanqueado por plantíos de henequén. Estas plantas tienen puntas que son como lanzas filosas dispuestas a insertarse en un cielo azul y raso. La tierra está seca y quebradiza. Nada parece nacer de ella, más que puras piedras y un matorral denso y espinoso. A lo largo se ven unas fumarolas negras de basura quemada. Ahora comprendo por qué John tiene esa risa pedregosa, y por qué sus canciones son tan lastimeras.
Cuando estábamos en combate solíamos verificar planos, horarios, coordenadas. Esta es una misión diferente. Sólo tengo que buscar a una mujer, a María May, nativa, de manos delicadas, con cara de luna y boca de tulipán rojo.
Esa era la María May que conoció John. Mis cálculos me dicen que María debe tener ahora unos cincuenta años, debe ser una mujer canosa, con el pelo recogido en una cola de caballo sobre unas orejas adornadas con dos arracadas de oro. ¿Dónde está? Me la imagino delgada, quizás con la espalda todavía erecta si acaso ha comido mucho maíz.
Creo que María debe andar caminando por estas calles vistiendo un huipil floreado de tela de organza, protegida del sol bajo una sombrilla de un anaranjado relampagueante y un armazón oxidado. Debe caminar cargado un canasto repleto con masa de maíz, cilantro y calabazas. ¿Qué más puedo ver? Observo a estas mujeres en el mercado de un domingo bullicioso, agobiado por las moscas, y me digo que cualquiera de ellas podría ser María May.
El olor de la longaniza se vuelve intenso, y empiezo a relacionarlo con los muros frescos del restaurante, donde una de sus esquinas vive atormentada por el ruido de un televisor incansable. El menú incluye algo que se llama relleno negro: carne de pavo con condimentos obscuros. Hay también cochinita pibil, un platillo de carne de puerco con condimentos rojos, y de vez en cuando pido que me traigan salbutes y panuchos, que son tortillas fritas con carne deshebrada de pollo servidas con rodajas de cebolla curtida. Mi plato favorito es la sopa de lima. Todo lleva frijoles y una salsa hecha en base de chile habanero. Los meseros se mueven con la misma lentitud con que suceden las cosas en el pueblo. Nada parece apurarles.
La gente en Izamal es pequeña, de manos regordetas, como si fueran duendes en un país encantado. Hay algo que los asemeja a los asiáticos: son esos ojos de pestañas lacias y esa sonrisa permanente que aflora sin razón alguna. Así podría describir al niño que esta mañana se sentó junto a mí a la mesa de una pequeña fonda. Me sonreía todo el tiempo con una familiaridad que me sorprendió y, al mismo tiempo, pude comprender. La entendí precisamente por saber que no sé nada de la gente de este lugar. Intentamos comunicarnos con dificultad y pude percatarme de que quería comer. Le compré un pan entero y le dije al cocinero de la fonda que trajera un vaso con leche. Tengo tan presente esa sensación que me lastima un poco. La pequeña mano deslizándose hacia una de las bolsas de mi pantalón, como una serpiente cálida, resbaladiza. De un salto me moví de su lado, y el pequeño ladrón sonrió con una inocencia ensayada, extendió sus dedos y me dijo: "dame". Desde entonces conozco esa palabra. Donde quiera la escucho: "dame, dame".
Antes de pasar al restaurante tengo que enfrentarme con la mirada de un toro cebú que está sobre una camioneta vieja de redilas. Me ve a través de las maderas. Su mirada me es familiar, y tiene una corva que se parece a la mía. Lo han traído al rastro y lo van a matar. Sus ojos son redondos, de gran claridad, y sus pestañas rubias. Cuando nuestras miradas se cruzan hay un extraño y singular entendimiento. Percibo en esa mirada una invocación a la clemencia, pero también una furia implacable. Su pecho es fuerte y sólido, con músculos tensos, y se mueve como si fuera una nave de guerra a punto de escoriar en un mar enemigo. Sabe que no pertenece a este lugar; que pertenece a un establo, o a una pradera, o a una vaca con un becerro, y sin embargo está allí, esperando su destino. Su cabeza es grande y su osamenta es dura, y sus ojos, esos ojos...
-Have you seen María May? -le pregunto al toro, y los meseros del restaurante sueltan una risa diminuta entre dientes, preguntándose si estaré loco de remate. No saben que me veo reflejado en ese animal, y que me estoy preguntado a mí mismo qué carajos hago en este pueblo de mierda.

III

Si supieras que estás soñando, quizás no te preocuparía tanto este estado de modorra en el que te encuentras. Planeaste buscar la manera de comunicarte con John Spain para decirle que su María May no existe, para reclamarle que te ha tomado el pelo de la manera más desconsiderada, para maldecirlo y mandarlo al diablo. Pero no lo has hecho.
En el Bronx, en una mañana cualquiera como ésta, estarías leyendo la sección deportiva del New York Times y quejándote de que los Giants están jugando mal. Estarías sentado con la mano izquierda sobre la rodilla tratando de retener un dolor que te recuerda que las cosas ya no son como antes. Te verías en el espejo todos los días buscando los estragos nuevos de esa edad que avanza doblegándote; te estarías dando cuenta de que te encuentras enfrentándote a un enemigo atroz: la vejez.
Sin embargo, en Izamal no has tenido tiempo para ahondar en tal proceso. Luchas contra la modorra del mediodía, y en las mañanas el sol entra por la ventana de una forma tan resplandeciente que te da la sensación de estar abriendo las puertas del cielo sin haber tenido que morir. Los zancudos y el aroma de la longaniza te sitúan en una realidad que para ti es difícil aceptar considerando que has venido de un lugar como el Bronx, donde los días se llenaban con los incidentes callejeros, de pandillas que huyen por los callejones mojados y oscuros. En el Bronx el ambiente tenso de las calles patrulladas a toda hora cubre las aceras. Los comercios, atrincherados tras rejas de metal, cierran antes de la hora para evadir el peligro de un asalto armado. Hay un humo ceniciento que sale de las bocacalles y, entre la bruma de la noche, los cuerpos parecen desplazarse con destreza. Los negros, los latinos y los blancos se rozan con la mirada sin atreverse a mirarse de frente.
"No la conocemos", te han dicho los franciscanos del convento cuando les has preguntado por María May. Sin embargo, te han invitado a entrar al templo, a rezar a la Virgen para que te conceda la gracia de encontrarla. Y tú tratas de ser cordial y aceptas la invitación, más que nada atraído por esa curiosidad que te causan los ritos religiosos: adornos florales, crucifijos de plata, ofrendas, veladoras.
La nave central de la iglesia es inmensa, se siente un aire denso y frío que agrada cuando el calor es implacable. En el altar está la estatua de una virgen vestida de seda blanca. Su velo es largo y le cae en la espalda. Es una virgen blanca, chapeteada, con unos ojos muy vivos. Cuando el sacerdote termina la misa, la virgen retrocede sin dar la espalda y una puerta de dos hojas se cierra automáticamente.
A ti te sorprende esta maniobra audaz con que los curas han organizado la presentación de la imagen, pero todavía no te atreves a preguntar nada. Sientes que hay una línea invisible, sacra, que es mejor no transgredir.
En el pasillo del convento algunas monjas caminan deprisa, como aquellas que te ayudaron en la enfermería durante la guerra. Sólo que aquí no hay guerra, y no entiendes por qué las monjas caminan tan rápido. Los muros están descascarados. Se les ha caído el revoque, y es posible ver las piedras calizas con que fue construido. Te da lástima que este gran edificio sea ahora es un cascarón resquebrajado que sufra, como tú, un proceso de decadencia.
Al final de ese pasillo, que te parece interminable y más grande de lo que es realmente, están unas escaleras que conducen a un cuarto posterior de la nave central. Está a punto de oscurecer y los monjes te han pedido salir del monasterio dándote los horarios de visita del día siguiente, pero hay algo que te mantiene de pie frente a esa puerta que ahora vacilas en abrir. Estás solo y quieres retener la última luz crepuscular, adentrarte en el cuarto y satisfacer tu curiosidad. "Es sorprendente cómo la gente cree en estatuas. Qué tomada de pelo" -piensas- porque el escepticismo te hace fuerte, estar en control de la situación, lejos de cualquier manipulación mezquina.
El sol se está metiendo en el horizonte y el cuarto se alumbra sólo por un haz que penetra por el resquicio de una ventana escondida entre travesaños. La parte superior de las paredes está cubierta por una serie de retratos al óleo y los colores del artista hacen que la penumbra sea más densa. Los personajes de las pinturas son hombres con atavíos formales. Sus bocas son chicas, de labios delgados, y tienen una mirada severa, como si nunca hubieran visto la luz del sol. Se podría entender un poco esta severidad considerando lo lúgubre de este salón, la solemnidad de las flores que adornan un altar vacío, las veladoras que continúan en combustión matizando los retablos de una forma intermitente y cálida. En la oscuridad, las sombras de las veladoras llameantes parecen un manojo de almas que saltan cuando les han disparado a quemarropa y las balas han acertado abriéndoles sus pechos.
Las caras de los retratos deben ser las de los religiosos que han estado aquí. Sin embargo, te remontan a algo que se relaciona con una disciplina inquebrantable, con gritos y órdenes. La sobriedad de sus caras hace que te acuerdes del orgullo que sentías cuando te ponías el uniforme de soldado para pasear por allí; también del desprecio a tí mismo, la dificultad con la que te encontrabas cuando tenías que aceptar la insignificancia de tu rango cuando lo comparabas con el valor de la vida de ese otro ser que acababas de matar.
De pronto, sobre el altar se abre la puerta de dos hojas y aparece la misma estatua de la Virgen girando para quedar frente a tí. Te sobresalta aún más la vocecilla que se empieza a escuchar en la esquina y, cuando bajas la mirada, descubres a un jorobado de la estatura de un niño que te mira con compasión y te sonríe al hablar. Sus hombros son angostos y enjuntos, espalda abultada y parece que su gran cabeza está atada por un lazo invisible a un cuerpo quebradizo.
-Me llamo Jacobo-dice- Los frailes me han enviado por usted.
La sorpresa y el susto te han dejado sin aliento, enmudecido. Pero Jacobo está acostumbrado a las reacciones humanas que provoca su joroba, y añade con naturalidad:
-Sígame por aquí.
Extrañamente, entiendes sus gestos, los cuales ya te van pareciendo de alguna manera cálidos, familiares.
Sobre el pasillo ya oscuro, te ves siguiendo los pasos de Jacobo con una docilidad extraña. En su mano derecha sostiene una de las veladoras que él tomó del altar para alumbrar el camino. Te das cuenta que no le afecta el contacto con la cera caliente y líquida a través del vidrio. Sin embargo lo sigues porque sientes que has pasado una línea que no debías traspasar y que has sido descubierto en el acto. Querías desentrañar el misterio de esa Virgen movible, pero ahora tu curiosidad es mayor, especialmente cuando notas, en medio de una cortina brumosa y de sombras oscuras, que los pasos de Jacobo son imperceptibles, mientras tú te aferras con las dos manos a las paredes y caminas aparatosamente, como un ciego que está cojo.
-La Virgen también tiene que descansar -menciona el jorobado como si estuviera leyendo tu pensamiento-. Mañana podrá usted verla de nuevo.
Quieres obedecer las reglas, pero con seguridad no podrás dormir pensando en la Virgen, esa estatua hecha de yeso, pintura y pelo sintético. Tendrás que repasar con el pensamiento los objetos que adornan los altares, las caras suplicantes de quienes viste arrodillándose frente a la imagen. Recordarás esas manos fervorosas unidas con fuerza, aquellas extendidas con la palma abierta, como las del niño ladrón; los rezos discretos frente a un altar florido que a ti te parecieron una petición: "dame".
Tendrás que pensar en Jacobo, el guardián de la estatua, y preguntarte por qué un hombre tan horrible tiene esa autoridad inapelable y una sonrisa tan dulce. Pero por ahora tendrás que seguirlo hasta la salida del monasterio, verle de nuevo esos ojos y recordar que observaste un animal el día anterior que tenía una joroba parecida, y que sin proponérselo, el toro cebú, Jacobo y tú podrían ser una misma entidad.

IV

-Sí, don Franco, nosotros creemos en la Virgencita. Nadie más que ella alivió a mi Narcisa. No sabe usted cómo se puso la pobrecita esa mañana que se tomó el cloro que yo había guardado en una botella de seven op. Se puso blanca, muy blanca, como la espuma con que se cubre la batea cuando lavo, más blanca que la luna cuando está llena. Yo me espanté mucho, no sabe cómo, y corrí con ella a la clínica. La cargué en los brazos, suplicando que me atendieran, pero no me atendieron porque una fila de enfermos adoloridos esperaba su turno para ver al único doctor. La gente tenía una cara como abandonada al sufrimiento, como untada al piso...que nunca voy a olvidar...Me apersoné junto a la ventanilla y me ordenaron tomar asiento en una de las bancas de madera lisa y oscura, junto a los demás.
Sí, don Franco, no se puede usted imaginar cómo se siente una cuando se encuentra en un apuro y no tiene la manera de salir de él. En la sala de espera de la enfermería las moscas rondaban sobre las heridas sangrantes, y de las ampollas de los enfermos supuraba una baba amarilla que caía como una mancha gorda y babosa sobre el piso, y no se podía pasar por allí porque eso se pegaba como un chicle a la planta de los pies y a cada paso se sentía un ardor y una comezón malos como la suciedad. La gente veía el techo y espantaba las moscas con un cartón o con sus mismas manos.
Yo no podía esperar porque sentía que mi ninia se me pasaba a morir en cada respirar atragantado de saliva, así que me fui derechito a donde el curandero Miguel, el mulato de Belice del que tanto yo había oído hablar. Me decía mi comadre Licha que sus manos eran mágicas, que sabían curar hasta las enfermedades más malas. A ella le sacó unos quistes del riñón con sólo pasarle la mano por encima, y cuando los tuvo fuera se los enseñó y ella pudo verlos. Dijo que eran como unas canicas duras y fibrosas, y que el mulato las agarró con la mano derecha y las aventó por la puerta que da al corral para que los puercos se las comieran.
Cuando llegué a la clínica del mulato Miguel, sus enfermeros me pasaron a un cuarto dividido con pabellones de sábanas blancas. Después él apareció por algún lugar sin hacer ruido. Muy serio, vio a Narcisa, le levantó un párpado y dijo:
-Esta niña se va a morir.
Su voz era fuerte y no había manera de hacerlo entender que era mi hija y que yo no quería que se muriera, que prefería morirme yo misma, allí mismo si él quería. Pero él ya había hablado, ¡Ay Dios! y contradecir su opinión era como desear que la lluvia no cayera cuando la milpa se estuviera secando.
Cuando me quité de con el mulato Miguel, la ninia ya no me veía. Había cerrado sus ojitos, su cuerpo estaba flojo pero su corazón respiraba todavía.
Caminé con ella en brazos hasta el altar donde se encuentra la Virgen para pedirle que me la cuidara si acaso se pasaba a morir, que la ayudara a que tocara bien las puertas del cielo. No vaya a ser -temí- que la muy tonta no sepa el modo con que se hacen las cosas allá arriba, Dios no la escuche, y se vaya a quedar en el limbo. Eso sí que sería un castigo, no sólo para mi ninia sino para mí también. Yo estaba sufriendo mucho nada más de pensar en un limbo sin gente, un desierto sin cielo, un río sin agua, un día de muertos sin tumbas que visitar; un lugar donde no hay nada, ni penas ni alegrías, ni llanto ni risa. No, dije, tengo que asegurarme que mi ninia entrará al cielo, y por eso me puse a rezarle. Le recé despacito y después rápido, le recé cantando y también le recé en maya con la voz temblando frente a las llamas chispeantes de las veladoras. Pensé que si mi ninia se tenía que morir, pues que se muriera allí mismo, frentito al altar, para que la muerte no le doliera tanto, para que allí mero la Santa Patrona la recogiera en sus brazos.
El cansancio me venció, o a lo mejor la voluntad de morirme allí con mi ninia, hicieron que yo misma me aporreara contra mis propios muslos, me enrollara en un solo lazo como un gusano retorcido y cayera al suelo. Cuando entraron los frailes a la iglesia, mi hija y yo estábamos envueltas entre unos pétalos secos esparcidas por el piso. Descansábamos en una alfombra de flores usada para adornar el pasillo donde pasean a la Virgen. El suelo estaba fresco y apenas si se oían los ruidos huecos que el aire hacía allá arriba, en el techo del templo. Las lucecitas de las velas dentro de unos vasos altos y rojos eran un montón de ojos chispeantes, como los de los demonios que habitan en el infierno, y desde allí me veían, se retorcían, se achicaban y se abrían acusándome. Pronto me dí cuenta que me estaba durmiendo, recuperé el cuerpecito de la ninia, y allí nos quedamos, así nomás, abrazadas. Los frailes entraron y nos levantaron a las dos. Nos llevaron a un cuarto amplio; me acostaron en una cama de sábanas limpias y una almohada esponjosa y grande. Se llevaron a mi Narcisa ¡Ay, Dios!, le pusieron unas lavativas para que se curara. Escuché a través de los muros el ruido de unos chorros de agua cayendo; me quedé dormida con un sueño de mar y mi Narcisa. Ella nadaba como un pececito inquieto, como aquellos que se pueden ver en un mar solitario. Después el pez se convirtió en rana y estuvo saltando de charco en charco, en los lodazales que se forman después de una lluvia tupida en las calles blandas de Izamal. Cantaba con otras ranas, pero realmente no estaba cantando, sino llorando, pidiendo ayuda, y yo sin poder hacer nada más que pedirle a la Virgen, pedirle un milagro, ¡Ay, Dios!
Ahora que mi ninia está sanita, me siento como un poco avergonzada. Sí, le decía que me siento avergonzada con Nuestra Señora. Cada vez que la veo, le escucho decirme: "¡Ay, verdá de Dios que eres mensa! ¿Cómo es que no se te ocurrió venir aquí conmigo primero?"
Por eso, don Franco, le recomiendo que si usted desea realmente encontrar a esa señora que tanto busca usted, que se lo deje a la Virgencita. Pero tendrá usted que rezarle muy macizo, muy fuerte pa' que se lo conceda.

V

Para Kim Phuc*

Amigo Franco, ya váyase a descansar -le dijo el fraile dejando caer una mano sobre su hombro-. Está usted sudando. ¿Se siente bien?
Frank asintió con la cabeza; la sentía grande y pesada. Sus hombros, más caídos que nunca, sus rodillas insensibles al dolor: dobladas, contra el piso. Se encontraba arrodillado frente a la Virgen y de su boca salía un hilo de palabras que parecía un rezo.
Un fraile había entrado por la puerta lateral abordándolo por la espalda.
-Franco, amigo, mandaré por Narcisa para que venga por usted -insistió-.
Frank parecía no escuchar. Se mecía de un lado a otro mientras permanecía en sí mismo.
-No, padre -respondió por fin-Aquí se está bien. Sus manos en mi hombro se sienten ligeras, cálidas. Apuesto a que ellas jamás han matado, padre. No como las mías. No sé cuántas veces clavé mi puñal en un pecho con vida. La sangre es cálida, casi caliente y un poco resbaladiza. Sentirla sobre mí, cayéndome en la cara como el jugo de un fruto reventado, me hacía temblar, sacudirme como un pez ensartado en un anzuelo luchando contra mí mismo. Es algo tan horrible y al mismo tiempo tan íntimo ¿sabe, padre? En la intimidad uno se ve a los ojos con otra persona, se escruta muy bien el alma, se percibe cada detalle del sentir del otro...
La última vez que usé mi puñal, estábamos en una aldea rumbo al sur, muy lejos de cualquier visión de ciudad o sensación de rutina. La selva era tan densa y no había otra cosa más que un verde que lastimaba la vista. A unos doscientos metros del último pantano llegamos a un asentamiento que parecía un cuartel. Era una aldea rodeada por pagodas y chozas con maderas retorcidas y techos de palma. Estaba yo con seis soldados más y un periodista. Nos habían dicho por radio que vendría un avión de refuerzo atrás de nosotros. Habíamos llegado cerca del enemigo, lo suficiente, y nos preparábamos para asaltarlo por sorpresa. Mandamos al soldado Téllez para que fuera él quien lanzara las granadas, mientras nosotros abríamos fuego. Seguíamos acercándonos con cuidado, levantando con la punta de las botas las raíces que se desprendían de un sembradío de arroz ya seco, inservible. Sentí el peso de un hombre que me cayó encima apretándome la garganta y fue en eso que vi al enemigo por última vez. Sí, por última vez le digo, porque después de haberlo matado supe que no volvería a matar a nadie más. Sus manos eran flacas, pero fuertes como unas tenazas. Tenía esa fuerza que brota del mismo terror, y supe que no me soltaría porque estaba tan espantado como yo. El miedo le reventaba en los ojos. De su boca salió un grito espeluznante junto con una sacudida nerviosa al momento en que el cuchillo le penetró el pecho. Se notaba que no estaba entrenado para matar. No traía armas, sólo sus manos. Sus ropas eran las de un campesino pobre, descalzo. Era un hombre que vivía en una aldea, solamente un hombre, sin ningún rango. Hasta aquí hubiera sido suficiente, padre. Con matar a este individuo hubiera bastado. No había necesidad de más.
Cuando limpié mi cuchillo, Téllez ya regresaba y nos ordenaba tirarnos al piso. Alcancé a escuchar una veintena de gritos que salían de los huecos de las chozas. Eran mujeres, padre, eran puras mujeres con sus hijos. Y nosotros, un batallón entrenado, sufriendo la sensación de una transmutación extraña, cuando los cuerpos sólo son cuerpos y no tienen alma; cuando puede verse el reloj con una pequeña esperanza, aún sabiendo que ya se han cumplido todas las horas; esa yuxtaposición de dos mundos en un solo lugar.
Nick cargaba siempre su libreta de notas, a veces se descuidaba demasiado y se atrevía a tomar fotos en pleno campo de batalla, en medio de un ataque abierto. Esa vez estuvo cargando su cámara y no supo cuándo tomar la foto. Si la sorpresa y el pavor no lo hubieran invadido, el mundo hubiera visto la cara aterrorizada del campesino, y la mía también, viviendo esa intimidad de la que le hablo, padre, cuando uno se acerca tanto a la otra persona que siente lo que la otra está sintiendo. Si Nick hubiera capturado en su lente la maniobra que ejecutó Téllez, ahora tendríamos una foto en blanco y negro, bien contrastada, con los cuerpos despedazados de esas mujeres -con sus niños todavía en brazos- volando, ya fragmentados en esa nube de fuego.
Lo peor ocurrió cuando llegó el avión de refuerzo. Cumplió con la orden y dejó caer unas bombas que terminaron de destruir la aldea. Se sintió el calor fulminante de los explosivos levantando todo en mil astillas.
Nuestras caras estaban al ras del suelo mientras escuchábamos los motores de los aviones en nuestras cabezas, muy cerca, después más lejos y después nada.
Cuando pasaron de nuevo sobrevolando la zona, los pilotos pudieron darse cuenta de que ya no había más que una hoguera calcinante donde se consumían las chozas y los cuerpos. No podía haber quedado algo con vida. La selva se estaba quemando, arrasada por esa ola de lumbre. Nosotros nos sentíamos morir también, sofocados, porque no alcanzamos a correr a tiempo para salvarnos de los efectos del ataque. De pronto la vimos. Era una niña como de nueve años, con las manos en alto, corría en medio del único camino aullando de dolor, de desesperación. Su cuerpo desnudo, envuelto en llamas, buscaba alivio con el roce del viento. Corría hacia nosotros padre, y nadie entonces se atrevió a disparar. La contemplamos desde una distancia suficiente como para saber que no era una aparición sobrenatural. Fue un momento en que estuvimos anonadados, sintiéndonos de un solo trazo, como estacas clavadas a la tierra, sin poder movernos. Fue, entonces que Nick acomodó bien la lente sobre el ojo derecho y empezó a tomarle fotos, muchas fotos.
Caminamos arrastrando nuestras metralletas en el suelo, como si fueran palos secos. Nunca me sentí tan extranjero como entonces. Supe que no pertenecía a ese lugar, que me iban a matar y, aun así, estaba dispuesto a enfrentar mi destino. "Qué tonto, qué tonto", me lo repetí varias veces; y hubo riñas entre nosotros porque empezamos a odiarnos; odiamos nuestras caras pintadas de verde, nuestros uniformes, nuestros rangos. ¡Sólo éramos una bola de idiotas jugando al héroe!
Fue entonces, padre, que sentí el tamaño de la guerra entre mis manos, lo inútil que fueron todos esos años de entrenamiento. Jamás volvería a usar las armas.
Ese día, el 8 de junio de 1972, me di cuenta que nos habían engañado, que no éramos los más fuertes ni los mejores; que el enemigo que teníamos enfrente ya nos había derrotado.
-Narcisa ha venido por usted, Franco -le dijo el fraile con una voz que se oía de afuera
-Ella lo llevará a descansar.
- Sí, Narcisa, la niña...la niña vietnamita...María May-musitó confundiéndose entre recuerdos y realidades, viendo el piso del templo con una mirada vacía.
¿A quién busco? - se preguntó. -Busco a María May- se respondió, percatándose de que lo sabía.
Frank salió de la iglesia acompañado por Narcisa, caminando con la docilidad de un alma suspendida.
-Pobre don Franco -dijo el fraile- nunca lo había visto así: delirando en inglés. Tanto calor le debe estar afectando.
El fraile vio una sombra oscura que se desvanecía a lo lejos, y añadió: "Por fortuna, Nuestra Señora entiende el alma humana en todos los idiomas".
En la calle, el mundo continuaba: el mercado con su trajín de víveres; los cascos de las caballos tronando en el adoquín por donde las calesas daban vueltas interminables a la plaza central; la plebe dominguera presenciando los bailes regionales en un día conmemorativo: listones de colores, música y el taconeo veracruzano de los bailarines en un tablado bajo la sombra de los almendros. Frank sintió por fin pisar en firme, y en su mano izquierda los dulcísimos dedos de Narcisa conduciéndolo hacia su casa. Entonces estuvo seguro que las cosas estaban en un perfecto orden.

*Kim Phuc y otros niños fueron algunos de los sobrevivientes después del bombardeo estadunidense, el 8 de junio de 1972, contra la aldea de Tran Bang, en Vietnam. El periodista gráfico Nick Ut fotografió a los niños mientras huían. La gráfica circuló conmoviendo al mundo y dando término a la guerra.


VI


He intentado escribirle a John mientras la tarde pasa afuera de la ventana en una sucesión tranquila de quehaceres cotidianos. Los pies, desnudos y libres, se enredan alrededor de las patas torneadas de un escritorio de cedro. Las hojas de las revistas son delgadas, de papel brilloso, con algunas caricaturas y crucigramas en la parte final. Narcisa y yo las hojeamos y nos reímos con ciertas fotografías que podemos compartir, en esas tardes en las que todo el mundo no hace nada en el pueblo más que dormir la siesta. Me gustaría contarle a John un poco de lo que estoy viviendo.
Sobre una de las paredes he colgado un sarape que compré en el mercado, y los colores hacen juego con los bordados de la colcha. La cama es de hierro forjado, figurando soles y lunas. Por las mañanas los gallos cantan acompañando el toque acristalado de las campanas del templo, y en esos momentos una luz ambarina y sesgada empieza a filtrarse por los encajes de las cortinas y a bañarme la cara. Quisiera comentarle a John todo esto, pero no lo he hecho, esperando darle noticias acerca de su María. Sé ahora que no la encontraré, que María May es un misterio, que hay muchas Marías. El apellido May es tan común que cualquier persona podría ser ella. May: "May I find her, may I not. That's the question".
También -tengo que aclararle a John- que, ya conociendo a la gente de acá, él no puede llamarse de ese modo. Podría llamarse Juan Uc, o Jacinto Puc o Lucio Chi, pero no John Spain...¿O, sí?
Para mí, John siempre será John, aunque se llame de otra manera. Porque no concibo a alguien tan tirado a la suerte de manera tan abierta, a un individuo de hombros ligeros, con un andar liviano y alegre, si es que no se llama John Spain.
John ha llegado a su departamento llorando de furia, con la cara ensangrentada y la cartera vacía. Sus ojos se achican con odio, y jura que se vengará de ellos. Sin embargo, nunca lo hace. Cuando gana dinero se le nota, y las pandillas bien que lo saben. Sucede lo mismo cada fin de semana, y él promete de nuevo que se vengará. Al otro día se le olvida, y termina cantando sus canciones -con ese romanticismo y pasión de siempre- en el Olympics, gastando el poco dinero que ha ganado en copas, prefiriendo echarse todo allí mismo a enfrentarse con el peligro de que se le roben otra vez. Alguien como él sólo podría llamarse John Spain.
Debía ya conocer a John, y pensar que toda la historia de María May es una tomada de pelo, de esas que me ha jugado antes. Como cuando me dijo que él también había ido a la guerra, que había peleado con un general Villa en la revolución de México. Me platicó que se había enfrentado con los soldados del gobierno a fuego abierto porque los pobres campesinos se estaban muriendo de hambre. Después me enteré que la revolución de México había sido por los años de 19l0, y que John había nacido en 1945.
A John he querido empujarlo contra la pared y ahorcarlo allí mismo, por decir que me ha colmado la paciencia. Ha sido como el hermano ruidoso, irreverente. En el edificio del Bronx yo le decía que me molesta el ruido; y él, tan esmerado en preparar esas fiestas interminables en su departamento del segundo piso... Sus invitados, todos latinos, solían taconear sobre el piso y eso se oía como un tropel de caballos desbocándose sobre mi cabeza, "John, te juro que te mataré mañana. ¡Maldición!" -profería- pero cuando la mañana llegaba yo veía a John tan entero, tan liviano y amable que de mi boca no salía otra cosa que un "hola John", junto con un ademán de mano extendida.
Quisiera decirle que no lo extraño, y con seguridad que lo entendería. John, oso de circo, aquí estoy, en tu pueblo, en Izamal. Me he comprado una casa como la que me describías muchas veces: con una fuente rodeada por macetas rojas y plantas, muchas plantas por dondequiera. Tengo un jardín con tulipanes, y bugambilias injertadas. Perdón, digo "tengo", pero no es mío realmente, es de ellas...
De lo que te pierdes viejo. Ahora yo soy el que te recomienda que no te quedes en el Bronx, que si te quieres morir, que te vengas a Izamal. Aquí hasta los panteones son más bonitos, y los entierros -ya los conoces viejo- son una fiesta con café y aguardiente.
Las cortinas de mi habitación tienen un encaje blanco, y las colchas de la cama han sido bordadas por Bertha. Sus manos chicas y regordetas, son muy fuertes. Camina en el jardín arrancando raíces de un solo jalón, y menciona la luna para sembrar nuevos brotes. Se encarga también de la cocina y de hacer las compras en el mercado. Una vez a la semana va a Mérida y me trae el Miami Herald. De regreso, me platica de sus ajetreos del día, de que los adventistas se están infiltrando y están tomando el control, de los precios de la leche y los huevos que van en aumento en el mercado. Con ese modo descortés, tan familiar en ella, avienta el periódico en la cama y dice: "Ahí tá, pa que se entretenga, don Franco". Y entre pliegues y columnas coronadas con enunciados gruesos, quiero comprobar que esta temporada los Giants tienen mejor suerte y han ganado. ¡Me parte un rayo, qué mal les ha ido!
Narcisa prepara unos dulces con leche que los frailes venden a la salida del templo cada domingo. Nunca la escucho cuando se acerca, hasta que un ruido fofo en el baño me anuncia que es ella quien está cambiando las toallas.
Yo me dedico a caminar y a escribir cartas que nunca pongo en el correo. He dejado de buscar a María May, y quisiera preguntarte: ¿Por qué no vienes tú en persona a buscarla, comodino? Al final, creo que María May ha sido alguien inventada por tí, body, tu ideal de mujer que nunca has podido encontrar. Sí, oso de circo, admite que me has tomado el pelo y que al final te he descubierto, y me dan ganas de injuriarte pero en el fondo...en el fondo, viejo...ha sido una cosa de amigos.
¿Y si te dijera, John que...he encontrado a María May? ¿Qué harías? En todo caso, revirar la broma también sería una cosa de amigos.
Todo esto he querido escribirle a John, pero no lo he hecho por temor a que él la reciba cuando yo ya haya muerto. El correo es tan malo que las cartas toman meses, años, o quizás nunca llegan a su destino. Si quisiera morir -como antes- ahora tendría que pedirle a la muerte que venga por mí. Todo por carta...
La joven Narcisa ha regresado de la escuela. Pasa a mi habitación a poner toallas limpias en el baño. Cambia el agua del jarrón, junto al aguamanil y barre un poco. Estoy descalzo. Los pies se acomodan tan bien sobre el piso...Es una sensación de estar plantado en el mundo como cualquier árbol, de estar en una realidad fresca; de encontrar la manera de comunicarse con John.
En eso, ella se detiene frente a mí y me ordena con esa voz infantil, sin ningún énfasis:
-Don Franco, póngase los huaraches -dice- No se vaya a enfermar.
Sé que después, esa tarde, nos pondremos de nuevo a leer revistas, a reír un poco y, en un devenir tranquilo, caminaremos por las calles adoquinadas del pueblo sin prisa, con detenimiento, compartiendo una proximidad natural que en esta tierra se entiende como "familia".


DE BAHUICHIVO AL NORTE

"Encuéntralo", suplicó la voz cansada de mi jefa cuando salí aquel día en busca de mi hermano. La estación estaba como siempre: áspera y escueta. Una pequeña oficina y una terraza apenas tapada por un techo volado era toda su construcción. Yo estaba sentado comiéndome las puntas ásperas de las uñas y viendo cómo la gente miraba al infinito esperando que se marchara el tren para seguir mirando al infinito.
Las moscas volaban alrededor de una caca de perro que sobresalía al lado del camino apilada en una plasta café. El tren empezó a moverse con negligencia. Había tal apatía en el rechinar de rieles que me confundía sin saber si el tren iba o venía, si partía o regresaba, lo que para el caso era lo mismo porque de todas maneras me encontraba en el tren, frente a una ventanilla cuadrada que me hacía ver la estación como una garita fantasmal de un pueblo que no figuraba en los mapas. "Voy a Bahuichivo", decía yo. La gente no se inmutaba y continuaba con los ojos fijos en el infinito. Pero entonces, cuando la máquina se paraba en el lugar de los huizaches y barrancos, allí me apeaba. Y caminando por el caminito desviado en vericuetos de piedra, el pecho se me inflaba con esa sensación de paz, esa que uno tiene cuando sabe que ha llegado a su casa.
"Busca a tu hermano", me repitió la jefa durante todos esos días en los que no hicimos otra cosa más que indagar por el paradero de Miguel. Hasta que, después de preguntar por todos lados, ella me acompañó a la estación del tren para despedirme. Sus articulaciones ya viejas tenían ese temblor lleno de miedo, y cuando me dio la bendición, sus manos aletearon como mariposas asustadas. Vi una chispa fulgurante en sus ojos al momento de decirme: "encuéntralo". Cuando me trepé en el tren, ella se quedó mirando los rieles como si los zapatos de Miguel hubieran quedado atorados entre los travesaños de madera y no hubiera otra cosa más importante en el mundo más que ir a rescatarlos.
Las praderas se convirtieron en barrancos quebradizos, penetramos entre nubes galopantes que se levantaban como una inmensa colcha de lana acariciando las serranías y los nacimientos de agua. Mientras, el tren avanzaba crujiendo sus estructuras, moviéndose como un péndulo sobre la vía.
No había otra manera de salir o llegar a Bahuichivo más que por tren. Conocía yo ese blandir de metales y la pasmosa conjugación de émbolos que hacía balancearnos a través de las montañas.
Desde chico viajé en tren. El vagón solía ser espacioso y tener muchos rincones donde se podían encontrar sorpresas: una barra de chocolate, un señor con una boina de conscripto con un perforador en la mano que pretendía usar como pistola, una revista tirada en el suelo, la ventana con sus marcos de aluminio, mis piernas enclenques, la rodilla de un pasajero, los chocolates, una revista vieja y yo mismo mordiéndome las uñas. Todo esto me hacía pensar en una gran aventura, en una caja de juegos y malabares.
Ahora que soy grande, el tren es ralo, rutinario, con dos hileras de asientos y puertas en los extremos que conectan con otras secciones. No debo pensar en el vagón, en ese que yo viajaba cuando era niño, porque sería como mancillar algo que con el tiempo se está convirtiendo ya en el recuerdo de Miguel.
-Vengo buscando a mi hermano. -les dije cuando desperté en la enfermería-. Se llama Miguel.
Repetí lo mismo muchas veces. Era como estar rezando. Describí tanto a Miguel que fue como estar viéndolo todos los días, como si yo mismo le estuviera ayudando todavía a cargar leña, y le trajera sus botas de montar cuando las había dejado por alguna esquina de la casa. ¿La complexión? El cuerpo de mi hermano -dije- es como el de un toro cebú: macizo y grande. Corre como un venado cuando caza conejos en el monte y laza los animales desde lejos con una reata de nudo apretado.
-Miguel nos dijo que se venía pa'l norte, y creo que se vino. Algo le pasó que ya no regresó a la casa.
Todo esto les dije. Se lo repetí a quienes me podían escuchar en la enfermería, cuando desperté después de haber muerto. Porque pensé haberme muerto cuando nos encontramos nadando en ese río, donde la corriente dispersó a los que tratábamos de cruzarlo. Luché por alcanzar la orilla pero continuaba hundiéndome. Cerré los ojos cuando no pude ver más que mi propia respiración escapándose en la última burbuja de aire. Pero antes de irme al fondo pude decir "Miguel". Y después no supe más.

El tren va deteniéndose en cada pueblo que se despeña al borde de la barranca. La siguiente estación será Bahuichivo. Me extrañará mucho si no veo las fumarolas con techos de hongo que salen de las chimeneas, las pequeñas venas de agua que se pierden en el camino y las caras lánguidas de la gente que espera de pie muriéndose de frío en la terraza de la estación.
Si hubiera llegado de día, los gallos no estarían cantando, pero daba lo mismo: Llegar de día o de noche. La jefa no dormía esperándome. Entré en la casa al expirar del crepúsculo, cuando el cielo empezó a cubrirnos con un manojo de estrellas y una hilera de bruma. La tabla vieja que nos servía de puerta crujió en sus bisagras y mi jefa sirvió café.
-Ya es tarde. Pensé que la iba a encontrar dormida-le dije
-Oí tus pasos -respondió ella, mientras el café sollozaba con un vapor dulce- Bien que lo presentí y supe que eras tú -me dijo sin verme- Ya no he tenido para comprar pastura y los animales se están muriendo.
-Siempre se han muerto -le respondí.
Ella no esperó más y exclamó de un solo golpe, con voz áspera, reseca:
-No encontraste a tu hermano.
Del café siguió saliendo humo pero no podía tomármelo. Había algo tenebroso en el fondo negro de la taza, en el crujir de esa puerta vieja, en los traspatios que no olían a otra cosa más que a animal podrido.
-Te estoy hablando -añadió ella con voz agónica, retorciéndose como si todo su cuerpo estuviera chamuscándose en una hoguera
-No encontraste a tu hermano --repitió cerrando los ojos, abatida.
Dejé el jarro de café en la mesa. Conté los animales que quedaban con vida. No quedaba ninguno. Y cuando el alba estalló dando una vuelta de luz, me di cuenta que la jefa finalmente dormía. "Me voy pa'l norte a chambear" pensé decirle, pero no se lo dije porque no me iba a escuchar. Suspiraba en sus sueños, roncaba clamores, con seguridad llamando a Miguel.
Me monté en el vagón de las cinco, junto con el primer tronar de gallos y los quejidos de rieles. "No encontré a Miguel" -exhalé en un suspiro-. El vagón se empezó a mover ampliando el horizonte a través de la ventana. "No encontré a Miguel". Los huizaches desaparecieron lentamente y los ojos, al cruce de una frontera invisible, se llenaron de pinos y barrancas con un fondo diminuto. "No encontré a Miguel".
"Me encontré a mí mismo".
"Me voy al norte a chambear, si señor. Vengo a chambear, disculpe usté", me puse a decir en delante.

EL PIRATA

Su nombre verdadero era Eduardo Osorio, pero le decían el Pirata. Una cara marcada con cicatrices y sus arracadas en la oreja le daban el apodo. El hombre pululaba por todos los bares a la orilla de la playa, diciéndole al mundo, en inglés y en español, que él no era un pirata, que más bien era escritor, la reencarnación de Hemingway, no faltaba más.
"Qué versos, qué prosa, ni siquiera Neruda se hubiera atrevido a criticarlo -decía él- y cada vez que leía para el público el mesero llegaba y le daba un trago: "te lo mandan", le decía.
Muy en lo suyo estaba el Pirata en un bar atiborrado y ruidoso, conocido por Tutix, cuando conoció a la Shirley, quien vivía en una casa rodante. La Shirley cocinaba y le gustaba leer. Shirley y sus ojitos, unas veces azules y otras verdes, sus bucles dorados, enramados de brisa, y sus piernas macizas amasadas por el volley-ball playero. "Shirley ¿Es tu nombre? -le dijo- te haré unas rimas mamacita para que veas y te deleites con este pirata desde la noche hasta la mañanita". Aplausos y más ron, "¿está bien así Pirata, o le cambias ya por cerveza?" -preguntó el mesero- "déjalo, mi buen, déjamelo así", dijo el Pirata.
Se movía entre las mesas, la gente lo miraba absorta y divertida, y él tratando de complacer a su público, hasta compuso música para sus versos, sin abandonar por completo la atención de Shirley.
"Ya pegaste chicle, Pirata", le dijeron, pues la cabeza de la rubia sólo lo apuntaba a él. Para la Shirley no había en ese lugar y momento un hombre más romántico que el Pirata, con esa piel untada de sol, con ojos de mares negros y profundos, tan de verdad.
Nunca supo el Pirata cómo fue a parar en el camper de la Shirley, pero cierto fue que amaneció allí. Sus ojos, achicados por la luz, vieron unas ventanas precisas de cristal ahumado, cubiertas con unas cortinas pequeñas de aluminio brillante. Una cocina toda apretujada y muy limpia, pequeñas puertas, pequeñas alacenas, pequeño todo. Y la Shirley desde un pasillo para flacos diciendo a su manera gringa: "el café, ya listo".
El Pirata recordó que la Shirley había sido el amor de su vida la noche anterior, en el Tutix, pero la noche anterior ya había pasado. Y se enfrentaba de nuevo con la solemnidad de un nuevo día.
-Are you all right -le preguntó la Shirley.
-¡Ah! Sí...
El Pirata se sentó en la cama, vio por la ventana el mar infatigable cerciorándose de estar en sus litorales. Dio dos pequeños sorbos a su café y salió del camper apretándose los pantalones, con pasos todavía vacilantes.
-¡Oh! Pirata, no estar bien, yet. Vienes al aire acondicionado -le pidió compasiva, pero él no regresó y le dijo: "ahí nos vemos, güerita" dándole un beso en la mejilla.
Esa noche los dos se encontraron de nuevo en el Tutix, frente a la playa. Fue obvio que tuvieron tiempo de recordarse mutuamente durante el día. Le faltaron muy pocas copas al Pirata para declararle a la Shirley otra vez que la quería. "Mi güerita, el amor de mis ojos, que tu, que yo, los dos enrollados en las olas de este mar que marea al mundo con sus tragos de sal, de ron; o metidos en un caracol escuchando nuestras propias voces agrandadas por el eco -qué mágico-. Estaremos nadando como delfines en el fondo del mundo acuoso y nos quedaremos allí, incrustados en las crestas de los corales, besándonos hasta que la eternidad nos tome en cuenta..." Y la Shirley derretida, nadie se lo había dicho así, de una manera tan única, tan convincente, ni siquiera sus primos de Detroit, educados y arrojados a la pasión, ni el hippie vegetariano quien se fue a Nepal buscando a Buda después de hacerle el amor, ni el pescador que se lanzó a los mares del
Ártico para juntar el dinero que ella requería, ni el profesor que la hizo sentirse deseada cuando adolescente.
Y es que los segundos aires en las mujeres vienen más fuertes y éste venía recio trayendo al que lo sabía atizar, como se atiza el carbón: las sensaciones hierven en una olla de piel y huesos.
Esa noche el Pirata le dijo "te voy a robar" y ella tembló de placer y se dejó llevar hasta donde el Pirata tenía su escondrijo. Un edificio de tres plantas, paredes despintadas, barandales planos y tendederos de sábanas blancas tapando el paso. Antes de llegar tuvo que pasar, agarrada de la mano del Pirata, por calles atestadas de basura y tomar caminitos blancos de sascab donde la luz de una luna llena dejaba ver las huellas de las serpientes. Allá fue la Shirley, atrapada por los pasos macizos, el bigote travieso del Pirata, y el olor de él: una combinación de sudor y tabaco rancio. Todo esto lo matizaba en un sólo parpadeo. La mirada de la Shirley, se detenía en esa barba partida, cuadrada, ¿no son fascinantes Robert De Niro y Mel Gibson? tan bellos e inalcanzables, quizás por eso muy bellos. En cambio el Pirata, estaba allí, tan próximo como las costas y palpable como el sargazo pegado sobre las rocas roñosas que circundan la playa.
La Shirley se adentró en una habitación cuadrada y austera, notó un baño de azulejos despostillados y un pequeño tragaluz. Pero lo que más le impresionó fue aquel reguero de colillas, el desparpajo de ropa y la gruesa capa de polvo cubriendo un millón de objetos que el Pirata se obstinaba en guardar: La virgencita de Guadalupe, por principio, un sombrero vaquero que había conseguido en el norte, el machete con el que tuvo intenciones de cortar vereda para atravesar la selva de Yucatán, una boya que su amigo el Chino le regaló el día de su cumpleaños, una pluma de faisán y demás objetos. Y lo peor aún: no había cocina, ni siquiera una estufita para preparar café en las mañanas.
El Pirata despertó odiándose a sí mismo: "Otra vez, chingaos, estoy con ella".
"Buenos días, mi amorcito", le dijo en cambio, metiéndose al baño, sintiéndola a ella fuera de lugar, y a él mismo en una situación extraña dentro de su propia casa. Abrió las llaves de la regadera en silencio, se tardó en el baño más de lo acostumbrado "se irá", pensó, pero al salir encontró a la Shirley sacudiendo el polvo, ella tomando control sobre sus cosas, adentrándose en la intimidad de cada telaraña que cubría las paredes. Vio a Shirley con la cara plena y feliz, como si capitaneara un barco desde la la proa misma, un barco que él consideraba suyo.
"Nadie te ha pedido que lo hagas", le gritó.
La Shirley se paralizó, perpleja, sus ojos fueron adquiriendo un brillo de cristal impecable antes de que las lágrimas le brotaran. Aventó el trapo con el que estaba limpiando y salió dándole un portazo seco.
Todo esto lo recuerda ahora Shirley, ahora que se casó por segunda vez y escogió el Caribe para pasar luna de miel. El mismo mar, la misma arena blanca, quizás un poco más comercializado todo, menos palmeras, escasas palapas, pero en esencia, el mismo lugar.
Llegaron Shirley y su marido temprano a la playa del Tutix, los dos muy gringos, con el aplomo despreocupado de los turistas y un montón de botellitas: repelente, protector solar, agua purificada, Pepto Bismol. El sol arremetía derritiendo las partículas de cada objeto, los restaurantes apenas abrían y la música empezaba a tocar cuando escucharon un gorgoreo de risas y vieron a un hombre flaco y canoso hurgando entre la arena. Buscaba afanosamente algo hasta que lo encontró. Era el Pirata a quien, en medio de una carcajada se le había salido, de un escupitajo, la dentadura postiza.
Todo ocurrió en cámara lenta, en repetición: el Pirata escarbando hoyos en la playa, la gente azorada viéndolo. Sin saber en qué momento sus ojos se desviaron curiosos hacia el público y pudieron capturar la figura de una mujer ya conocida que lo metió en cajones llenos de recuerdos empolvados. Su sonrisa molenque se apagó de golpe, pero la dentadura, pareja y blanca que tenía en la mano no pudo aguantarse las ganas y se rió estrepitosamente, con malicia y frialdad. Siguió riéndose sin parar sin importarle su vulnerabilidad, sus miedos, o sus discretas esperanzas. No sabiendo como hacerlo, el Pirata quiso acallarla, pero su propia dentadura se movía, revoltosa, en su mano y no tuvo otra más que volver a metérsela en la boca en medio del barullo de los aplausos.
Shirley ni intentó reconocerlo y, si lo hizo, tuvo que haber masticado una enorme pena que se convirtió en vergüenza. Se acomodó muy bien en su camastro, se ajustó sobre los ojos un sombrero ancho de paja azul y se puso a leer sin importarle nada, leyó las sesenta páginas de una breve historia comprendida en un libro de bolsillo comprado en Brooklyn por cinco dólares, pasta lustrosa, segunda edición "El amor en los tiempos de un pirata".


LOS VERANOS CON EL TATA

Fue en mayo -recordó Chela-. Había mucha sequía, por eso me acuerdo. Las orquídeas se agarraban a los troncos de los árboles estirándose a lo alto para tomar oxígeno, como si estuvieran naufragando en este mar aturquesado.
Un perro vagabundo pasó, huidizo, con las narices en alto, llevándose un esqueleto de pescado entre sus dientes. Y detrás de él venías tú.
Cuando nos conocimos, un sombrero de palma verde cubría tu frente y unos pantalones aguados de lino te daban un aire de mucho mundo. Tenías la sonrisa cándida de un joven desobediente, sin embargo hablaste mucho de tus abuelos, especialmente de tu tata. Y eso fue el comienzo para enamorarme de ti.
Me contaste de cómo tu tata se trepaba en los troncos de los árboles para juntar el chicle. De sus correrías por esta selva tupida y chaparra, cuando cazaba y subsistía destripando jabalíes y pumas con un machete, o cuando atizaba la lumbre de una fogata. Que él caminaba largas jornadas con una jícara y su pozol en un termo de calabaza seca-me dijiste- y al llegar a su próximo destino él siempre creía que pisaba un país diferente, hasta que los árboles le avisaban que era el mismo: el país del chicle, y él volvía a treparse, como un mono araña, a juntarlo todo hasta dejar los árboles trazados con heridas, hasta agotarse la savia, junto con él.
Que tu tata llegó a estas costas con un grupo de chicleros cansados de cargar sus propios olores -mencionaste-. Ellos querían ya quedarse en un solo lugar. Le pidieron tierras al gobierno y que se las dieron, y como vieron que se las daban así nada más, le pidieron más. "Y hasta la fecha seguimos pidiendo", comentaste que te decía el tata, porque la tierra es todo para nosotros -decía él- donde vivimos, por lo que luchamos y donde nuestros esqueletos reposan.
Me tomaste de la mano y me dijiste "ven, Chelita" y nos metimos en un cuartucho con techo de cartón en el fondo del terreno de tu tata y allí me enseñaste una bicicleta oxidada y chueca, en la que él se paseaba frente al kiosco de la plaza contemplando los portones hechos con maderas de naufragios, llevándote a ti encaramado sobre un asiento del tamaño de las nalgas de un niño.
Creo que fue todo eso que me hizo enamorarme. Más que tus pantalones de tela holgada, tus sombreros estrafalarios, tu camisa abierta y tu sonrisa siempre lista para reír, me gustaron, más que nada, las historias de tu tata.
Me dijiste que él siempre quiso ver la nieve y las montañas, y que un día conoció una mujer muy rubia. Ella venía en un crucero en un viaje de placer.. "La conocí muy bien, te dijo. Ella platicaba sentada sobre la arena, de su país de montañas y de copos de nieve, y no sabes cuánto quise irme con ella y meterme dentro del follaje de esos pinos en el verano y tirarme sobre la nieve blanda, y yo le pedí que me llevara con el entusiasmo y la prontitud que me hacía sentir el deseo de tenerla a ella".
Le prometió regresar por él pero ella no volvió nunca. Sin embargo el tata -me contaste- recordaba siempre una piel muy blanca y muy tersa,-dijiste- tanto la recordó, que un día se percató de que el haber hecho el amor con ella había sido como ver nevar. Desde entonces el tata ve con nostalgia la línea donde finaliza el mar.
Todo esto pasó en mayo cuando el limonero del patio no daba limones y tu tata se quejaba, y lo veíamos caminar con esas piernas de alambre, sacando cubetas del pozo para regar su sembradío "cuándo irá a llover, chingada lluvia, que no llueve", decía con los ojos chiquitos, escudriñando hacia un punto lejano, como si quisiera encontrar algo más en el horizonte que no fuera un cielo raso y azul.
Fue en mayo, porque todo estaba completamente seco, cuando tu nana se enfermó. "Le pegó un mal viento", dijo tu tata y él empezó a preparar unciones con raíces del huerto. Estuvo frotándola toda la noche, pero la nana no respondió. Siempre fue muy callada la nana, tal vez por eso sus hijos la respetaron más. El tata dijo que la única vez que la nana gritó fue cuando parió su primer hijo, después ya no volvió a gritar, ni siquiera hablaba en voz alta "no vaya a ser que las abejas se espanten -decía- y ya no tengamos miel". Cuando la nana murió la enterraron con su rosario en la mano y su cucharón de guisar. También mandó que le pusieran en su caja de muerto una foto antigua, amarillenta, la misma que le sacaron en el día de su boda. Sabía que iba morir así que dijo"Pongan en mi caja esa foto en la que tu tata me está besando".
La sequía, el polvo, "polvo eres y en polvo te convertirás", ni una gota de agua, ni en los pozos ni en los ríos que atraviesan estas tierras calizas como si fueran trenes subterráneos buscando una salida hacia la libertad. Solamente el mar avisa que existe el agua y se burla malicioso porque sabe que no la podemos tomar, me contaste.
Fue en mayo que el tata, tan chiquito y flaco, se fue secando más, y es que la nana era para él un constante afluente que pasaba debajo de este piso de piedra, escondida, callada sin avisar. Nada más el ruido en la cocina delataba su presencia. ¡Ay, dios! la busca y la busca... Vemos al tata levantarse en las noches caminando por cada rincón, cruzando los cuatro puntos de la cocina, manoseando, con un ademán nervioso, trastos y cucharones como queriéndola encontrar.
Por eso el tata -me dijiste- no murió de viejo, más bien de pena.
El sol ametrallaba el suelo y levantaba todo en un abanico de lumbre. Solamente esa tarde atrajo un viento que venía cantando con el murmullo del mar. Así era el día en que encontramos al tata, y él estaba sentado, tieso, sobre una silla en la estancia frente a la televisión prendida. Una de sus manos, huesudas y crispadas asía una foto amarillenta y rancia en la que él besaba una frente escondida en un velo de novia. Bajo sus ojos había lágrimas, pero estaban secas, me acerqué y toqué su rostro para cerrar sus párpados y sus lágrimas se pulverizaron en sal. Nunca supe bien si fue la sal con la que cocinó la nana, o la que se le metió en los ojos de tanto ver el mar, me contaste.
Yo me enamoré de ti cuando conocía a tu tata.


LA TIA QUETA LLEGA AL CARIBE

Le he pedido a la tía Queta que no venga hasta diciembre porque ahora la temporada de huracanes se aproxima.
No sabes qué ganas tiene la tía Queta de venir. Hace mucho que ella no ve el mar y yo le he contado de cómo la luna se hunde, envuelta en rojo en el agua como si fuera un sol escapando de la noche, y cómo los peces vuelan al ras de la superficie, desaparecen entre las olas saltando de nuevo.
La tía Queta quiere estar aquí porque le he contado lo fácil que se da el amor en la costa; le he dicho que tan pronto como los cuerpos se cubren con la brisa, sueltan un olor a canela, y que el entorno verde de la selva se añade solamente como un marco donde el objeto central es el cuerpo mismo, sólo que son muchos y éstos se mueven y bailan, respiran un sexo que gime, se mecen con el vaivén de las olas mezclándose con los murmullos fuertes y lejanos de las mareas. Creo que la tía Queta se siente atraída por ese encanto más que por otra cosa. Pero le he dicho que no venga, no quisiera tenerla aquí y después oírle quejarse de los zancudos: "sus piquetes son como mil agujas insertándose en cada poro y dejan una picazón que hacen que la piel sangre", le dije.
Me imagino a la tía Queta dando saltos por la casa al momento de ver cucarachas, de esas que alcanzan a medir un tamaño suficiente como para creer que pertenecen a otra especie. No quisiera ni pensar en el estallido de uno de sus gritos cuando alguno de esos insectos alados vuele a su alrededor queriéndose posar en algo y no encuentre otra cosa más que su cuello.
La tía caería fulminada por el horror si ve a Ifigenia, la tarántula que suele quedarse bajo el colchón de la cama esperando comer uno de los mosquitos que me zumban en el oído durante la noche. Le doy gracias a Ifigenia por cuidarme de esos malditos, no sabes.
Por eso, te cuento, quisiera que no viniera la tía Queta porque cuando los huracanes azotan, los insectos buscan un lugar para protegerse.
Hay una serpiente que entra a mi casa y se enrosca en una esquina húmeda de la cocina, donde existe una grieta por donde pasa el agua de lluvia dejando que el moho y los hongos crezcan en la oscuridad.
La tía Queta dice que este año ha sido un poco difícil, que no ha podido vender tantas casas como el año pasado. Antes era más fácil -añade- y se podía hacer negocio. Este año nadie vende ni compra. La tía me contó que está harta del tráfico con el que la ciudad se infesta durante las mañanas, horas pico para entrar a escuelas y oficinas; que el doctor le prohibió tomar café porque tiene una gastritis causada por el estrés, y que el tiempo ya no le alcanza ni siquiera para pintarse la uñas, mucho menos para cumplir con las citas en el club de té canasta. "Esta ya no es vida", se queja, creo que por eso quiere venir al Caribe, pero le pedí "espérate un poco tía, a que pasen los huracanes". Y es que cuando los huracanes azotan no hay lugar en que una se sienta completamente segura. ¿Has visto, por ejemplo, un árbol gigante roto a la mitad, o un barco inmenso sobre el techo de una casa, o has escuchado el chasquido de los cables eléctricos cuando se rompen con la presión del viento allá afuera? ¡Ay dios! No, no lo sabes -le dije a la tía Queta- es como si estuviéramos en la línea de fuego, en una guerra donde se sabe de antemano que se va a perder. Una camina a tientas como si tuviera miedo de pisar la tierra y mirar el cielo. El ceibo de la esquina era un árbol viejo pero muy fuerte. El viento lo rompió y lo dejó como a un huerfanito: desolado y triste. Sus frondas desaparecieron y quedó con tres mechones de hojas que se tornaron oscuras. Su cuerpo robusto se resquebrajó lanzando un alarido seco de muerte y brotó de su pecho algo que pudo haber sido su alma. Lo sé porque no se ve otra cosa más que un hueco cóncavo y una pasta amarilla que fue antes su madera. Sin embargo, los perros siguen orinando a su alrededor y eso, quizás, lo dignifica un poco y le hace olvidar que ya está muerto.
"Pobre árbol", dijo la tía Queta y repitió que quiere venir, que ya no aguanta más la ciudad y sus trajines, ni tampoco a su vecino quien no la deja dormir en las noches. "Es un loco que tapa sus cañerías adrede y después golpea la pared en las noches para destaparlas, ya no lo soporto", -dijo- y yo volví a comentarle sobre el árbol muerto.
Hay algo mágico en la muerte, pero no voy a atormentar a mi tía porque sé que le caen mal estos temas.
Aunque le cansa Monterrey y sentirse sola entre tanta gente, la tía Queta sigue pensando que la vida es bella. Dice que se compró unas zapatillas de punta y unas medias negras con un sombrero de pana que le hacen verse como Mary Poppins. Y yo le digo que ese atuendo no le va a servir de mucho si quiere conseguirse un marido, pero ella está segura que un día conocerá el hombre que anda buscando, "el que te quiere te querrá como eres, hija", asegura.
Le pregunto a Ifigenia qué le parecería si estuviera con nosotras la tía Queta y me contesta que no soporta a las mujeres de su tipo, que la atarantan y la vuelven loca y que después ya no sabe si lo que ve realmente existe, o es producto de su imaginación y la tremenda locura en la que se ha metido. No, -me dice- .No le permitas venir.
Por eso le he pedido a la tía que no venga, le aviso que hay muchas cucarachas que salen a las calles y entran a los pasillos de este hospital, que Ifigenia está cada vez más triste buscando tan siquiera un mosquito que comerse sin encontrar nada más que ese olor a antiséptico que se derrama por todas partes, que la gente no ha podido soportar la idea de que yo viva con una víbora, fíjate que entraron un día y la mataron, no entienden tampoco que yo le hable a un árbol muerto y un día decida hacer el amor con él.
Por más que le he pedido que no venga (y se lo he dicho a gritos a todo el mundo), la tía Queta llegará.
Alcanzo a escuchar el golpeteo de sus tacones por el pasillo y el chirrido de su voz llamando la atención por donde va pasando. Esa es la tía Queta, puedo presentirlo cuando se acerca. Se quita el sombrero de Mary Poppins y no puedo ver otra cosa más que el cráneo liso de una mujer muerta. Cuando habla se escucha el golpeteo de dos hileras de dientes atados a unos huesos. Entonces sé que ha llegado la hora. La tía Queta viene a decírmelo. Ella está conmigo con esa actitud tan suya de optimismo y cansancio. Le dije que no viniera, pero no hubo manera de convencerla, ni siquiera advirtiéndole de todos los males que se desatan aquí, en la temporada de huracanes.


DE REGRESO AL PUERTO


Encontrarme con un cortejo fúnebre en pleno camino que conduce a Puerto no fue un acontecimiento agradable, especialmente cuando se me venían a la mente los recuerdos de Diane. Ella, al momento de decirme adiós en el aeropuerto, metida en una chaqueta de cuero y unas medias negras de nylon por donde el frío se le metía y le hacía castañear los dientes. Decía que no era el frío, que eran más bien los nervios que mi partida le provocaban, ya que no sabíamos si nos veríamos de nuevo y hasta cuándo. Ella no tendría el dinero para venir a México; no, con la brevedad suficiente como para que el amor no se enfriara. En ese momento, por la carretera angosta, flanqueada por un manto verde de mangle tupido, desfilaba una camioneta de redilas cargando un ataúd gris con incrustaciones doradas. Supuse que debía ser alguien importante del pueblo debido a la cantidad de personas que se deslizaba en caravana, la hechura de ataúd, y a dos policías en motocicletas quienes controlaban el tráfico para que el cortejo avanzara.
Quise sacudirme el recuerdo de Diane porque lo que menos quería era eso precisamente: regresar a mi pueblo y seguir pensando en ella como si todavía tuviera sus labios sobre mi oído, sus muslos sobre los míos...Por eso no quise continuar con ese pensamiento que me hilaba con obstinación a los días blancos de Havre Des Nieges, cuando afuera de la ventana no había más que montes de nieve, paredes oscuras, carros estancados en pantanos de hielo y una que otra persona en un traje pesado moviéndose en la nieve como astronauta. No quería continuar con un pensamiento que me deprimiría al final....al final del muelle, mis ojos ven de nuevo el puerto, sobre la mera punta de los durmientes viejos, donde los dos solíamos ver el reflejo de la luna en un mar que parecía espejo, donde compartíamos un silencio tan sacro como los de las iglesias vacías, sólo que aquí, frente al mar, no había ningún misterio. Nos veíamos a los ojos y sabíamos de lo que se trataba.
Una bandada de loros verdes atravesó el grueso del manglar, y ante los ojos achicados por un día de verano apareció sobre el mar un faro inclinado, naufragio de un huracán, restos de una antigüedad de la que los porteños siempre nos hemos sentidos orgullosos aún sin saber realmente el por qué. En dirección contraria, el cortejo siguió su trayectoria lenta y yo me bajé del taxi en medio de una operación complicada de maletas, portazos, cajuelas, bolsas y mis bongós; sin pensar ya más en Diane, en la calidez, aún en medio del invierno quebradizo, de la pequeña estancia, en el olor dulce del choco chip de sus galletas al momento de sacarlas del horno, en el amor al instante en que ella tomaba su guitarra en brazos y cantaba viéndome a los ojos sin importar que allá afuera alguien batallara con la nieve, que el viejo de junto se deprimiera estando solo en su departamento de paredes lisas y grises. Nos amábamos sin tenerle miedo al hecho de vivir en el peor lugar de Havres Des Nieges.
A la abuela siempre le hemos dicho Mamanina. De regreso al Puerto, la vi más achicada y temblorosa, pero su abrazo era el mismo y su optimismo seguía intacto. Había estado bordando unas mantitas para ponerlas sobre el buró junto a mi cama, un acto muy de ella que a mí siempre me ha llenado de angustia. Ya estoy viendo a estas nuevas mantitas tener el mismo destino que las anteriores: quedarán agujeradas por las cenizas calientes de mis cigarros prendidos cuando el cenicero esté ya saturado en esos momentos largos en que la noche no se completa, y se mancharán con el sudor de los vasos de ron y gaseosa cuando en el mundo no haya otra cosa más que la euforia de las mareas metiéndose en una luna gorda, brillante...y un poco de Diane. Ella, paseándose alrededor del faro, preguntándome sobre el destino que llamaría algo así como "enigmático" o "misterioso" de esa torre cuadrada, maltrecha, derrotada por los vientos del mar, inclinándose hasta abrazar el piso de arena. Y yo tan presto a contestar, a decirle cualquier cosa con tal de estar a su lado, a hablarle de las vulgaridades de un huracán sólo para prolongar un poco más su presencia...hasta que después de tanto ir y venir sobre los durmientes, de preguntar y responder, un entendimiento tácito nos hace callar, caminar hacia el muelle, ver esa luna coqueteándole al mar, mirarnos. Y después, Havre Des Nieges, el frío glacial, el amor y las galletas de chocolate.
Muchas veces le dije a la Mamanina que regresaría al Puerto sólo para verla a ella y pasar unos días recordando aquel tiempo en que parecía existir sólo ese mundo verde de palmeras y costas, y la sensación de tener todo el tiempo para contemplarlo. "Iré a verte, Mamanina, y esta vez no quiero que cubras mi buró con mantitas, déjalo, así", le dije, mientras sostenía el auricular en una de las zonas más ruidosas de la ciudad de México. Una fila ansiosa de ojos fijos en mi nuca esperaba que la conversación en la caseta terminara, yo veía un semáforo que se ponía en verde y me tallaba los párpados intentando sacarme la acidez de ese humo negro que sofoca a la ciudad.
Y claro que después de haber pasado tanto tiempo trabajando en la redacción de un periódico, se puede distinguir muy bien entre el respirar el aire de Puerto y el de este mundo ajetreado. En el periódico todo mundo fumaba. Las sonrisas amarillas de mis compañeros y su aliento apestoso a café se mezclaban con el olor de la tinta, y sus risas estridentes con que rompían la seriedad del trabajo se insertaban en el tecleo de las máquinas de escribir. De pronto, el jefe me dijo en medio de gritos formales y bromas obscenas: "Alfonso, la dirección lo quiere enviar a cubrir la próxima gira del presi", y yo ya sabía de lo que se trataba: entrevistas a los secretarios de gobierno, esperar a que sea el momento adecuado para caerle al presidente con la pregunta clave, aunque claro, no mucha gente estaba atenta a lo que decía De la Madrid. Al público le interesaba más los resultados del campeonato de fútbol en España y el desenlace de las guerras de las Malvinas. La condecoración con el Premio Nobel de la Paz para Alfonso García Robles, y la celebración del aniversario de los Mártires de Río Blanco fueron acontecimientos que estuvieron más en la boca de los lectores que las declaraciones del presidente en 1982. Pero aún con el realismo con que se veían las cosas, mi trabajo consistía en transmitir los mensajes del presi...Tomé el teléfono y le dije a la Mamanina que esta vez no, que "no podré ir porque estaré ocupado con un poco de trabajo extra", que me disculpe, que no se preocupe por bordar las mantitas que terminarán hechas un asco, que no se moleste.
Pero la verdad es que había estado aplazando esta visita con la esperanza de que el tiempo borrara cualquier indicio de lo que fue Diane. Me propuse volver sin que me molestara ningún recuerdo, sin tener que pensar en las canciones que nunca terminamos de escribir porque siempre había una nota que no coordinaba con los bongós, y yo decía: " ésto no co-co, co-cordina" viéndome atrapado por la turbación y mi voz temblorosa y pequeña cuando Diane se acercaba lo suficiente como para darme un beso.
Mientras Diane escribía canciones yo me dedicaba a buscar trabajo en ese pueblo frío, sin encontrar ninguno que no fuera la cocina de un restaurante. Trabajaría ilegalmente, escondido de cualquier revisión oficial que me delatara por ser extranjero.
Entonces Diane recibía una pequeña pensión del gobierno por estar desempleada, pero el dinero lo gastábamos en unos cuantos días tomando cerveza y vinos que compartíamos con Jean y Suzanne, escuchando los acordes de un bajo y un violín en las noches que eran espléndidas, interminables, que no tenían precio. Yo saldría, al siguiente día, a buscar trabajo sin encontrar otra cosa más que el camino escarchado que me conduciría de nuevo a Havre Des Nieges, a Diane, a la música, a 'The Four Seasons' y a esperar que el invierno terminara.
En uno de esos días regresé cansado, cargando la frustración en el pecho como si fuera una plancha gigantesca. Al abrir la puerta del baño me encontré a Diane y Jean besándose. Parecía que los dos estaban en un mundo aparte, intocables, insensibles a cualquier desgracia ajena. Suzanne había dejado de tocar el violín y se servía un tinto en la cocina mientras tres amigos de Diane trataban de acomodarse en una hamaca que yo había traído de Puerto y que se veía en la sala como un detalle exótico. Los espacios de la casa se redujeron, el piso se hundió lentamente bajo mis pies que caían como plomos sobre una alfombra pálida, gastada por el tiempo. El pasillo. Tomaría el pasillo para ir a la habitación pero pasaría de nuevo por el baño y allí están ellos. "Aquí están ustedes, par de imbéciles". Cerré la puerta con violencia, no los quise ver. Regresé a la sala y descargué mi furia con el bajo de Jean. Pobre bajo: Quedó hecho trizas en el piso. De mi temperamento latino salió un grito: "váyanse todos al carajo". Rompí los cristales de las ventanas con la punta de mis botas. Cuando Diane vino a calmarme le dí un golpe en la cara con el puño cerrado. El azoro de Diane me desarmó. Las sirenas se oían a cierta distancia. Diane asomaba una mirada perpleja entre los dedos que se llevó a la cara. En el aire flotaba un malestar tan agudo que parecía entrar por los oídos y romper las paredes de la percepción. Y después, sólo un vacío, como si la realidad sólo existiera allá afuera, detrás de esa ventana rota, entre portazos de patrullas y voces que se transmitían por radio. La policía había llegado cuando, en esa estancia, todo había pasado con una rapidez eléctrica, certera. Un silencio pesado me llenó los oídos. Los músculos, qué tensión, qué cansancio, qué inmovilidad...
Los agentes vieron a un mexicanito con ojos vidriosos, oscuros, detrás de unos mechones lacios que parecían las ramas de una palmera. El cuate estuvo sumido en una soledad absoluta, muerto de miedo, pegado al muro de una de las esquinas de la pequeña estancia.
Diane se encargó de que me mantuvieran en la cárcel. Al momento de ser liberado estuve sujeto a un juicio corto, y al final sólo soñaba con regresar a México.
Cuando las garzas volaron hacia el norte lo supe. Entendí que gran parte del manglar se había secado. Al llegar me dijeron que los cangrejos azules se habían muerto tratando de alcanzar la otra orilla rumbo al mar, aplastados por los neumáticos de un tráfico implacable.
De regreso a Puerto había algo que no me dejaba respirar a gusto. Lo supe antes de pedirle al taxista que me dejara frente a la puerta de la Mamanina. Lo presentí sin que nadie me lo dijera. Era ella a quien llevaban a enterrar en ese cortejo fúnebre. Le ordené al chofer: "Sígalos". Entre los dolientes sólo se escuchó una exclamación unánime cuando me vieron: "¡bendito sea Dios, ya llegaste!" y empecé a recibir abrazos sueltos, solemnes. Marché para acompañar a la Mamanina hasta el panteón. Ese camino fue el más doloroso de todos los que he recorrido. Fue una procesión corta en la que no pude asimilar el orden de los acontecimientos. No supe en qué momento fue que ocurrió todo, cuándo fue que ella se enfermó y cayó muerta. ¿Qué tal si todo esto era una broma y ese féretro estaba vacío? Tuvieron que abrirlo para que yo me cerciorara de que ese cuerpo yerto era la Mamanina, y nos despidiéramos allí, junto al hoyo que ya habían cavado.
Siempre tuve la sensación que ella me estaría esperando, intocable por el tiempo, con sus adornos bordados, sus guisos con adobos y su té limón para después de comer. Cuando llegué a su casa, y entré a mi habitación. El buró estaba desnudo. No había ninguna mantita que lo cubriera. La Mamanina no había podido bordar en sus últimos días, pero me estuvo esperando. Había una botella de ron sobre el buró, y mis bongós ya viejos, afónicos estaban sobre la cama. Ella los había sacado de la esquina del ropero y me aguardaba para que los tocara. Debió haber querido que yo hiciera música y recordara mis mocedades. Ella nunca supo que he tratado de olvidar a Diane; cosa que no he podido hacer mientras ese faro permanezca estoico tratando de no caerse en mil pedazos sobre la playa. No podré hacerlo mientras el muelle continúe atravesado por sus durmientes viejos, y el rumor del oleaje guarde todavía los ecos de unas canciones en francés.
Me pregunto si tendré el valor de regresar al Puerto ahora que la Mamanina está muerta.

II

En un verano agobiante y dinamitado por el sol, uno no espera ver muchos turistas en el puerto. Las calles están desoladas en mediodía, y las flores parecen sobrevivir gracias a la brisa de los crepúsculos y al arrullo interminable de las mareas.
De regreso al Puerto las paredes de la casa de la Mamanina estaban descascaradas y había un halo triste de nostalgia sobre los techos. Un reguero de sobres desperdigados yacía sobre el piso. El correo continuaba enviando los saldos de una cuenta bancaria que la Mamanina tenía vigente, los recibos de agua y electricidad todavía sin pagar, y una felicitación de Día de Madres que yo le había enviado una semana antes del 10 de mayo.
Mi percepción transgredida por el ron y la edad me hacían ver zopilotes cuando en realidad las aves que se posaban en las crestas eran unos pichones domesticados.
Una ola de polvo fino y ceroso salió de mis nalgas al momento de caer de sentón en un sillón de la sala. Tendría que empezar la limpieza de esta casa que ahora era mía por ley, aunque -sabía- que la Mamanina no había cedido ni un ápice en su posesión. La casa seguiría siendo suya para siempre, hasta que el salitre se la comiera por completo y la dejara al ras de los animales de la arena.
Un hipo atolondrado me salió de la boca. Estaba seguro que mi imagen grotesca y alcohólica ahuyentaría a cualquier morboso que se asomara a través de las sombras del miriñaque, pero no conté con la determinación de Gisela, quien no quiso esperar a que cantaran los gallos del otro día para venir a verme: "Qué barbaridad, pero mira cómo estás", me dijo, y después sentí que sus brazos se esparcían en la habitación apestosa a encierro. Ella me acomodó en la cama por partes, como si mi cuerpo fuera un enorme rompecabezas con dos pulmones. Conforme me quedaba dormido sus palabras parecían alejarse más y más, pero con la velocidad y la distancia suficientes para infundirme alivio: "Una muriéndose por verte y tú metido en la borrachera, qué poca consideración la tuya...", dijo.
Omar llegó temprano con una escoba y un trapeador. Su carácter jovial no se había atrofiado por los vendavales de los cuarentones. Sus dientes estaban blancos, como siempre, y mantenía esa sonrisa de plata pura que yo siempre le envidié.
En la cocina, Gisela tallaba los azulejos como si estuviera en pleno campo de batalla: pertrechada tras un mandil y una pañoleta en la cabeza, esgrimiendo estocadas con un pedazo de tela rota. Su vida se resumía en rutinas arduas tostando granola en un horno rústico, visitando clientes y cobrando la cuota que le exigiría el siguiente día para vivir.
El sacudir las telarañas y quitar los rastros de sarro y polvo representó para mí una tarea casi imposible. Algo así como sembrar tomates en el desierto de Sonora. Por un hilo difuso de la resaca alcanzaba a escuchar unos redobles de tambores marciales dentro de las sienes, y cualquier destello de luz que se filtraba por las ventanas me convertía en un drácula asustadizo.
Quise terminar la faena junto con ellos, pues no hacerlo hubiera sido como traicionar eso que nos ha unido: la insistente solidaridad de los amigos de siempre.
Hace unos años yo era quien se arrojaba, temerario, a esas escaramuzas románticas y Omar me prevenía de no sufrir por un amor ingrato. Él, mesurado y discreto, y yo convirtiéndole sus virtudes en manías timoratas. Ahora ha cambiado. No sólo sus canas que le han tapizado las entradas, sino también su temple firme, su carcajada abierta y esa manera de nombrar a la gringa, como si ella fuera un gran helado de vainilla acercándose a su boca. Me imagino a la gringa postrada en un diván, como la reina Cleopatra, levantando un racimo de uvas sobre su cara con una voluptuosidad incitante; la vislumbro cabalgando un alazán, a pelo, sobre la orilla blanca y ondulante de la playa, meterse en la cortina diáfana de la brisa para desaparecer en un punto diminuto de una distancia inalcanzable.
Gisela, detrás de una barra de azulejos amarillos, murmura algo, tantea las palabras con cuidado para no toparse con el fantasma de la Mamanina. Le da miedo que ella se levante de la tumba para venir directo a esta cocina a fin de evitar que tiremos sus frascos de adobo a la basura. Y creo que fue ese temor injustificado que la hizo verla. El calor de la tarde hacía que todo el mundo se refugiara en el frescor de los techos altos y los pisos caracoleados. "A la Mamanina le gustaba el pollo pibil", dije con un suspiro triste, y en ese momento Gisela y Omar se paralizaron y me vieron con unos ojos redondos y grandes. "Mientras uno nombra más al muerto, éste más se queda en paz", añadí para sacarlos del miedo en que se dejaron apresar. Nunca me fijé que la Mamanina en ese momento se había aparecido tras mis espaldas, rodeándome con sus alas de ángel, si no es por el relato atropellado que mis amigos me hicieron una vez que recuperaron el habla.
Era obvio, todos habíamos cambiado. Yo con tanto tiempo fuera, lejos de toda la cordura que da el mar, inmerso en las noticias de un mundo asediado por guerras. Vivía cansado de contemplar la misma rebatinga por el poder, de detectar, mediante las noticias, el lustre fingido de las dictaduras y los escaparates ficticios de las democracias.
Gisela era el recuerdo de una muchacha temeraria que lanzaba gritos histéricos al aire cuando se enteraba de las nuevas inversiones y de los mega hoteles de lujo en el pueblo.
"Es el desarrollo -decía- lo que matará las playas del norte y los cangrejos del sur. ¿No es suficiente con los líos de la capa de ozono? Ya el clima está todo al revés por culpa de ellos, ¡Qué necedad!".
Le admiraba esa lucidez para decir las cosas en el momento preciso. Tenía el pragmatismo suficiente para vivir sin depender de nadie, y por eso, a veces, me daba miedo. Era capaz de curarse las enfermedades en la soledad de un excusado contemplado su propia caca. "Uno es lo que come y la caca que hace", aseguraba con convicción. Guardaba todavía esa sabiduría orgánica, pero se veía ahora abatida. Las arrugas de su cara no eran las de un envejecimiento sin prisa, sino aquellas que salen de tanto rastrillar con el sufrimiento el jardín de la vida. Por eso me atreví a preguntarle:
"¿Vives sola todavía?" Y esa pregunta fue como meterle una zancadilla, error. "Estoy enamorada del amor", respondió, y con eso cortó el tema de tajo mientras escondía la cara entre las cazuelas de barro y los cucharones de plástico.
Cuando Omar daba las últimas trapeadas al piso, me invitó a conocer a la gringa. Lo hizo con el mismo gesto con que un campeón exhibe su trofeo. Me pareció de lo más normal y conmovedor, a su edad, a la mía. Estábamos por entrar al umbral tenebroso de los cincuentones, cuando uno siente que la vida no alcanzará para todo.
Con esas ganas de conocerla nos citamos en el café del parque en una de esas tardes en que no había nada qué hacer más que pasar nuestras hazañas cotidianas por el cedazo oxidado de los recuerdos. Allí me di cuenta que la gringa era para mi amigo sólo el entusiasmo de un amor a distancia. "Desde aquí podremos verla, si es que pasa", dijo con un brillo en los ojos. "Verás que bonita es".
Escudriñó una de las esquinas de la calle esperando que apareciera. Dobló las cuatro esquinas de la servilleta y pidió otro café para completar la espera.
"Allí viene, Alfonso, véla qué chula", dijo mientras dejaba todo abandonado sobre la mesa para mirarla. Creía sentir el crepitar de su pecho y la agonía de su voz al dejarse succionar por esa visión amazónica y dorada. Montada en una bicicleta en plena moción, las piernas musculosas de la gringa eran un espectáculo. Pero mi amigo estaba más al cuidado de la mirada fiera que pudiera encontrarse con la suya y poder, en un instante, hacer una declaratoria imposible de realizar por otras vías.
Un ramalazo de inspiración hizo que yo buscara en la camisa una pluma ensartada en uno de los bordes zurcidos. Sobre la servilleta empecé a garabatear las primeras líneas de mi novela, en la cual la idea central sería el amor arrebatado y sumiso de un hombre solitario por una mujer que no conocía. No, no -recapacité- éste es un tema trillado -me dije- y dále con el mismo asunto de siempre.
Entre el aroma del café y el sonido de una cafetera estruendosa, salieron a relucir los últimos chismes del pueblo: El nuevo cargamento de cocaína que los soldados habían encontrado en medio de las olas lustrosas del mar. Un caso en el que el capitán Soto, de la marina mercante, estaba involucrado, los nuevos planes de desarrollo impuestos por el gobierno central que tendían a ensuciar el mar y a destruir los arrecifes. Gisela armó un escándalo en la plaza central cuando lo supo, y alborotó a la gente para hacer un cordón humano e impedir que entraran los bulldozers.
La gente veía con desconfianza los recientes establecimientos comerciales ostentosos. Le parecía un crimen que las compañías fuertes se apoderaran de las actividades comerciales del puerto.
Por otra parte, había sospechas del ejército apostado en un cuartel de una pieza austera, al lado del muelle donde -se pensaba- las muchachas jóvenes tenían sus primeras experiencias sexuales con los soldados. Serena Morena tenía una hija adolescente quien salió embarazada de pronto. Cuando Serena se enteró que su hija había tenido relaciones con uno de los soldados, agarró la escopeta vieja que su marido había guardado en un ropero viejo antes de morir, "Aí' tá vieja, pá cuando alguien les falte al respeto", había dicho. Serena supo que ese momento había llegado y buscó, a gritos, al joven soldado. Cuando lo tuvo enfrente aventó el arma al piso y de su morral sacó una sartén vieja y pesada con la que le reventó la cabeza al militar. Ahora Serena es una mujer rebozante, una abuela bonachona de cuatro. Su yerno relata, en cada borrachera de compadres, el episodio en que conoció la fuerza de los brazos de Serena. Se agacha orgulloso para mostrar las cicatrices que Serena le dejó cuando lo quiso matar.
En el pueblo, la ineptitud policial era la misma. Durante rondines los agentes peinaban la zona levantando borrachitos de las banquetas mientras que una anciana sollozaba, aterrorizada, por el robo de sus ahorros guardados bajo el colchón de su cama en un sobre manchado por la humedad, apestoso a naftalina.
Por ese tiempo un personaje extraño se incorporó a las habladurías del pueblo e hizo temblar de pánico a sus habitantes. El "chupacabras", una especie de fiera con garras y colmillos filosos mataba al ganado sin misericordia. Después de succionar las vísceras y huesos, el "chupacabras" dejaba únicamente los pellejos de sus víctimas tendidos en la tierra como único rastro. Al caer el sol, la gente, aterrorizada, se encerraba en sus casas asegurando con picaportes y trancas, puertas y ventanas.
El colmo de las noticias tétricas fue cuando los pescadores anunciaron haber encontrado el cuerpo desnudo de una mujer muerta flotando en una de las mareas del sur, a unos cuantos metros del último muelle.
El forense declaró a la prensa que la mujer se había ahogado y que los moretones en sus piernas correspondían a las marcas ocasionadas por el golpeteo del cuerpo contra las rocas del acantilado donde fue encontrada.
Los pescadores estaban seguros que había sido otra víctima más del "chupacabras", mientras que las mujeres no dejaban de acusar a los soldados de la tropa acuartelada en el muelle.
En uno de esos días de calma aparente, Omar apareció en la casa tratando de hablar con la Mamanina. La buscó como si él fuera un alma en pena que vagara en búsqueda de algo perdido. Estuvo llorando en varias esquinas de la casa, agarrándose de las paredes, desesperado. Después, ya agotado, se sentó a la mesa me pidió, con los ojos vidriosos, que sacara una de las botellas de ron. Sus manos temblaban al momento de girar la tapa y su cara estaba hecha una mueca de dolor.
Después de tres tragos y algunas patadas contra el piso me lo dijo:
"Era la gringa. Era ella, la mujer que encontraron muerta."

III

En un verano agobiante y dinamitado por el sol, uno no espera ver a muchos turistas en el puerto. Las calles están desoladas en mediodía. Las flores parecen sobrevivir gracias a la brisa de los crepúsculos y al remojo de las lluvias repentinas.
Nada ha cambiado demasiado como para creer que el lugar sea diferente: El mismo puerto adormilado con un parque enfrente, un kiosco como ombligo, una iglesia acicalada con una capucha blanca y una campana de cuyo badajo cuelga una soga larga que se arrastra en el suelo como una gran sierpe ondulada. A las seis de la tarde se puede ver a un sacristán calvo y flaco colgarse de la cuerda como un mico para llamar a misa, dong, dong.
Rumbo a la estación de taxis, Gisela me ayudó a cargar algunos de mis libros de autores pasados de moda. Pudimos intercambiar impresiones de las películas de los cines de Cancún tratando de sobrellevar una realidad apabullante y densa. Esa mañana el mar brillaba como un tesoro de gemas chispeantes, y una bandada de loros que salió del manglar nos apagó las voces. De pronto ya no hubo sonidos, sólo la mirada intensa de Gisela y unos labios que le desconocía, que de pronto descubrí en un beso largo, justo cuando me iba. "No te vayas", me dijo. En sus ojos había una chispa débil, de ser desvalido, como el titilar de las estrellas a lo lejos que de repente se desploman al vacío. "No te vayas", me pidió. Y esas tres palabras me cambiaron la vida.
En Puerto el aire está cargado del olor de las marismas, y se puede ver el pecho rosa de las garzas que cruzan su cielo. Más allá se encuentran los cascarones oxidados de unos buques viejos que yacen en un desguace indecoroso. Al Este están las playas rocosas que perfilan al arrecife que circunda estas costas. Al sur, las dunas de arenas interminables. Al centro estoy yo, estamos nosotros y nuestros recuerdos.
Ahora que somos más viejos que los durmientes de ese muelle áspero, sentados en la misma esquina del Café, Omar me ha dicho que Gisela siempre me quiso y que sólo estaba esperando que...los recuerdos terminaran por liberarme.
No pude escribir la novela acerca del amor frustrado de un personaje como Omar. Me fue imposible poner en cien páginas todos los enmiendes que él tuvo que hacer al momento de caer en el despeñadero del amor y verse descalabrado de pies a cabeza. Siempre ha vivido con la gringa metida en el corazón. Nadie se sintió con la obligación de darle los detalles verdaderos de su muerte; mucho menos brindarle algún gesto de consuelo. Si no fuera por esta amistad de los tres...
La muerte de la gringa permaneció como un misterio interpretado de muchas maneras, y el amor de Omar por ella como un secreto que nadie intuyó.
Cuando él abrió la ventana agobiado por el calor del verano, sus manos temblaban. Dijo que era la artritis, pero de sobra supe que esperaba ver un fantasma rubio vagando en bicicleta por las calles del pueblo. "Son más de las siete y no quiere refrescar", dijo en cambio. Sacó una botella de licor de café. De su boca habían desaparecido los dientes de plata. Ahora su sonrisa se veía acrecentada por una placa de líneas perfectas y encías chiclosas. Sonrió con un brillo malévolo: "Viejo soy pero no pendejo. Seguro estoy que la mataron -musitó- pero cuando encuentre al culpable...cuando lo encuentre...". Se tomó un trago grande, completo, y su mirada se perdió de nuevo en la calle buscando algo entre las sombras de los faroles y los haces luminosos con los que el faro acariciaba la superficie del mar.
Me fijé en los pequeños cambios que ha tenido el puerto. El parque había sido remozado. El antiguo quiosco colonial, pequeño como la mano de una niña, fue sustituido por un remedo tosco y sin encanto. Los agentes de tránsito usaban un uniforme más decoroso, y la iglesia tenía un nuevo anuncio pintado con letras góticas anunciando los horarios de las misas.
Por lo demás, el pueblo sigue intacto, con ese aire transparente y oxigenado por cuyas corrientes se pasean los alcatraces. Las calles todavía son terregosas, apenas cubiertas por una delgada capa de asfalto quebradizo. Los perros husmean en las basuras esparcidas en las esquinas; y más allá, donde la vista se libera, está el mar. Las olas escupen en la arena una baba blanca y espumosa, se enciman unas con otras tratando de alcanzar un faro inclinado.
La casa de la Mamanina todavía se mantiene en pie. Las paredes están ahora encaladas y brillan resplandecientes bajo el fulgor del sol. Las vicarias del jardín y las palmeras con hojas abundantes flanquean el camino que da a la entrada. En esta casa, avejentada por los humores del tiempo, se perciben sutilmente los olores de la cocina típica de la abuela, y el agua fresca del pozo circula por un riachuelo artificial donde los pájaros se refrescan a mediodía batiendo sus alas en las corrientes pequeñas y diáfanas. Gisela se ha acostumbrado a convivir ya con los fantasmas, y no le parece mal intercambiar sus recetas de granola por las de adobo y pollo pibil.


EN DIOS CONFIO


Después del huracán de 1966, la población del Puerto parecía navegar como una barcaza abandonada. Sólo el silencio pudo romperse con los rezos apestosos a muerto. Pedazos, residuos, podredumbre, pestilencia, humo de fogatas apenas apagadas por las lluvias, escombros amontonados en las esquinas. Y el sol arremetía de nuevo en un punto de simetría perfecta.
Chela caminó sin prisa hasta cruzar los muros enrejados de la parroquia. La humedad marcaba las paredes con moho. Las maderas de las bancas habían sido tratadas con aceite de linaza y cubiertas con barniz, y a pesar de eso las termitas habían cavado túneles y taladrado las paredes del edificio. En el altar mayor estaba el cristo crucificado, y un montón de santos insertados en los nichos laterales. Un silencio tenebroso llenó la cúpula de la nave central, donde el aleteo de un ave se oía lejano. Ya se sabía en el pueblo los nombres completos de los desaparecidos, y Chela parecía todavía estar escuchando los reclamos agudos de Imelda y las voces incansables de los vecinos. No supo exactamente en qué momento lo recordó y cayó en cuenta. Se llevó los dedos a la boca mientras abría los ojos con azoro. Sorprendida, quiso lanzar un grito de angustia al percatarse que había dejado la llave del gas abierta.
Los aleros de la iglesia albergaron el último aleteo de las palomas del campanario. Se respiraba un silencio aletargado. Cayó una gota tersa y cálida sobre el brazo desnudo de Chela dejando en el eco el sonido metálico, transparente del aleteo exangüe de una paloma. La gota, densa, se esparció y creció un poco, expandiéndose bajo el influjo de su misma inercia. Cristalina, suave, la gota fue transformándose hasta quedar un poco opaca, color vino. La gota creció abarcando el espacio de un pedazo de piel en el brazo de Chela. Ella sintió claramente que fue una gota redonda y tibia cuyos bordes empezaron a asirse con la fuerza de una ventosa. Sus ojos se levantaron y quisieron mirar al cielo, pero se encontraron con el vacío de un techo cóncavo, alto, donde voces pequeñas empezaron a tronar en diminutos ecos. Su mirada se detuvo entonces en algo que se movía aleteando fuerte. Nunca creyó que lo haría. La referencia del arcángel San Miguel la había aprendido de las pequeñas cartitas ilustradas que relatan las historias de los santos: él, encabezando batallas, saliendo airoso en cada contienda. El mismo arcángel, apostado en un nicho custodiando el altar, se hallaba ahora desarmado, con sus manos vacías y sus brazos en posición de combate. Había utilizado su lanza.
Otra gota cayó, más contundente y firme. Había un ave que deliraba, agonizante, con una lanza atravesada en el pecho, su pequeño cuerpo yacía ensartado en uno de los costados de la nave central bajo la mirada y la sonrisa siniestra del arcángel. Esas gotas continuaban cayendo ¡ay, dios que gotas! precisas y gordas, y no eran más que la sangre roja que salía del pecho blanco de una paloma, asesinada en plena iglesia.
Quiso encontrar ayuda para esa ave, pero las pequeñas voces que salían de alguna esquina de ese techo no le dejaron hablar, se tornaban cada vez más imperiosas y claras. Buscó un indicio de cordura. Sus ojos recorrieron los espacios inferiores y allí todo era tan común y cotidiano: nichos enormes acogiendo santos, imágenes estáticas sonriendo penas. El aire se percibía liviano, sin embargo las flores insertadas en el altar empezaban a marchitarse esparciendo en el aire un olor a podrido.
La fetidez y el incienso la agotaron, sintió una pesadez en las sienes y un malestar en las piernas. Quiso creer que se encontraba sola, pero no era cierto porque cuando había platicado con Dios, éste le había prometido que jamás la abandonaría. Dios todopoderoso, sublime, piadoso. Recurrió a él, un Cristo atado a la muerte en una cruz, con una frente bañada en sangre. Sus ojos se dirigieron a él en súplica, pero el Cristo estaba ensimismado, agachado, con la cara en dirección al piso. Frente al altar, los rezos de Chela adquirían una insistencia obsesiva, un clamor intenso. Pareció que la enorme figura estática adquiría un movimiento sutil en la parte inferior de la nuca. Su vista clavada en el suelo se levantó lentamente para mirarla. Sus brazos todavía lánguidos colgando en vilo, parecían querer abrazarla pero no lo hicieron. Sus ojos, cálidos y compasivos, la encontraron y su boca se abrió, plácida, solamente para decirle "eres culpable".
Entonces las voces pequeñas que habían iniciado en eco se hicieron nítidas. Cuando empezaron a hablar los santos en los nichos se confabularon "es cierto, es cierto", decía uno tras otro en una ola de aseveraciones, mientras que las vocecitas pequeñas del techo crecían en ritmos y ahora hablaban con acentos de las tribus mayas, hablaban claro y preciso y ella pudo distinguirlas. Supo que eran Imelda diciendo "no te lo dije, con un carajo, que nos íbamos a morir" y sus vecinos diciéndole con un hilillo derrotado de voz: "atrancamos la puerta, pero no se pudo, se lo juramos por Dios. Pudimos tapar la ventisca pero no la explosión".


LA ROTATIVA

Maggy se quedó con los dolores de parto en el hospital. En la calle, las hojas secas de los laureles revolotean en el aire, y hay un olor alcanforado que me relaja los músculos y me hace olvidar un poco que Maggy debe estar sufriendo, con las piernas abiertas y un "Jesús" en la boca.
Al momento de entrar a los talleres, reviso el reloj de carátula maciza y extensible de oro, me acuerdo de la Chichí, mi abuela. Ella me lo regaló antes de que yo saliera del pueblo:
-Era de tu abuelo-me dijo-.Cuídalo mucho.
Antes de irme, la Chichí me dio la bendición y se despidió con una voz de ultratumba: quebradiza y lejana, como si fuera un adiós definitivo: "que Dios te cuide, chamaco".
La rotativa del periódico donde trabajo es un enorme monstruo que parece despertar cuando empezamos a rascarle las tuercas. Nos movemos entre barriles de tintas y rollos de papel revolución que bien podrían ser los juguetes de Navidad de un gigante caprichoso.
El periódico tiene que salir todos los días; es parte del reglamento y éste se acata con una disciplina militar.
Guardo el pesado reloj en el bolsillo del pantalón cuando el timbre de la rotativa anuncia, con una voz de campana, que va a mover sus entrañas, tin, tan: "cuidado, quita las manos de mis bocas gomosas, cuidado que te puedo comer un dedo o una mano entera", advierte.
El regimiento de trabajadores se enlista. Cada uno nos ponemos en nuestros puestos: empezamos a funcionar como un séquito de hormigas, maniobrando sobre una estructura de cadenas y bandas. Todo gira: hay rodillos de todos los tamaños por donde el papel navega impregnándose de letras y fotos. Minúsculas y mayúsculas pasan rápido, como los días en que Maggy se estuvo quejando de esa barriga a punto de reventar; como los años retozones en Izamal bajo el cuidado de la Chichí, como la impresión de un periódico tras otro, una sección apretando a otra con dobleces, cintillos; con comas que dan espacios en cuyos ámbitos gravitan unas voces que parecen gritar. Titulares: "Inevitable: guerra contra Irak", noticias de mundos lejanos que parecen estar a trastienda; hay colores amarillos y rojos que se funden siempre en la oscuridad de una noche, que viajan de donde el sol hasta las estrellas. Y puntos finales.
Si la Chichí me hubiera visto trabajar aquí...
La rotativa parece un galeón español impulsado por grandes velas empapeladas. Durante el proceso, nos subimos a los mástiles y hacemos ajustes a las inmensas sábanas de papel, balanceándonos como monos sobre unos estribos metálicos.
La máquina, cuando empieza a funcionar, tiene el sonido de una locomotora vieja cuyas estructuras crujen con lastimosa moción, agarrando velocidad de una manera acompasada, después rápido y más rápido, hasta que tanta vuelta hace que el monstruo vomite las secciones impresas: la portada, por ejemplo, contiene una foto del Presidente, y contraportada, otra foto de la mujer del Presidente. La sección de cultura: "el Presidente ha decidido perdonar los impuestos a las revistas, primera plana: "Las grandes ligas se enfrentan esta temporada". Las noticias en sociales: una boda, un aniversario. Revisando los primeros ejemplares, comprobamos que las letras no salgan como patas de araña. De pronto, mis ojos se tropiezan con algo que dice:"Un poeta se suicidó porque sus poemas no fueron publicados. Ahora que murió, aquí está su poemario..." No hay tiempo para leer. La enorme nave ya ha zarpado y necesita que esta cuadrilla de hombres la guíe para evitar que se atasque en un pantano de tintas y colores.
El blandir de las láminas, al momento de cambiarlas en la rotativa, tiene un ruido de guerra. Me hacen pensar en el techo de zinc de la casa que teníamos en Izamal. Cada vez que llovía era como una ráfaga de balas salpicando sobre nuestras cabezas. Me recuerdan también los viajes a Mérida en esa locomotora vieja en que la Chichí se mareaba. Ella sacaba su botellita de alcohol alcanforado, se lo frotaba en la cara y alrededor del cuello para superar las náuseas, mientras su cara se volvía cada vez más pálida en cada bamboleo del vagón.
En esta sala, los trabajadores tenemos los rostros perlados con sudor, y absorbemos por las narices y la boca, el tufo de los químicos; nuestros cuerpos se desplazan de un lugar a otro apretando tuercas, maniobrando, un poco deprisa y con desdén, las secciones del matutino.
Son casi las tres de la mañana y estamos frente a un ventanal todavía oscurecido por la noche, en cuya superficie sólo podemos ver el reflejo de nuestros cuerpos iluminados por unos reflectores de luz blanca. Esperamos que empiece a aclarar un poco, que el proceso acabe, que los periódicos estén listos. Entonces puedo relajar los músculos, recordar el olor alcanforado de la botellita de la Chichí, y caminar por las calles de la ciudad para humanizarme un poco.
En la parada fumo el último cigarro de una cajetilla recién comprada. Verifico la hora en el reloj con un ligero temblor y asumo que estoy nervioso. Pienso que Maggy estará tendida en la cama de ese hospital sujetando, con el resto de sus fuerzas, un cuerpo diminuto y chillón. Me hubiera gustado ver la foto de mi bebé en la portada de hoy. La hilaridad me embriaga un poco al momento de llegar a la sala de espera y saber que los dos están bien.
Traigo un ejemplar del periódico doblado bajo el brazo. Pensé en leerlo mientras esperaba el camión y saber cómo el poeta se atrevió a matarse, sin antes pensar en escribir sus poemas en graffito sobre todos los muros de la ciudad. Con seguridad no se le ocurrió que esto podría haber sido la solución de su dilema. No tuve tiempo de adentrarme en el drama porque mi cabeza estuvo absorta contemplando una sonrisita ondulada y unos cachetes inflados con vida.
Cuento con discreción el dinero que he canjeado por el reloj del abuelo. Seguro que a la Chichí no le hubiera importado el que yo utilice esta lana para pagar la cuenta del hospital.
Los rodillos de la rotativa esperan una siguiente jornada nocturna. Nuevas tintas, placas, noticias; un nuevo despliegue de papel impreso. Todo pasa, igual que las horas que solía verificar en el reloj empeñado.
Nunca comprenderé por qué el poeta no pensó en el graffito antes de suicidarse.


HISTORIA DE UNA REVUELTA


Perdida entre un riscal polvoriento y apestoso a estiércol la población del Naranjo se vio envuelta en un acontecimiento sangriento, el 11 de diciembre de l984. El sol no llegaba al cenit cuando ya dos cuerpos habían caído sin aliento en plena plaza central.
Más de doscientos trabajadores de las minas se sublevaron. El amotinamiento causó violencia y las autoridades decidieron proceder con el arresto de quienes lograron capturar.
Inesperadamente llegó el ejército y el comandante que patrullaba la zona abrió fuego allí mismo, en plena calle, y mató a la mayoría de los trabajadores y sus familias. Algunos de los manifestantes lograron escapar por los atajos ásperos de la sierra y nunca más se volvió a saber nada de ellos.
A la cárcel fueron a parar sólo dos mineros, los únicos sobrevivientes, y nunca se les procesó debidamente pues la fiscalía falló en encontrar pruebas con las que intentaba culparlos de la matanza que ennegreció ese día.

Ramiro Lucio Saldívar López, el capataz de las minas, era un hombre de buena familia, de esas enaltecidas gracias al dinero y la posición social. Tenía modales finos y una voz clara y enérgica. La mañana que salió de su casa, había desayunado un huevo tibio y hecho gárgaras con bicarbonato. Se contempló los dedos y tuvo un leve recuerdo de las manos de su padre, los mismos huesos, la misma piel. Don Ramiro, su padre, le había enseñado a mandar, a no dejarse llevar por los estragos de los sentimentalismos. Sin embargo, en esos días lo embargaba una felicidad discreta. Con un peine de platino se alisó un bigote pequeño y cuadrado, a la usanza de Hitler. Fantaseó con unos melones frescos partidos a la mitad, con los pechos de Enriqueta y la comida preparada por esas manos que parecían tocar todo con esmero y delicadeza. Enriqueta lo esperaría a la entrada de la iglesia dispuesta a compartir con él cada momento de su vida y a prodigarle lo que bien había aprendido como una señorita de clase y hogar.

Ya rumbo a la mina, Saldívar López caminó con zancada ancha, aplastando la tierra floja con el filo del talón de sus botines. Había estado ahorrando cada peso con un celo meticuloso para llegar al matrimonio como un hombre de bien. Sus rutinas de trabajo eran largas. Trataba que los trabajadores estuvieran contentos a pesar de los salarios miserables que recibían y las condiciones insalubres de las minas. Sí, -se decía- su padre hubiera estado orgulloso de él, ahora que estaba por convertirse en un hombre de familia. Pensó en una boda con la que todo el pueblo se deslumbrara, en un evento tan fastuoso que de sólo recordarlo Enriqueta se enamoraría otra vez de él, aún en los momentos más ríspidos del matrimonio. Sus pasos lo acercaron a la plaza central. Verificó que la hora en su reloj fuera la misma que marcaban las manecillas gigantescas adheridas a la torre del Palacio Municipal. Nunca se imaginó que al pasar por el centro la turba lo interceptaría para pedirle cuentas.

Los trabajadores llegaron en grupos dispersos, portando banderolas rojas y gritando consignas. Los vendedores de helados y chicles empezaron a alejarse lentamente de la periferia, como animales cuyo instinto les anuncia el peligro.
Poco a poco, los obreros se fueron congregando y formando en un solo cuerpo que luchaba, desesperado, por ser oído. El viento se tiñó de un rojo resplandeciente cuando cientos de banderas ondearon bajo un cielo que todavía era azul y límpido. Si no fuera por la seriedad de sus demandas y por sus rostros contraídos, se hubiera creído que la muchedumbre estaba organizando un gran festejo. Acompañando a sus hombres, las mujeres de los trabajadores también se presentaron cubriéndose la cara con máscaras que simulaban calaveras.
Marcial Sosa Jiménez, el líder de los trabajadores era un hombre delgado y fibroso. Había hablado con el Presidente Municipal varias veces sobre la creciente inconformidad de los mineros, "ya no podemos más", vociferaba constantemente refiriéndose a la pobreza, mientras que sus compañeros lo secundaban viéndolo con fervor y esperanza, "¡arriba el compañero Marcial", gritaban.
Cuántas veces Marcial había hablado a puerta cerrada con Saldívar López planteándole la situación en las minas, y al terminar de exponer sus reclamos recibía solamente un par de palmaditas en el hombro y la promesa de que las cosas estarían mejor, "no se preocupe, amigo Marcial...entiendo la situación amigo Marcial...hay que esperar un poquito", pero en realidad las cosas continuaban igual.


La frustración cimentada en la miseria había hecho crecer la tensión como una bola de nieve que se precipitaba desde una cumbre incrementándose en tamaño. Era una manifestación general, que llenó de un miedo indescifrable al presidente municipal, quien desde un segundo piso oyó el clamor de la muchedumbre enardecida. El hombre era bajo y usaba unos lentes bifocales por donde sus ojos se veían más grandes y atónitos que nunca. Sus manos empezaron a temblar desparramando órdenes desde un sillón cuyos ensambles de madera tronaban descuajándose. Nervioso, caminó alrededor de su escritorio. No dejaba de tomar café y, sin poder dormir en varias noches debido al problema de las minas, se planteó que era inevitable fumar el último cigarro de la cajetilla que había comprado el día anterior.
En un momento convulsionado por el ruido estridente de la calle, por el cansancio acumulado y el apremio por tomar una decisión, el munícipe marcó un número de teléfono y pidió al comandante del ejército de la zona que mandara refuerzos.

El reloj insertado en la torre del Palacio no daba siquiera las once cuando los soldados ya se habían apertrechado sobre los tejados y detrás de los muros solitarios que circundaban la plaza.
El diminuto kiosco se llenó de brazos y piernas. Los jóvenes ociosos que merodeaban por allí, contagiados por el ahínco, se unieron a la protesta colgándose de los barandales y cornisas como monos.
Metido en la penumbra de su oficina, el munícipe se dispuso a mirar hacia afuera agachado, desde un ángulo escondido tras la ventana.
Frente al grupo, Marcial con el rostro enfurecido en dirección al Palacio, no dejaba de gritar lanzando un puño cerrado al aire. No terminó de proferir las últimas demandas cuando las venas le explotaron como un racimo de uvas con el primer tiro que le atravesó el cuello. Al momento en que su cuerpo cayó, dejó una estela de polvo en medio de la calle. Hubo un silencio absoluto. Fue como si en pleno festejo la música se hubiera apagado. Un ambiente de sorpresa y perplejidad paralizó a los manifestantes. Muchos ojos se abrieron con el terror reflejado en las pupilas, y las manos callosas de algunas mujeres se llevaron a la boca la punta de un sarape para detener un alarido de espanto. La muchedumbre empezó a desgajarse, a caminar cada quien por su lado. Saldívar López se vio de pronto en medio de la multitud obrera que lo miraba con odio, y frente a un batallón militar que lo desconocía. Se sintió sumido en un silencio apabullante, en el que un segundo se convertía en siglos. El miedo lo paralizó y reaccionó de pronto para pedir ayuda. Cientos de ojos le miraban y le cobraban cuentas. Quiso acudir a la clemencia pero se vio más solo que nunca. Sin que nadie lo advirtiera, empezó a correr con los brazos en alto hacia el Palacio. No había pisado la primera grada de la escalera asfaltada cuando una combinación de metralla le sacó el alma por la espalda.
Así fueron los hechos ese miércoles 11 de diciembre, mismos que nunca fueron asentados con la fidelidad que se requiere en estos casos.
Por eso los reclusos de la revuelta del Naranjo siguen en prisión, acusados de un crimen no esclarecido. Por eso el munícipe continúa sin dormir sorbiendo café a toda hora y fumando un cigarro tras otro, con los ojos de ostión tras los bifocales.
La única que arremetió contra los resultados de la revuelta fue Enriqueta, quien nunca le ha perdonado al gobierno que le haya quitado al marido. Un día, que jamás se ha registrado en ninguna crónica de familia, Enriqueta salió de su casa enlutada. Tomó el primer autobús rumbo a la Capital y, junto con un grupo denso de mujeres rabiosas, se puso a gritar consignas y a portar pancartas frente a la oficina del Presidente. Un sólo coro con voces chillonas tronaba: "gobierno, homicida, regrésame la vida". Enriqueta imitó a las demás mujeres. Levantó el puño derecho al aire mugroso de la Capital, sin dejar de mirar con un terror mudo los techos de los edificios y los muros que circundan el Zócalo.

ENRIQUETA Y EL GENERAL

La mujer de al lado se llama Enriqueta Martínez López. Es la hija más joven del general Cástulo Martínez de la Fuente, quien peleó con las huestes de Álvaro Obregón en 1915 derrotando a Francisco Villa en Celaya. Todos en este vecindario respetan a Enriqueta porque se sabe que pertenece a una familia notable. Su casa está ubicada en una de las esquinas donde el busto del general escupe destellos negros en un mediodía llameante, y al pasar por allí, la gente le rinde homenaje con una inclinación leve de cabeza, y de vez en cuando alguien le pone una flor sobre la pequeña loza de mármol donde está asentada la figura de bronce.
Este es uno de los barrios más antiguos de la ciudad, escondido en una madeja de hilos viales. Las casas tienen algunos muros carcomidos por el tiempo. Se puede percibir el perfume de los jazmines en los patios bien cuidados, la candidez plácida que tienen sus pérgolas y el agua borbotando de sus fuentes.
La mansedumbre de las fachadas contrasta con la gran agitación que experimenta Enriqueta dentro de su casa. Se pasa las noches sin dormir porque tiene miedo a quedarse muerta en el sueño. Pero el temor que la atormenta no es el de morir precisamente, sino la morbidez que tendría que experimentar una vez que ha dejado de respirar, la descomposición blanda de su cuerpo, el palpar una soledad absoluta, sin tiempo, dentro de unas paredes mudas; el ser incapaz de proferir ningún nombre, ni de exigir la presencia de ningún criado, ni mirar a través de la ventana para llamar la atención del primero que pase y voltee a venerar a su padre. Por eso ella no duerme.
Enriqueta se levanta por las mañanas aunque, en realidad, ha estado de pie toda la noche, y pasea por los rincones de la casa. Va a la cocina y se sirve leche en un vaso pero el lácteo se cuaja en un abrir y cerrar de ojos y ella decide dejarla en el piso para que el gato se la tome.
Pretende regresar a su cuarto con la determinación de dormir. Sí. Esta vez sí dormirá, y para ello tiene que pasar por el corredor, un largo galerón cuyos muros están cubiertos con fotografías en sepia: sus padres al momento de casarse, su madre cargándola en brazos, ella misma con un sombrerito almidonado sobre la cabeza, sentada en las piernas del general; y la foto donde está cumpliendo quince años, con los cachetes inflados al momento de apagar las velitas insertadas en un pastel.
Sus pasos son frágiles. Camina a lo largo de corredor prendiendo y apagando focos. Se levanta el camisón porque no quiere tropezarse y caer de bruces sobre la escalera cuando sube al segundo piso. Escucha que el gato ha llegado maullando, atraído por el olor cuajado de la leche. El silencio es tal que se escuchan las pisadas del felino. Carece de unos ojos para ver pero su cuerpo se desliza con pulcritud y precisión, y parece aprobar, en la oscuridad, el ambiente de polvo y telarañas que cubren las esquinas. Enriqueta recuerda cuando escuchó el último maullido de un gato. Fue hace ya mucho tiempo, cuando su padre en un acto senil, pensó que el animal era el enemigo en trinchera. Con sus pasos de calaca viva, el viejo fue por el revólver que guardaba en un cajón agrietado y al regresar a donde estaba el gato le apuntó con una azarosa puntería, echó un alarido de guerra: "¡Viva Obregón!" y con un cañonazo de revólver, le destrozó la cabeza al felino. El viejo quedó temblando con una exultación triunfal, y no se movía por más que los criados le empujaban hacia su habitación, hasta que Enriqueta llegó, y con una voz que no admitía réplica, le dijo: "ya está mi general, ahora váyase a rendir cuentas".
Casi al terminar el pasillo, la foto más cautivadora es la de una mujer de piel blanca y boca chiquita, con un cierto parecido a Enriqueta pero con más sencillez en su porte. Trae un vestido de manga larga, de seda amarillenta y grisácea que remata en unos encajes en el cuello. Su pecho está abotonado escrupulosamente, y el cabello recogido en un molote. Esa es doña Enedina López de Martínez, su madre. Enriqueta recuerda haber escuchado su voz tan nítida como el sonar de las campanas de la iglesia, o como el chapoteo del agua cayendo en chorros de la fuente. Conforme Enedina López fue envejeciendo su hablar se tornó quebradizo y chillón. La última vez que Enriqueta la escuchó fue sólo para oírle suplicar: "vete de esta casa, mi niña, no te sacrifiques..." Sus ojos son lo único que brilla en la foto de papel mate, y sus manos unidas conservan la fina dignidad sumisa que siempre la acompañó.
Fueron sueños los que le hicieron volver a una realidad fragmentada en cristales invisibles. Era verdad o se lo imaginaba, que estaba todavía en esa casa después de haber pasado tanto tiempo, sin dormir...
Los entornos parecen inmutables: la ventana enrejada, el zaguán oxidado, el arco que da a la puerta principal y el pequeño caminito donde los pies comunes truenan sobre la grava hasta llegar a donde se encuentra la figura del general Martínez, un hombre respetado en público pero temido en la oscuridad de una alcoba; y, en su soledad senil, objeto de una burla discreta, íntima, dentro del hogar.
Al subir la escalera y tras revisar los rostros de la familia, Enriqueta regresa a su habitación donde tratará una vez más de acomodar las almohadas para dormir. La luz del amanecer rebota en los cristales de la ventana. Ha decidido que un poco más de tiempo frente al ventanal no le hará mal, puesto que pronto empezará el desfile de gente que le rendirá homenaje a su padre.
El gato ha terminado de tomar la leche en la cocina y sale rozando su cuerpo entre los marcos de la puerta que da al jardín.
Empieza la bullaranga en la calle; son muchos rostros distintos -empero- tienen algo en común: caminan deprisa y voltean todos a mirar la figura del general. Conocen su historia. Lo conocen a él como un hombre público, un héroe. Su familia quedó en el olvido. Sólo Enriqueta parece existir, a veces, cuando se le ve frente a la ventana vestida con un camisón de dormir, tratando de no morirse, haciendo que el tiempo le alcance para posarse frente al cristal. No da entrevistas ni habla con nadie. Sólo los criados pueden verla. La última vez que ellos abrieron la puerta de su habitación la encontraron muerta con los ojos abiertos, mirando al general a través de la ventana.
La casa fue metiéndose en el sopor de muchos días que parecieron siglos, insertada en una sección de la ciudad que se convirtió en el centro. La maleza invadió los jardines. Las raíces de la hiedra y las higuerillas rompieron los cimientos de los muros que dan hacia la cocina. El pasamanos de la escalera se resquebrajó por la aridez del aire encerrado. Afuera, en medio de un bullicio de ciudad en crecimiento, las palomas en pleno vuelo cagan sobre la cabeza del general.
La mujer de al lado, Enriqueta, sigue allí, frente a la ventana. Desde aquí se ve un encender y apagar de luces. Algunas noches, por más que el silencio aplaque cualquier ruido, es posible escuchar sus pasos recorriendo los pasillos, y el maullido de un gato sin cabeza buscado leche.



MUNDOS CORPORALES

Cariño, he llegado con bien a Berlín. La ciudad es tal cual como está en las fotografías que coleccioné todo este tiempo en México. Sus calles son anchas y bien alineadas, y existe una magia inexplicable en ese ensamblaje de mundos diferentes que se dejan ver en un mismo escenario: la vieja Europa y sus guerras inútiles; y la modernidad con sus rascacielos. En una tarde de verano una puede encontrarse con una muchedumbre medio desnuda, tomando el sol, disfrutando un concierto en vivo de música tecno en un jardín del centro de la ciudad.
Muchos de los palacios antiguos del Canal Spree se han convertido en museos y en salas de conciertos. En una de las esquinas un bar ostenta sus paredes rojas. Esta es una tarde lluviosa, la gente camina metida en sus gabardinas, como en las películas de Dick Tracy. Qué lástima que no estés aquí, nos hubiéramos divertido mucho. No temas, no tomaré una gota; sé que te preocupas por mi salud, por eso he venido; por una parte, porque quizás sea este el último viaje que realice, y también porque no he podido soportar el ambiente desolador que mi madre ha creado desde que se enteró de mi enfermedad.
Me encontré con Gunther y eso fue una verdadera casualidad. A propósito, no te lo imaginarías ahora, le ha salido una pancita y sigue usando los mismos pantalones de mezclilla, amarrados con un cinto de cuero bruto. Mira que coincidir en el mismo lugar después de tanto tiempo...Me preguntó por ti y le dije que estás muy ocupado: "lo ascendieron de puesto pero sigue un poco estresado teniendo que pagar las letras tan caras de su status nuevo". Le mencioné a Gunther que irás con él a pasear por algunos pueblos cuando vaya el próximo año a montar su exhibición en México.
Me costó trabajo localizar las calles del centro de la ciudad en un mapa viejo cuyas letras son tan pequeñas como una hormiga, pero afortunadamente nuestro amigo me ha ayudado desde el primer día que nos encontramos, y se lo agradezco mucho porque no sabes lo ocupado que está, ahora que se ha vuelto famoso con su invento. Imagínate que tiene una colección de cadáveres cuyos líquidos sustituyó por una sustancia plástica que evita la degradación orgánica, y se la pasa viajando con ellos por todas partes del mundo, exhibiéndolos, dando entrevistas para periódicos y revistas.
Gunther está loco, ya lo sé, eso de preservar cuerpos, a cualquiera le pondría la piel chinita, sin embargo el placer con el que hace su trabajo infunde un gran respeto.
Me dejé convencer y compartimos una cerveza en uno de los bares del boulevard Ku'damm. El lugar tiene paredes rojas y una banderita atada a una de las esquinas del tejado. Tan pronto como empezamos a hablar frente a las burbujas de una inmensa cerveza de barril, a mí me dejó de importar el frío de allá afuera. A él se le blanquearon los bigotes y su sonrisa me hizo acordarme de ti, de cuando me hacías pensar en lo valioso de las palabras mientras éstas salieran de mi boca, de cuando caminábamos agarrados de la mano sobre uno de los puentes del periférico sin importar otra cosa más que la emoción de sentir la cercanía de nuestros cuerpos y, de pronto, el deslice furtivo de una mano...experiencias lejanas de un mundo que ya no existe.
A Gunther lo que más le importa es que le escuchen, por eso trato de mirarlo, más bien de contemplarlo. Tiene esa forma de hablar de un adolescente impetuoso: mueve constantemente las manos, habla de los cuerpos con una viveza alegre y una chispa de asombro en sus ojos; afirma que hay una belleza en ellos y que por eso merecen ser preservados. "No puedes dejar de contemplar un cuello que parece el de un ave que se estira como queriendo alcanzar un cielo sin lograrlo nunca, -dice él- dos hombros redondos que se continúan en brazos y caen como cascadas a lo largo de los costados; y unas mejillas cuya transparencia hacen preguntarse si habrán probado la humedad de los besos". Sus manos revolotearon en el aire, y de pronto se metió un pedazo de salchicha en la boca e hizo esfuerzos para no atragantarse. Y yo sólo asentía con la cabeza de vez en cuando para que él se asegurara que lo estaba escuchando, sin darle a entender que lo que más me llama la atención son sus ojos transparentes donde no se ve otra cosa más que el complejo enramado de su alma.
Comparado con el Zócalo, el centro de Berlín es frío y gris, pero me llenan el hecho de estar aquí y la compañía de Gunther.

He decidido prolongar mi estancia. Quiero evitar todo ese alarido que mi madre seguramente orquestaría en un funeral. Acuérdate de cuando murió la tía Queta y que le pagó a unas señoras para que estuvieran llorando, expreso, durante la noche, y de toda esa parafernalia de las flores y los arreglos con la funeraria, el ir y venir; el disponer que las sábanas de las habitaciones de huéspedes estuvieran limpias porque iban a llegar los parientes lejanos, y todas esas cosas que me hicieron sentir una doble lástima por la tía Queta, acuérdate...


Ayer en la tarde llovió un poco y estuve en el departamento de Gunther. Tiene un estudio lleno de libros apilados junto a las paredes, y un refrigerador de esos viejos, abastecido con cervezas, salchichas y pan de centeno. ¿Te acuerdas cuando él estudiaba en la ciudad de México su curso de escultura, y que mientras nosotros nos besábamos incansablemente sobre el sofá viejo del departamento de la Colonia Roma, él hablaba de Da Vinci con una vehemencia que nos parecía exagerada? Los libros del maestro están por todos lados. A mi lo único que me preocupa es que nuestro amigo se esté volviendo un fanático. Unas pequeñas litografías y copias de esculturas famosas circundaban el lugar donde estuvimos sentados. También tiene dibujos de cuerpos en diferentes posiciones.
Gunther dejó lo que estaba haciendo para tomarse una cerveza conmigo. Me contó del frío y el hambre que sufrió cuando era niño. Nunca conoció a su padre, y su madre jamás le quiso hablar de él. Tal vez por eso era tan taciturno ¿te acuerdas? Una vez, se armó de valor, carraspeó para acomodar la voz y me dijo que sentía algo más que un gran respeto por mí. La conversación cambió de giro cuando él se dio cuenta que yo no estaba interesada. Nunca te lo podrías imaginar cuando lo ves ahora tan seguro de sí mismo y de su trabajo. Es de comprenderse que él vea algo en esos cuerpos que no alcanzamos a ver los demás: la laxitud de una mano carente de ambiciones, la perfección de unos pies que caminaron sin rumbo fijo, y ese enigma inasible de unos ojos que miraron hasta que decidieron cerrarse.
A Gunther le importa un bledo que la gente lo critique, y muestra estos cuerpos sin corbatas ni zapatos. Cuando los reporteros se acercan a entrevistarlo aclara con el dejo arrogante que tienen los de su tipo: no soy artista, -dice- soy anatomista, un científico.
Gunther se hace una bola chiquita en un sillón cuando le platico de mi enfermedad, de cuando me vine de joven a viajar por Europa con una mochila en la espalda; de mis planes de tener hijos, que quedarán pendientes; de ti y de mí, de nuestra relación que se sostiene sólo para cubrir las apariencias; de mi cansancio; de esta vida, la mía, sin un propósito definido. Y él se conmueve al escucharlo. Yo lloro pero no de tristeza, sino por la generosidad en que se envuelve el momento. De golpe, él se desplaza y lame una de mis lágrimas; me dice que éstas son tan saladas que podrían darle sabor a una sopa rancia. Me hace reír y musito simplemente: "Pinche Gunther".

Querido Paco, perdona que no te haya escrito antes pero es que los cafés Internet son difíciles de encontrar en Berlín, y el invierno viene con un frío que transpira lluvia. Apenas una sale a la calle, se le congelan los dedos.
Cómo pasa el tiempo. Unos días más y ya entraremos al dos mil cuatro. Le pedí a Gunther que se comunique contigo cuando yo ya no pueda hacerlo. Le tendrás que perdonar su español, torcido y arrastrado, con el que te informará que llegaré a México con él.
Te escribo desde el hospital. Me han internado de urgencia y no sé si, esta vez, podré salir viva. Pero pienso continuar viajando por el mundo para completar algo que dejé inconcluso cuando era joven. Esta vez lo haré desnuda y con la certidumbre de ser enteramente comprendida. No te preocupes. Gunther me tratará bien, ya lo hemos hablado.
Si mi madre pregunta por mí otra vez, dile que me fui con Gunther. Díselo así, con despecho: se fué por allí de loca, se fué con ese Gunther.

AL SALIR DEL CONCIERTO

Las butacas guardan todavía la suavidad de su felpa, y en el suelo prevalece el resplandor rojizo de la alfombra. Hay un olor a loción de hombre, como de sándalo, y un racimo de cabezas alineadas frente al escenario. Ningún asiento ha quedado vacío. Ana se siente sola entre la multitud, rodeada de la solemnidad de un silencio torpe. La laxitud de su cuerpo le hace palpar cada rincón de este espacio. Al mismo tiempo se percibe un chirrido de violines, y la voz ronca de un oboe desde atrás del telón. El programa, un papel acartonado con bordes dorados, se somete a la premura de sus dedos. Dobla el cartón, lo enrolla en algo que parece un churro y juega con las esquinas que salen en pico de la espiral. Nada como el clavicordio de Bach, piensa con agrado, mientras la orquesta interpreta las piezas con una exactitud germana. Hay una calma en el aire que se rompe de golpe cuando el telón sube. Es la misma tensión que Ana recuerda cuando vio a Roberto por primera vez. Roberto, quien llamó la atención del público cuando aplaudió como un loco en una pausa de música y luego tosió nervioso tan pronto se dio cuenta de que el error había congelado el ambiente. Era un hombre de pelo largo y patilla corta. Aunque era imposible verlo de cuerpo entero, de lejos su cabeza parecía más definida que las otras, densa, atada a unos bucles oscuros que le cubrían la espalda. Hacía ya más de diez años y todavía lo recordaba como si fuera ayer...un flash back en su memoria, como cuando se ve la misma película dos veces y se repasa las escenas más escabrosas y difíciles con el control de la video en mano.

En las calles, parecía que la gente no había ido a dormir a sus casas desde el día anterior; el tráfico no cesaba. La prisa de la gente en las aceras evidenciaban un ajetreo interminable: desayunos rápidos, cafés sorbidos en el camino, agendas asaltadas en un cambio de luces, el celular irremediablemente conectado al encendedor del carro, citas breves para comer y hablar de negocios; casos inconclusos, perdidos, habrá que seguir con otros, el café se enfrió. Linda debió haber sacado el contrato de la computadora, se lo recordaré. Gracias a Dios, el día ha terminado.
Es de noche y Ana regresa tarde a casa. Sus dos amantes: Blacky, un perro castrado que nunca ha dado signos de madurez, siempre jugando con un hueso falso y destrozando las plantas del vecino; y Roberto, su querido Roberto.
Blacky la recibe con un lengüetazo en la rodilla. El perro tiene un ladrido que parece risa y sus patas inquietas la encierran en círculos. Roberto ha prendido todas luces de la casa y así, todo iluminado, los espacios parecen más grandes. Todo se vuelve un perfecto desorden cuando Roberto se queda con Blacky: la escoba tirada a medio pasillo, botellas de cerveza vacías, amontonadas en el fregadero y el martillo poniendo una trampa en el camino. Al momento de entrar, Ana espera cualquier sorpresa: un animal disecado a la entrada de la cocina, un nopal sembrado entre el fregadero y el refrigerador, a un lado de la ventana; o una rata muerta atrapada por Blacky y que Roberto cuelga como trofeo en una de las paredes de la casa. Tanto Roberto como el perro le hacen olvidar los casos difíciles del despacho, los clientes insistentes, los juzgados aburridos, las gestiones rutinarias, lo estricto del orden. Al llegar a casa, Ana rejuvenece un poco.
Ese día, el clóset del cuarto estaba desordenado. La lengua de un calcetín salía de una de las esquinas de un cajón a medio cerrar. El olor que se desprendía del semen de Roberto todavía estaba allí, sobre el lado de la cama donde había estado acostado. Una libélula entró por la ventana. La sopa de fideos empezaba a bullir en la cocina a fuego lento. Todo se vio en cámara lenta: la libélula mostrando sus alas reverberantes, las burbujas del hervor de la sopa, una agitación húmeda sobre los labios de la vagina y la sombra de Roberto sobre las sábanas. La libélula alineando su vuelo al ras del techo de la recámara, sus manos tocando un seno, yéndose con los dedos hacia el pezón, suave, tibio que se erguía duro como un pequeño pene. En un escenario del pensamiento había una fantasía erótica para un buen orgasmo, un despegue hacia el firmamento para luego quedarse medio dormida, rendida sobre la cama con las manos descansando sobre los pechos, percatándose discretamente, de manera lejana, de unos bultos...
El consultorio médico era pequeño y bien iluminado. Parecía aislar los ruidos de la calle de tal manera que la voz del médico se hacía nítida, incuestionable.
-Es cáncer lo que tiene su esposa -dijo el doctor, de la misma manera que si estuviera revisando el carburador de un coche y diagnosticara una filtración leve.
-Habrá que hacer más pruebas -añadió-. Si todos los exámenes resultan positivos, lo mejor sería empezar el tratamiento lo antes posible.
"Busquemos otra opinión, mi vida", propuso Roberto cuando Ana tuvo una crisis de angustia. Se abrazaron columpiándose, tratando de protegerse. Estuvieron toda esa tarde en la casa. Ella cocinó ejotitos tiernos: un hervor breve, un poco de consomé en polvo con cebolla frita y chile verde. Cocción lenta, y listo. El olor cálido del guiso inundó las esquinas. Revisó algunos de los documentos de su oficina que estaban desparramados sobre la mesa de la estancia. Fotografías enmarcadas pendiendo sobre la pared, los mantelitos sobre los esquineros, los candelabros de plata y todos los diplomas: grandes y pequeños, con bordes dorados, con listones y birretes, testimonios de los cursos de Ana durante su carrera.
Encaramada sobre una silla Ana enderezó una de las fotografías sobre la pared: la de su boda; el Padre Siprián dándoles la bendición en plena misa. Roberto contempló a su mujer un buen rato y tuvo un deseo imperioso de abrazarla. La agarró fuerte sintiendo que su espíritu se quebraba como un árbol seco: "no es nada, mi vida, vas a estar bien" dijo él, con una voz aplastada. "Vas ponerte bien, ya verás", le repitió más para convencerse a sí mismo. La foto cayó al piso y la cara del cura enmarcó una mueca. Roberto creyó estar viendo una transformación espasmódica en esa cara de altar y flores. El hábito negro del padre se convirtió en una bata blanca, sus ojos, esos ojos, los del doctor, burlones, redondos, como los de un ave, miraron a Roberto y le dijeron a quemarropa: "ya lo ves, pendejo te dije que tu mujer tiene cáncer".
Fue la última vez que la abrazó. Durante los siguientes meses el infierno lo persiguió. Estuvo escondiéndose en un mundo subterráneo donde no podía ver la luz; solamente calles sin fin y basura amontonada; se encontró con ánimas que deambulaban igual que él: sin ningún propósito, encendiendo y apagando cigarros en el mismo acto, acomodándose el cuello de la chaqueta por costumbre, sacando apenas algunos dedos de los puños, listo para hacer la señal a un autobús que nunca pasaría. Así estuvo todo el tiempo: mojándose en la lluvia sucia de las calles, con un alma sin aliento y la cabeza hecha marañas.
Roberto vino a verme esta tarde. Me trajo flores y yo apenas pude agradecérselo con mi voz diminuta, machacada por la enfermedad. El cansancio se le ha metido en los ojos, lo puedo notar; pobre Roberto. Sus manos son cálidas. Qué irónico, recuerdo cuando las despreciaba, retirándolas de mi cuerpo en las noches que no quería sexo. Ahora las atesoro con devoción. Pero sólo es un momento breve.
-Tengo que irme -me dice al oído. Me mira con pena: una mirada insoportable, una lástima insultante donde no hay más que dos ojos diciendo adiós. Libero sus manos de las mías y su silueta parece ocultarse en una mancha negra, en una visión cada vez más borrosa. Solamente veo su espalda que se aleja. Escucho que la puerta se cierra y regreso a la soledad interminable de una habitación de hospital, a caer en las profundidades de este sopor, ah...verificando con el tacto de mis dedos, de vez en cuando, los latidos de un corazón desahuciado.
La única ventana del cuarto da a un jardín con un pasto plano, raso y un pino chaparro. Mi madre me lo describe cuando viene a verme. Ella es quien se esmera en traerme todos mis cepillos y cremas de noche, cosas inútiles ahora. Trata de darme a entender que las cosas no han cambiado peinándome los tres mechones de pelo que me quedan. Habla y habla. Cómo habla mi madre. Me platica del último capítulo de su novela, de su comadre a quien ya se le casó el último hijo, pero yo apenas escucho y vuelvo a caer en el hoyo negro de la inconciencia, de donde salgo momentos después, horrorizada, con los ojos saltones, espantados cuando percibo el alarido desgarrado de un ánima en pena, de un grito de mujer como quemándose en una hoguera, retorciéndose adolorida. Es mi madre llenando los espacios del pasillo: "¡Ay, qué desgracia, Dios mío!".
Hugo, mi vecino, me ha traído noticias de Blacky. Me dice que me extraña, que ladra mucho por las noches avisando que de nuevo estoy retrasada. Hugo me saluda con una sonrisa que no le conocía antes. Creo que nos ha perdonado a Blacky y a mí. Ya no le importa que los trabajadores del municipio recojan la basura del frente de mi casa y, después de vaciarla con el camión en plena marcha, arrojen el tambo vacío en su banqueta. Allí los remanentes devienen en una mancha verdusca con una aureola negra de moscas que matan la nariz de quien traspase la entrada.
Hugo y yo nos hemos despreciado varias veces, o tomado en cuenta con la maledicencia discreta de los vecinos. Pero ahora mi tortura física es un acto en el que los dos nos congraciamos y nos sentimos únicos. Le he pedido que cuide a mi Blacky, que no lo deje ladrar tan solo...
Este dolor, ¡ah! Qué penetrante y agudo, interminable, como treinta locomotoras pasándome por encima. Mi mano busca detectar el sonido del corazón. Me toco, palpo primero con curiosidad y después con avidez, como cuando se me ha perdido algo dentro de un cajón: busco con los dedos temblorosos, desesperados, y caigo en una oquedad en donde no hay más que el recuerdo de haber tenido allí uno de mis senos. Envidio a Linda. A ella la vida le acaricia los senos por las mañanas. Me la imagino sosteniéndose los dos frutos abultados dentro de un sostén, atrayendo las miradas de cualquier persona al momento de agacharse a juntar algún documento que se le ha caído al suelo por accidente. Ayer me dijo que los clientes se han retirado y que ya no tiene mucho qué hacer en la oficina. Su voz adquirió un tono siniestro cuando me dijo: "estoy buscando trabajo en otras partes". Entonces nos vimos a los ojos y entendí que la distancia entre las dos sería mayor ahora. En apenas unas semanas las dos nos vimos como si perteneciéramos a dos países diferentes, mundos distantes, realidades ajenas. ¿Envidia? Sí, mucha. Y también el deseo de que le vaya bien.
Escucho el chirrido de los instrumentos, más exámenes: "está usted mejor", dice un médico. Una nueva cara y luego otra. Creo que son muchos los rostros, se me confunden y no sé si pertenecen a enfermeras o doctores -qué importa-. Lo mismo me pasa con los tiempos: vivo en un presente permanente, sin pasados ni futuros. Percibo unas lagunas negras en las que pasan cosas que no puedo identificar, porque estoy dormida en un laberinto sin final, sobre una cama tan grande como la vida que me ha sostenido durante treinta y cinco años, grande, inmensa...me voy, y sólo yo puedo decidir si realmente quiero irme de aquí para siempre. ¿Quiero morir? Hay una música que viene de lejos. Trato con fuerza de percibirla mejor; escucho que se acerca como entre sueños. Veo una comparsa de payasos y enanos, dos osos negros tocando unos platillos, tambores y trompetas por la calle. Los contempla una niña que está comiéndose un helado; pero el helado se le resbala, se derrite sin que la niña se lo pueda comer, y ella está a punto de explotar en llanto. Entonces, los músicos de la calle intentan una nueva tonada para calmar a la niña, y ésta se oye como gotas de lluvia que caen pulverizadas en rocío mojándonos a todos, a los músicos y a mí. Yo soy la niña, y lo que cae del cielo son las notas del clavicordio de Bach.

Hoy pude levantarme de la cama y notar que la descripción de mi madre acerca del jardín era cierta. Un poco más triste, en realidad, porque el pino que me imaginé era muy verde y tupido, y éste es ralo y reseco. Ella me ha traído los vestidos más holgados que solía ponerme durante esos días de flojera en casa, y me llevará a dar un paseo por el corredor. Extraño los brazos de Roberto, sus manos grandes ¿cuándo vendrá? Mi espera es eterna. La última vez que lo vi, su cara estaba destrozada por el cansancio. Luego me imaginé que no estaba durmiendo bien. Mi madre, como siempre, lo delató: "vive de noche, la casa siempre está sola ". Y lo peor: "Blacky ladra todo el tiempo. Te extraña", dijo.
-Saca a Blacky de la casa y ténlo contigo -le pedí- mientras yo me pongo bien.
Por la calles de la ciudad los perros husmean dentro de los botes de basura. Bajando sobre el puente que da al centro, comienzan a vislumbrarse los letreros que de noche son fulgurantes y de día, aburridos. Puertas sujetas por resortes, luces a medio encender, rincones llenos con humo que lo tergiversa todo, caras apenas reconocidas en una sombra. El estruendo vidrioso de los vasos y las voces ahogadas en barullos llenaron esos días. Roberto vagó por más calles, bares y cantinas. Sus pies eran los mismos pies del chamaco que se internaba en los barrios más pobres de la ciudad buscando desperdicios para ayudar a una madre abandonada. Los dedos de sus pies salían, obscenos, por los orificios de unos tenis rotos. Su pelo rizado, abundante, apenas le dejaba asomarse a través de un tupé que le cubría la cara. Conocía perfectamente las calles y sus barriadas, los basureros infestados con montañas de objetos y desperdicios donde perros y gatos coincidían con él. Al regresar a su casa, el cuerpo tendido de una mujer lo esperaba ansioso, y unos brazos suplicantes lo buscaban bajo la luz temblorosa de unas veladoras junto a los santos del baptisterio.
-Bendito Dios, ya llegaste -le decía su madre y lo abrazaba temiendo que fuera esa la última vez en verlo.
Una tarde que Roberto regresó de la escuela, abrió esa puerta desvencijada, con un chirrido oxidado de bisagras. Las telarañas habían invadido las esquinas. Trató de no hacer ruido. Dejó sus libros en la esquina donde colgaba su ropa: un palo de escoba empotrado en la pared. La mujer no levantó los brazos hacia él, ni dijo nada. Entonces supo que su madre había muerto.
El cuerpo de la mujer estaba achicado y eso hacía que el catre de lona donde yacía se viera más grande. En su rostro, ella tenía un aire de fatiga imperturbable. Hacía días que su madre no le pedía que le cambiara las sábanas y un fuerte olor a orina imperaba en el aire. En la estufa de dos quemadores, estaba una cazuela con frijoles cubiertos por una fina capa verdusca; una pila de tortillas onduladas y duras permanecía sobre la única mesa de la casa. Todo parecía normal. Sólo que su madre estaba muerta y no sabía qué hacer. Se sentía con la obligación de comprar un ataúd y no tenía dinero para hacerlo. Estuvo contemplándola por un buen rato, pensando en una solución. Cuando salió de la choza sabía que tenía que pedir ayuda. De no conseguir un préstamo, tocaría la armónica en los pasillos de los autobuses foráneos.
-Mi mamá se murió, por favor cooperen para el ataúd -suplicó.
Sostenía una lata vacía en la mano y una armónica en la otra. La maniobra se repitió durante muchos días, en muchos puntos de la ciudad, mientras que el cuerpo se infestaba con moscas, se desvanecía despacio en el catre de lona llenando el ambiente con un hedor impenetrable.
Cuando los agentes del municipio llegaron, Roberto quiso abrazar a su madre. Vio un pecho hinchado, cubierto con llagas que supuraban un líquido ambarino, unos labios deformes y unos pies tan lívidos, transparentes que no podían ser los de ella. Roberto Retrocedió unos pasos y dejó que se llevaran esa cosa podrida que había sido su madre.
Sus pies eran los mismos pies que se internaban por los arrabales donde jugaba de chico. Trataba de descifrar algo que lo mantenía dando vueltas en círculos, con historias repetidas. Y la sensación esa, tan detestable de soledad: un vacío que se hunde en tinieblas. De regreso a los arrabales, a las basuras chamuscadas donde las cucarachas y las ratas deambulan arrastrándose en las mismas heces negruscas y secas. En medio de aquel panorama, se refugió en la calidez del espíritu de su madre. Quiso encontrar algo que podría haber sido una solución a sabiendas de que no la habría; caminó sin prisa hasta finalizar un camino de recuerdos, y salir por la misma calle, cruzando un puente que divide a la ciudad y la parte en dos abismos insondables: los arrabales pobres y las residencies ricas.
El centro y su bullaranga constante le pareció un lugar neutral. Necesitaba un ruido tan intenso como el que podían hacer el tráfico y los vendedores ambulantes, un estruendo que le permitiera sofocar lo que su mente implacable le repetía: "estás solo, solo, solo otra vez". Caminó sin importarle la lluvia que lo mojara de nuevo. Pasó por el parque central, frente a la crepería, con el rostro nítido, refrescado por gotas transparentes. Se vio a sí mismo fumando un churro con Ana, tocando la armónica, observando un cuello tan perfecto que lo asustaba, escuchando una voz con matices nuevos. Revivió la música sacra de Bach, los coros de sapos croando al unísono desde un estanque, y le pareció que esa experiencia pertenecía a una vida ajena. Tiró al suelo el último cigarro porque se había mojado. Sus pasos se apresuraron raspando las suelas gastadas de los zapatos contra las banquetas y fue a buscar Ana.
En esa habitación de hospital el aire se había condensado en respiros exhalados y asepsia. Los muros aislaban el clamor de los motores que circulaban en las calles. Ana estaba dormida con la cara arreglada como si la fueran a enterrar. Así la vio: inasible, transparente, lejana. No pudo hablarle porque se había convertido en una extraña, en un cuerpo momificado, huesudo. Ella dormía sedada, pero parecía muerta. Roberto ni siquiera pudo tomarle las manos pues le dio miedo que sus articulaciones duras lo arrastraran. Ella estaba en una parte del mundo donde él no entraría. Sacó una botella de tequila de una de las bolsas de su saco y le dio un trago largo, muy largo. Después de eso ya no le importó irse derechito a la fosa. Le tomó las manos y se acostó al lado para dejarse morir allí, junto a ella. Su cuerpo, boca abajo, se juntó al de ella presionándolo, sintiendo, a través de las sábanas, sus huesos endebles, la redondez de ese sacro, la longitud de sus falanges, la perfección de ese cráneo, su osamenta de mujer. Vislumbró ese esqueleto reinando en un mundo silencioso y le pareció que estaría muy sola. Fue entonces que pensó en morirse.
Cuando esto sucedió, las enfermeras caminaban deprisa en el hospital con el pisar mudo de las suelas de goma, la madre de Ana manejaba su carro viejo haciendo altos formales frente a los semáforos, e impacientándose con un tráfico desaforado; Hugo regaba las plantas de su jardín; Linda organizaba la minucia de su nueva oficina; y ella, Ana permanecía allí, inalterable, escuchando la música lejana de un clavicordio. Una paz absoluta cubría el ambiente. El pulso de Roberto fue disminuyendo hasta que se dio cuenta del último respingo de piel. Entonces estuvo seguro de que el padre Siprián ofrecía ya los últimos sacramentos a sus cuerpos. Sintió de pronto un reguero de gotas de agua fría, entumecida, de agua bendita sobre el estómago, al tiempo que una voz implacable le decía: "cuando se te va a quitar lo pendejo". Un haz de luz filtrándose por las rendijas de las persianas lo regresó a la conciencia. Se dio cuenta de que estaba en el hospital, se vio andrajoso, con la corbata torcida y los zapatos sucios. Se contempló vivo.
Hugo vino a verme y me dijo que Blacky ya no estaba en la casa. Lo supo porque sus plantas crecieron intactas, sin ningún percance. También me dio los detalles de la venta, de las personas que habían visto la casa, describió los carros y los cuchicheos discutiendo precios, y la mudanza masiva de los nuevos dueños. Creo que ellos y Hugo terminarán siendo amigos. Lo sé porque Hugo reprochó con una voz amanerada: "de entrada, ya me caen gordos".
El cuarto todavía tiene el olor fuerte que dejó Roberto. No pude verlo. Las enfermeras dicen que lo tuvieron que sacar a empujones al pasillo porque me estaba aplastando, tirado sobre mí; que lo arrastraron hasta una silla de afuera y allí estuvo encorvado, metido en su sueño de borrachera hasta que se repuso y se fue.
-¿No dejó una nota, o una carta, nada? -pregunté.
-No, nada-dijeron.
Hoy me pesaron. Mi cuerpo se está recobrando y me darán de alta esta semana, espero.
Mi madre está feliz y habla constantemente de lo bien que la vamos a pasar en su casa, que a Blacky le ha sentado mucho el cambio, que sus amigas nada más esperan que yo llegue para...-¡Ay! mamá, ya cálmate, quiero estar en paz -le pido-.No empieces a hacer reuniones sociales tan pronto, caray.
-Yo nomás decía...-continuó- pero si no quieres, pues, haremos otra cosa, lo que tú quieras, ya verás... Y su voz es interminable, hasta que me canso y me quedo dormida de nuevo, respirando un aliento nuevo y chupando cada átomo del aire para poder vivir.
La luz del sol se sintetizó en mis ojos al salir del hospital. Un estallido de aplausos en la enfermería antecedió al hecho. Caminar por la banqueta para llegar al carro, ver el parque de enfrente, fueron acontecimientos singulares. El sol se filtraba entre las ramas de los árboles. Creí ver el mundo por primera vez. Había un candor en el existir de las cosas: los celofanes levantándose en una cresta de aire, los autobuses tragando las esquinas, la gente caminando por la calle frente a semáforos que pestañeaban. Mi madre me decía que me veía muy guapa. Sólo ella podría haberlo dicho. Siempre la cacho en sus mentiras, pero se lo agradecí de todos modos. Sacó un vestido color vino de su bolsa y me lo puso sin dejar de comentar los últimos episodios de sus novelas.
El Valiant viejo de mi madre se comió lentamente las cuadras; pasó los semáforos de una manera formal. Reconocí cada estanquillo y frutería, el olor fuerte de la calle donde están apostadas las pescaderías, la tiendita vieja frente a la heladería de la esquina y el sonido de los rieles triturados por el paso del tren. Todo era conocido pero tan nuevo al mismo tiempo. Nos acercábamos a la casa. Al doblar en una esquina, dos agentes de policía levantaban a un hombre que estaba tirado en la banqueta. Reconocí el saco y los zapatos. "Dios mío, es Roberto" dije alarmada "párate", grité con una vocecita de gato enfermo. Los dos oficiales se quedaron petrificados de espanto cuando me vieron. Mi aspecto podía asegurar a cualquier pecador que la muerte venía por él. Hasta que les hablé:
-Suéltenlo, es mi marido.
-Lo tenemos que llevar a la delegación- alegaron sacando el pecho.
- ¿Qué es lo que una tiene que hacer para que lo dejen en paz? -dije con un hilillo de voz histérico, desesperado.
-No se trata de eso, verá...-Los agentes titubearon aflojando los músculos.
En ese momento mi madre sacó un par de billetes de su bolsa y se los dio a los oficiales. "Sólo lo hago por ti", dijo ella "porque éste -refiriéndose a Roberto- no vale mucho la pena".
Blacky estuvo moviendo la cola todo el tiempo desde que llegamos. La cocina de mi mamá encerraba los mismos olores, como si mi infancia se hubiera escondido en los ladrillos y estuviera al acecho, esperando este momento para renacer.
Roberto no reaccionaba y lo dejamos en el carro, tumbado por la borrachera.
El amanecer se filtró través de las ventanas de mi habitación y fue el indicio de algo nuevo que comenzaba. Las jaulas con los cardenales en el patio alborotaron el día, el cielo abrillantado con un alba roja se metió en los rincones y el tronar de rieles rompía de vez en cuando la monotonía hogareña. No mucho había cambiado.
Roberto apareció en la puerta y quiso hablar pero se quedó allí, solamente mirándome con unos ojos enrojecidos, todavía vidriosos, atónitos, limpiándose la baba de un manotazo. Me pregunté si ese hombre realmente era mi marido. Respiraba acabado, apoyándose en el muro de la casa como si estuviera frente a un pelotón de fusilamiento. Quise encontrar sus manos, pero éstas, pálidas, menesterosas, solo podían implorar. Mi querido Roberto. No reconozco esa mirada. Y tus manos, hechas unas zarpas mugrosas, no son las tuyas.
-Me quieres todavía -preguntó de una sola voz.
No supe qué contestar. La tragedia me dejó pasmada. A través de un relámpago de conciencia me entró la certeza de que mi marido, en algún lugar de este mundo, en tierras muy lejanas y desconocidas, se enfermó gravemente y no pudo soportarlo, no lo superó, ni esperó con calma. Finalmente pasó lo inevitable. El pobre, pobre Roberto...
El concierto terminó. El teatro Juárez se descongestiona de una manera pausada, dejando un olor a sándalo en los pasillos. Hay algo en el sonido del clavicordio de Bach que induce a buscar destinos desconocidos. Me hace imaginar un vitral con diseños góticos en la parte más alta de un techo cóncavo, algo terminado en una ojiva elíptica que resplandece con luz. Afuera, los cuerpos se desprenden del tumulto y desaparecen por las banquetas. Dentro del público, esta vez no hubo ningún loco que hiciera algo inesperado como lo hizo Roberto cuando nos conocimos, nadie desbarató la perfecta inmovilidad del ambiente, no hubo quien, por puro gusto o espontáneo júbilo, rompiera el orden de las cosas. Nadie como Roberto. Existe un sentimiento de que ahora un desierto nos separa, y de que en esa planicie árida hay unos cactus que crecieron solos, con unas espinas que lastiman.
En las calles silenciosas, cuando la noche con sus sonidos se anima, los acordes del clavicordio me persiguen y provocan que mis fantasmas bailen en un parque desolado. Las ranas ya no se oyen porque no ha llovido, y el laurel sigue dando la misma sombra translúcida bajo los candiles que alumbran la crepería de la esquina.


LA ESPERA

Llegó sosteniéndose en un bordón con mango labrado. Cuando estuvo sentado acariciaba el extremo del palo con sus dedos, como si éste fuera la cabeza de un gato meloso. En el aire no había más que el silbido del viento pasando por las ramas de los laureles de la esquina del edificio, y en la terraza una pequeña audiencia se preparaba para escuchar la narración acomodándose en sillas plegadizas de asiento duro. Arriba, el cielo era una bóveda relampagueante con estrellas circundando una luna de arena. El viejo leyó su historia sosteniendo las dos hojas escritas a mano con una firmeza increíble. Sus modales tranquilos eran los de alguien quien está acostumbrado a esperar. Su postura un poco encorvada y su cuerpo delgado lo hacían verse como una vela náutica hinchada por un vendaval oceánico. Sus piernas muy juntas, remataban en unos zapatos brillosos y sólidos, de escrupulosa limpieza. El viejo mostraba una sobriedad a prueba de cañonazos y una facha intacta, impecable. Su gesto era reacio y durante toda la sesión jamás saludó a nadie ni sonrió con nada.
Leyó con una voz nítida, aguda, como la de un adolescente que retrocede a una etapa pueril: "...y el hombre salió cansado al jardín de su casa, pues era allí donde se sentía más a gusto. Escuchaba a sus espaldas las voces de sus hijas y nueras platicando en la cocina, decidiendo sobre lo que prepararían para la comida de más tarde. Los niños jugaban en la sala, y sus gritos terminaban en un estallido de risas y llantos, a los que les seguían las reprimendas de las madres. La casa retumbaba con portazos y gritos: "¡Ya ves, te dije que te castigaría si te comportabas como un salvaje!.
"El hombre sólo quería estar solo. Era en el silencio donde él se sentía verdaderamente acompañado. Existía un reflejo en el estanque, donde veía un rostro de piel lozana y unos labios carnosos. Más adelante, al levantar la falda de la cortina, se encontraba con unas manos abiertas, laxas y unos brazos que se extendían lentamente sobre los lienzos blancos de una cama. Sus pasos se acercaban más y más hacia esa visión que era ya parte de una realidad cotidiana. En el estanque del jardín se encontraba con ella, con una mujer ilegítima, fuera de cualquier contexto formal, exenta de tiempo, de rutinas, de los ruidos groseros y la torturadora degeneración de la carne y los sentidos.
"Bajo los laureles, la luz del día se fragmentaba en agudos rayos formando sombras que se movían y tenían un alma. Se refugió de nuevo - el viejo interrumpió su lectura con una tos leve que le salió de alguna parte de su cuello árido, caído. Y continuó: "Se refugió de nuevo en esas aguas cavernosas del estanque rodeado de lama y piedrecillas de río. Uno que otro pez, nacarado de sol, se escondía debajo de las sombras profundas y salía de nuevo a la superficie rozando su cuerpo diminuto con algas ondulantes. El hombre continuaba mirando, sosteniéndose sobre su bastón, haciendo un esfuerzo para hincarse y estar más cerca del agua en una maniobra que lo convulsionaba y lo hacía refugiarse desesperadamente en ese palo de cabeza labrada. Los brazos de la mujer seguían extendidos. En la habitación sólo se escuchaba el silbido suave del viento deslizándose entre cortinas de manta. Las ventanas estaban abiertas en par divisando el jardín.
"El hombre, con su espalda cuadrada, erguida, se desplazó en la sombra. Tez briosa, músculos firmes. Sus ojos verdes brillaban en la oscuridad y sólo podían verla a ella tendida sobre el lienzo blanco como una diosa de ébano. La mujer sonría a medias, llamando a la calma, a la sabiduría.
El hombre se perdió esa noche, nunca más supo qué hacer con ese amor que era más grande que lo que su delimitado pecho podía guarecer. Quiso entregarse a ella para siempre, enredarse en ese pelo crespo, pasar horas besando unos labios amplios, carnosos, meterse en la penumbra de una mirada negra. Pero jamás lo hizo.
Una voz chillona lo increpó desde la terraza: "!No te vayas lejos papá, que casi está la comida!". Era la misma voz de autoridad que recaía en sus nietos y que ahora no establecía diferencia entre los niños y el padre, y le recordaba constantemente su condición de minusválido. Lo trataba condescendientemente y, al mismo tiempo, con un insinuante desprecio. "!A ver, hijo si vas por tu abuelo, debe estar otra vez en el jardín viendo el estanque. Qué obsesión la suya, caray!". Y el hombre pronto tendría que obedecer y olvidarse de su condición de hombre. Tendría que acceder a la mano pequeñita del nieto y dejarse llevar mansamente por ella hasta el seno bullicioso de su realidad. Aceptaría ese trance para lavar sus culpas, pues sentía que ahora estaba cerca de enfrentarse con el nervio puro de su esencia y la muerte le espantaría menos al verse limpio, sin remordimientos.
Si la noche le fuera soportable esperaría la mañana para ir al estanque y mirarla de nuevo, revivir la escena con la que vivió todos esos años, la misma que le causaba un placer indecible, y al mismo tiempo, un abatimiento profundo, igual que el dolor de una llaga sangrante. Esperaría la noche...
-¡Ponte el babero, papá!
-Ya Emilia, no le hables así a tu padre.
-Le tengo que gritar porque no oye.
-Pero pobre de tu papá, mira cómo está...
-Ni te fijes, -dijo Emilia- si vieras cómo le gritaba él a mi mamá -agregó reseca- ahora que se aguante. La pobre prefirió morirse que estarlo soportando.
La mesa fue abandonada tan pronto como terminaron de comer el último bocado.
-¡Despídanse del abuelo!- De nuevo Emilia ordenó, y la familia fue dispersándose entre risas de niños y acarreos a regañadientes.
El hombre se quedó solo en la casa. De sus ojos empequeñecidos y redondos brotó una lágrima. Esperó pasivamente la tarde, estuvo sentado toda la noche, a duermevela en el jardín. Al amanecer caminó hacia el estanque donde los peces se deslizaban ya nadando en círculos sobre el musgo y la piedra. Había tomado una resolución fundamental. Estaba decidido a resarcir su vida, a reparar el gravísimo error que había cometido. Buscó la sombra negra, la encontró receptiva, voluptuosa. La penetró hasta lo más profundo, donde las algas se disipaban en la penumbra y el silencio. Y allí se quedó, con ella".
El viejo terminó de leer la historia con una voz quebrada, y buscó, a tientas en los bolsillos de su pantalón, un pañuelo para secarse las lágrimas. Hubo un silencio abrumador en el salón literario. En el cielo, la luna permanecía impasible, y el aroma de la hierba, de un monte aislado junto al edificio, subía hasta la terraza. Con sus dos manos, el viejo se sujetó del bastón para levantarse y se dirigió a la puerta con paso lento, suave, sin despedirse de la audiencia. Nadie lo detuvo porque sabíamos que el hombre del estanque era él precisamente, y que después de leernos su historia, buscaría a la mujer de ébano. Procuraría su ineludible destino, se encontraría de nuevo en ese cuerpo joven para traspasar la línea débil de la ficción. Caminaría lentamente, dentro de una habitación mecida de viento, en dirección a esa sonrisa diáfana, en cuya blancura él recobraría su humanidad perdida.

JALANDO EL HILO

Era difícil ver a Elena sin tener las ganas de ir tras ella en una acción natural, como los caballos que caminan a sus pasturas cuando se ven libres. El bullicio de las esquinas y la explanada del patio de la escuela se llenaban con las pequeñas vocecitas, los cuchicheos y el griterío; las niñas vestidas en sus uniformes corrían como locas de extremo a extremo tras una pelota, te pego la roña. El piso estaba atravesado por un montón de rayas impresas a gis; había que brincar la cuerda con los ojos fijos en otros ojos hasta tropezar, o salir de la burbuja de vueltas y saltos. Elena brincaba con un gusto casi histérico cuando por fin sonaba la chicharra y el recreo se terminaba.
Elena con sus cabellos relumbrantes y su cuerpo de estaca, no podía ser ignorada. Las niñas de la clase nos pegábamos a ella como los insectos que se funden en la miel. Sus maneras habían dejado de ser los de una niña, y se podía ver en su mirada la chispa de un mundo desconocido.
La primera noche que dormimos juntas su voz estuvo llena de cuchicheos y sobresaltos. De una manera furtiva entrábamos a los cuartos de los cachivaches rescatando cajas o vestidos viejos de algún armario abandonado. Nuestras risas eran un lenguaje que nos mantenía unidas. Una vez nos reímos de un tuerto que vimos en la calle. Caminaba con pasos deshilachados, un poco encogido, con una mano en forma de pico de pato y medio mirando porque sólo tenía un ojo. ¡Ah!, sí, qué chistosa, la madre superiora con sus medias nylon color de encías, sujetas con ligueros de plástico. Los pedos silenciosos hacían que las clases, encerradas en un cuarto con aire acondicionado, fueran una tortura. Reírse de la gente, del mundo, sus desgracias y sus ridiculeces, ser ridículas y reírnos de nosotras mismas, ¡Qué manera de despreciar la existencia y a la vez gozarla hasta lo máximo!
Dormimos en su cama, tan angosta como un catre de campaña y no pude hacer otra cosa más que juntarme a ella hasta quedarme dormida. Me acosté de lado, pero la proximidad de su cuerpo no me dejó dormir. Me entregué de nuevo al sueño pero era imposible reconciliarme con ese cuerpo tan lánguido y suave; cuando mis ojos se abrieron sólo pudieron mirar dos senos que tenían el color de los melones. Empujada por un instinto de animal montuno mi boca atrapó esos montes, se concentró y se quedó allí. Estuve lamiéndolos por instantes, y después más. El placer fue mayor cuando supe que mis excursiones torpes accionaban al ritmo preciso de sus deseos. Y seguí con la punta de mi lengua todos los círculos de su pecho hasta conocer la última línea. Después de eso no supe más qué hacer y, para no desmayarme de la emoción, me quedé dormida. Fue algo desconocido y mágico, como la combinación de sabores y aromas impregnados en una misma piel, como comerse una pera, o una guayaba con un montón de semillas y pulpa, no, mejor dicho, como comerse un melón. Sí, un melón con su jugo chorreando por las comisuras de la boca. Se podría prescindir de ese placer pero simplemente está allí dentro del mundo; hay una fuerza desconocida que provoca que los dos puntos se encuentren y se conecten a través del cuerpo.
Elena era mi mejor amiga, la más leal, cercana, la más hermosa. Y mis padres lo supieron porque les dije -con la candidez y la naturalidad de la juventud- que la quería mucho. Mi Madre dijo: "Qué bien, que tengas una amiga con quien puedas jugar..." Sin contar con que yo ya tenía quince años.
Mi padre ni se inmutó, solamente se puso a leer el periódico; en la sección de los crucigramas ya casi todo los cuadros estaban completos, pasa a la sección de economía, él gruñe como una fiera de circo quejándose por la caída del dólar, y se repone solamente impulsado por el olor de la cafetera que bulle desde la cocina.
-Mami sírveme otro café -Pide.
Y mi madre-: acuérdate lo que te dijo el doctor.
Todos los días eran conversaciones parecidas. La monotonía se rompía de golpe con alguna queja de mi madre, o con el mal humor que mi padre traía a casa cuando le iba mal en los negocios.
Mi padre era un hombre práctico. Nunca nos faltó nada. Creía que la vida se regía por las leyes de gravedad, las ecuaciones matemáticas, el sentido común, causa y efecto.
Ella -mi mamá- se la pasaba agobiada con los deberes del hogar, y hacía esfuerzos por concertar citas con sus amigas. De vez en cuando iba al gimnasio y muchas veces al salón de belleza. Mi relación con ella estaba bien establecida mediante el estómago y las manecillas del reloj:
-Come bien niña, hoy te fuiste sin desayunar. -decía- Come, come.

II

Elena encontró un recoveco en el baño durante el recreo y me invitó estar a solas con ella. Cuando la madre superiora nos encontró estábamos abrazadas, practicando los besos de lengua. Acto seguido la directora nos suspendió del colegio. Hubiera sido inútil tratar de explicarle, y realmente no había nada que decir...¿Cómo explicar algo tan natural como la composición del agua? Dos moléculas de hidrógeno y una de oxígeno y ya: el agua existe, o ¿Por qué las gallinas ponen huevos?
Esa tarde supe que me iba a enfrentar con mi padre, pues la superiora envió una nota acusatoria a la casa. Las puertas se abrieron esa vez con el mismo con un chirrido descomunal, como de mil goznes crujiendo al mismo tiempo. Dejó él sus papeles en la mesita del corredor, y cuando me encontró me dijo con voz de trueno:
-Quiero hablar contigo. Entonces supe que se lo tenía que decir. Una fuerza misteriosa, fuerte. Una voz que no era la mía pronunció:
-Quiero a Elena...me abrazo y me beso con ella.
Fue un acto suicida en el que me sorprendí diciendo la verdad con los ojos clavados en el piso y con una vocecita del tamaño de una hormiga.
Después de una pequeña pausa -que fue eterna- él respondió:
-Mientras no te metas con ningún cabrón. -Tomó el periódico que yacía en el sofá: los crucigramas, la caída del peso frente al dólar, ya casi es hora del café. La puerta de su habitación se cerró de golpe.
Elena y yo dejamos de ir a la escuela. Pasábamos el tiempo juntas, inventando juegos. ¿Quién se daría cuenta?
Una tarde después de bañarnos en la alberca del club, ella realizó una maniobra nueva. Tocó mi sexo con sus dedos y me causó una sensación desconocida, salvaje. Supe en definitiva que ella me aventajaba en nuestras incursiones, y me dejé guiar.
La primera vez no me gustó, pero después lo hizo más despacio. Acertó en el punto preciso y me hizo saltar de gozo. Le pedí que no parara, por ningún motivo, que allí estuviera...y permaneció maniobrando pacientemente como un maquinista en espera de la partida de su tren, hasta que pude ver las estrellas caer en pétalos de rosas. Me quedé extenuada y tremendamente relajada.
La madre superiora llamó a mi padre para hablar con él y le dijo que si sabía que su hija tenía tendencia sexuales "extrañas", y mi padre -sin vacilar- respondió:
-Extraño sería que a su edad de adolescente no le diera por hacer nada...y además, más extrañas me parecen ustedes, las monjas, que no creo que sean tan santitas...
La madre superiora se quedó de una pieza, pues no creía que esas palabras salieran de la boca de mi padre. Los armazones de sus lentes resbalaron de su nariz, los hoyos nasales se ensancharon. De súbito regresó a la cordura, tomó su escapulario en su mano y respiró profundamente. La indignación de tal planteamiento, sin embargo, no podía quedarse en el aire, así nomás. Los dos salimos expulsados por igual.
-Hubieras visto su cara, mami. La cara de mi papá cuando salimos de la oficina de la madre Concepción. Estaba alegre, sonreía, como cuando gana una partida de ajedrez.
Mi madre, sumamente católica (más por costumbre que por convicción) se enojó tanto de mi expulsión que le echó la culpa a mi padre y le pidió que se fuera de la casa.
Me pareció que lo que le pasaba a mi padre era totalmente injusto y me daba lástima ver lo mortificado que estaba. Cambió el hábito de tomar café en las mañanas y empezó a prepararse infusiones de tila porque decía que la cafeína no le dejaba dormir. Pero yo sabía que la preocupación era realmente que lo mantenía despierto.
Ese mismo día que él se iba yo empaqué unos cambios de ropa y le pedí que me llevara con él. Salimos los dos de la casa ante el asombro de mi madre. Los ojos de ella se veían como dos puntas de daga, atravesándome el pecho.
-Si te vas, no vas a pisar esta casa otra vez. -Sentenció- Pero los dos salimos con la sensación de la aventura que provoca escapar. Nos encontramos con el aire puro y suave de la calle rumbo al viaducto de la ciudad. Los vendedores de plátano frito empujaban sus carritos con un aire parsimonioso, acompañando el filo de su silbato. La frescura de una tarde que anuncia lluvia vigorizaba el vuelo de las golondrinas enredadas sobre los alambrados.
Una emoción tersa nos envolvía. Al llegar a la suite del hotel La Valle el recepcionista, tan viejo como el edificio, le entregó a mi padre un manojo de llaves y una hoja plastificada con el reglamento del hotel. Había grietas en las paredes y eso hacía que el papel tapiz estuviera a medio romperse, se oían las cañerías crujir, y las ventanas tenían marcos de un aluminio amarillento. Fue tan agradable ver televisión sin enfrentarse a un horario, y bajar por la escalera de madera al restaurante a comer los postres de flan con fresa que el chef español preparaba.
En esa ocasión quedó establecido para mi papá que yo era su incondicional alidada. Se sentó en el sillón acojinado en la pequeña estancia y me contó una anécdota de mi niñez que yo ya tenía olvidada. Esta sería la última historia que me contaría, pues para él yo ya había dejado de ser una niña.
-Y allí estabas -me dijo- jalándome el pantalón y del brazo porque querías que te comprara un pollito. Fui a la tienda de animales y te lo compré. En las noches, cuando yo entraba a tu cuarto a revisar tu sueño, allí te encontraba, acurrucada contra él. Una mañana gritaste muy asustada y en medio de llantos me entregaste a tu pollito muerto, bien seco y aplastado. Te habías dormido encima de él. Así que lo enterramos en una de las esquinas del patio de la casa, y tu madre tuvo la idea de sembrar una mata de tulipanes rojos encima de ese montecito donde lo dejamos.
Esa noche volví a ser niña y regresé a estar con mi pequeña ave. Pude ver al pollito inerte, seco como una lámina de pergamino bajo mi pecho. Un grito petrificante llenó el dormitorio, el terror entró por mis ojos y salió por mi boca como una cabra enloquecida. Las patas del pollito se habían convertido en piernas y el pico era la boca delineada de mi madre. Ella, una momia petrificada, animal muerto. Abre la boca desdentada y me dice: "come niña, come".

III

Mi padre trabajaba hasta muy tarde. Cuando regresaba al hotel se entretenía con revistas que compraba en el camino y aparentaba que las leía pero yo le oía mascullar quedito:
-Ya llamará, ya llamará...
Y tenía razón: mi madre llamó a los dos días. Le dijo a mi papá que me extrañaba mucho y le pidió que volviera porque quería ver a su hija.
Pero creo que más bien ella extrañaba a mi papá. Cuando regresamos apenas si me dio un beso ligero en el cachete y un abrazo corto. Acto seguido agarró del brazo a mi padre y los dos se metieron en la habitación. Estuvieron allí metidos toda la tarde y no salieron hasta la mañana siguiente.
Elena estuvo buscándome todos esos días y cuando me encontró me jaló del brazo, me metió al baño y me dio un beso largo, resbaladizo. Se deslizó sobre mí como una serpiente. Me succionó todas flores que se me abrían por dentro. Si alguna de las dos hubiéramos tenido un equipo de penetración a chorro, como lo tienen los hombres, de seguro que ya tendríamos cinco hijos por lo menos. Pero en lugar de tenerlos conmigo Elena los tuvo con su marido.
Se casó con Luis Ordoñez. Por más que quise que él me cayera bien, siempre lo vi como el protagonista malo de una película de terror. Creo que percibió la fuerza de mis deseos; no es que yo le haya echado la mala suerte ni mucho menos. Al final se portó grosero con ella y la dejó con sus cinco hijos.
Yo me quedé en mi casa ayudando al quehacer y cocinando algunas veces para que mi madre no se agotara tanto. Mi padre resolvió mi cuota educativa con un curso de computación y me equipó con una pantalla cibernética y un instructor en casa. De vez en cuando los tres hacíamos algún viaje a los pueblos circunvecinos para comer en las fondas domingueras, pero básicamente la vida en familia la protagonizaban los pleitos y reconciliaciones de mis padres.
Mi madre adornaba con sus tulipanes rojos la mesa a la hora de la comida, y mi padre cubría el sofá con periódicos y revistas mientras que la cocina se llenaba con el aroma de café.
Elena abrazó tiernamente a su bebé en su primer parto. Su cara parecía la de una virgen piadosa; un aura alegre y luminosa salió por todas las ventanas del hospital.
-Mira qué bonito es mi niño- dijo.
Las cosas cambiaron cuando tuvo el cuarto bebé. Ella estaba cansada después de la batalla del parto, y con una alegría débil, resignada aceptó que su hijo se retorciera sano a su lado.
Al quinto bebé decidió ligarse y dejar de tener hijos.
-Es que ya no hallo la puerta- protestó.
Cuando Luis abandonó la casa, Elena quitó todas las fotografías de su boda que tenía colgadas en la pared y también borró el apellido de su marido del archivo familiar, incluyendo aquellos que estaban registrados en las actas de nacimiento de cada uno de sus hijos. Pensé que este desgarramiento no era más que un acto formal de ira y que al pasar los días las fotografías volverían a sus nichos, pero la separación con Luis era irreversible, definitiva y, lo que fue peor: la relación concluyó sellada por la condena del olvido. Luis ya no volvió con Elena y el tema no se tocó ya más.
Me acostumbré a ir a la escuela a recoger a los hijos de Elena cuando a ella se le hacía tarde porque tenía que trabajar. Sus hijos empezaron a llamarme tía, la tía Queta.
Cuando vi de nuevo a la madre superiora ella trataba de concentrase en medio del estallido de las pequeñas voces y el barullo de niñas corriendo a la puerta de salida.
-Ah, mira nada más, qué gusto de verte Quetita. -Entre las prisas del tumulto que iba de salida sólo preguntó: -Y cómo está tu papá?-
Me escudriñó a través de sus pequeños lentes empañados y pudo ver (con seguridad) la pesadumbre que empezaba a doblarme el esqueleto convirtiéndome en una vieja enclenque.
-Murió madre-
IV

Cuando se casó el hijo menor de Elena, la familia de la novia tiró la casa por la ventana, Los invitados bailaron y tomaron toda la noche. La fiesta se prolongó hasta el otro día midiendo la resistencia de los invitados. Los recién casados se despidieron en secreto, después salieron con sus boletos de avión en la mano y se fueron de luna de miel a Cancún. Después de tal jolgorio, la casa estaba hecha un asco. Un reguero de platos, vasos de plástico y migajas de pastel cubrían los pasillos. Lo más patético fue el silencio. La estancia, el comedor y la cocina se sumieron en una solemnidad pesada; se sentía el abandono y la desidia en el aire. Solamente las flores en los jarrones y los listones plateados habían quedado intactos. Hubo una sensación única de soledad, un eco poderoso que resurgía de toda la basura que había dejado la fiesta. Una voz de barítono tronó en la casa: "estás sola".
Cuando entré a la estancia Elena estaba sentada allí, empequeñecida, desolada. Me senté a su lado. Su cara se veía devastada, como un llano seco ante un vendaval. Pude medir entonces la dimensión correcta de sus sentimientos. Tomé sus dos manos y las besé.

V

A mí tampoco me fue muy bien. Mi papá se enfermó gravemente de cáncer en la próstata y después de tres meses de agonía murió. Para cuando lo enterramos a mí ya no me quedaban más lágrimas que llorar, pues las había llorado todas; no porque se hubiera muerto, sino por la forma en que lo trataron. Lo tendieron con algodones en la boca, forzándolo a estar con la mandíbula entumida. Cuando lo vistieron le pusieron la corbata que más detestaba y los zapatos que le hacían ampollas. Lo metieron en un féretro todo amordazado, y le arrimaron flores por dondequiera. Hubo gente que lo lloró con lágrimas vacías, y de pilón le estuvieron rezando durante días y ofreciendo misas, como si él hubiera sido un devoto. Lo trataron con desdén y eso me hizo llorar, lo ignoraron, como se ignora a un muerto.
Pocas personas asistieron a su funeral porque mi padre no era de muchos amigos. Más bien fueron los socios de sus empresas quienes se acercaron a mi madre a darle el pésame, y ella mi madre, como un bloque de hielo, no habló ni comió por un buen tiempo, hasta que la misma desgracia en la que vivía se la llevó para siempre. Se murió creyendo que mi padre la esperaba.
Siempre tuve la sensación de que mi madre no me quería. Ignoro las circunstancias en las que nací pero creo que fueron muy malas. Una vez se me ocurrió mandarme a hacer una carta astral y le tuve que preguntar la hora de mi nacimiento. Ella frunció el ceño e hizo muecas como si estuviera sufriendo otra vez, y me dijo con una voz antártica:
-No lo sé, no me acuerdo.
Me sentí huérfana y no pregunté ya más.
Supe que su muerte había sido premeditada, quizás ella la soñaba, la contemplaba, la deseaba. Esa mañana me levanté, fui al baño pero no pude llegar. Me oriné allí mismo, sin querer, frente a mi madre. Un hilillo cálido fue bajando hasta tocar la punta del dedo gordo del pie. Su rostro pálido y muerto, su cuerpo inerte, tendido sobre la pared como un brochazo de pintura oscura en un fondo blanco. Tenía la misma rigidez en el rostro, la que tuvo mi pollito muerto, como si una entidad específica la hubiera envuelto asegurándose de su partida. Algo válido e inaplazable.
Me dejó como herencia una buena cuenta bancaria, y una nota con la que me topé, extendida sobre su tocador: "Perdóname hijita".
Al regresar la nota a su sobre, me di cuenta que había un tulipán rojo, seco pegado al papel, lo tomé y lo contemplé un rato pensando en ella, en la mesa adornada con flores, en la comidas, en el café. Era una nota pequeña, tan escueta, como aquellas que se dejan en alguna parte de la casa antes de salir. Dos palabras: "perdóname hija". Hubo un abismo que me impidió comprenderlas. No había nada qué perdonar, no más que las siluetas vacías, preguntas sin respuestas y un gran hoyo negro. Sólo pude mirar la flor seca. Sellé la carta con el tulipán adentro y al hacerlo se quedaron guardados también todos los misterios que entretejieron su vida.
Me imaginé a mis padres abrazados y sonriéndome felices. Desde ese día la casa se llena con sus risas. He decidido dejárselas para que, en ese mundo de fantasmas, nadie más que el silencio acompañe la alegría de sus encuentros en privado.
Elena y yo encontramos un chalet suizo de piedra maciza, vastos ventanales y un jardín circundado por nochebuenas.
Todos los domingos las esquinas de la casa se llenan con las risas de los nietos de Elena. Sus hijos han tenido descendencia numerosa. Para ellos sigo siendo la tía Queta. Creo que lo seré por un buen tiempo. Siempre, aún después de muerta, estaré allí, y lo sé bien porque en mis sueños veo mi retrato enmarcado en un bronce robusto, mi cara sencilla de mirada clara tratando de escapar del fulminante destello de una Polaroid. "Rápido, tómenla, antes de que esta cara se empiece a colgar de arrugas, antes de que el tiempo me tape las arterias y mi sonrisa se convierta en una mueca delineada a la fuerza".
Sobreviví al impacto luminoso y estoy allí, bien impresa, en un papel amate, opaco, que brilla solamente debido a las incesantes llamas bailarinas de las velas que se anteponen como centinelas estoicas. Percibo el olor de las flores y el incienso. La cera, en constante combustión, llena el panorama ante mis ojos. Estoy muerta, flotando ingrávida en el vacío, conducida hacia un túnel sin paredes. Viajo sin equipo de buceo ni traje de astronauta, donde el único mecanismo de propulsión es el puro deseo de existir, existir...en algún lugar, cualquier espacio disponible, aunque sea en la conciencia.
Sigo soñando: Esta es una expedición que se emprende sin brújula ni mapa. Debo continuar dirigida por la intuición, jalando un hilo delgado, el mismo hilo que estuve jalando a puro pulmón, cuando todavía llevaba el registro de mis recuerdos. Ahora mi memoria es una olla vacía.
Una fuerza intrínseca me impide ver el pasado. Estoy en el presente relacionándome con mi muerte, yéndome en este viaje atravesado por un hilo. Yo y ese hilo. Mis manos lo jalan firmemente, pero me canso ¿No se supone que debo descansar en paz? Regreso mi vista hacia el hilo y hay otro par de manos jalando, ¿Alguien más? ¿Qué pasa? ¿No es mi muerte propiedad privada? ¿Es que no leyeron las esquelas de mi propia, única, individual, indivisible e interminable muerte? Estoy ahora con alguien más. Seguramente ese par de manos percibieron la misma conciencia de la intuición.
La constante combustión de las velas arroja un humo que empaña el cristal de mi retrato. Entre los pliegues del hollín hay ventanas por donde se respira un silencio y una soledad de cuatro siglos, hasta que sucede lo irremediable: Mis sobrinos han puesto otro retrato sobre el pequeño altar donde está el mío. Es una mujer. Está junto a mí. Ella se ha transmutado en tierra, una vez irrigada se ha convertido en viñedos, pastizales y milpas. Su voz y su risa ya viajan por el espacio y fueron a penetrar en la boca de un delfín de aguas tropicales (Ojalá que los pescadores lo respeten. Me preocupo por él). Su piel es morena de tanto sol y sus pechos son color rosa con olor a fruta. Sus manos, ¡Ay, Dios! Sus manos, esas manos...son las mismas que están jalando el hilo conmigo. Mediante un calambre instantáneo percibo un recuerdo, mismo que es mi vida, toda completa (entonces debo suponer que me estoy muriendo, o que ya estoy muerta). Percibo su nombre y su esencia. Sé que es Elena.
Al despertar reviso los ritmos de mi respiración agitada, los pliegues de las cortinas. Voy despacio a la sala temiendo ver el altar pequeño, las fotografías, las flores, las veladoras. No hay nada, más que dos muros en ángulo.

VI

Elena ha envejecido más rápido que yo, y debe ser por haber tenido tantos hijos y haber llorado tantas penas. Nuestras cabezas están llenas de canas que salen de una manera insistente, insoportable. De pronto le descubro una nueva arruga, pero sus ojos conservan la misma transparencia...todavía. Las dos nos recordamos la hora en que debemos tomar las medicinas. Ella pelea como una Adelita contra los males reumáticos; yo uso las cápsulas de ajo concentrado para las várices. Nos acompañamos al doctor. Elena cree que no me doy cuenta pero me fijo que se levanta sigilosamente en las noches y escribe en su diario. Hilvana, mediante fechas, los bautizos y las primeras comuniones de cada uno de sus hijos.
Todo mundo nos mira y cree que somos dos solidarias hermanas ¿Quién se va a imaginar?
El tocadiscos gira con un acetato de José José y la salita de estar se llena con las luces quebradizas del arbotante de la esquina. Sólo nosotras sabemos nuestros secretos, conocemos el susurro sigiloso del aire raspando los marcos de las ventanas; celebramos, en esas noches las vigilias de los soñadores, el sosiego de los espíritus reales y literarios que se esconden tras las ramas de los jardines. El acetato gira y gira como lo hace un animal cuaternario que está a punto de extinguirse. Nadie más conoce el código en que están registradas nuestras emociones, la tierra que han caminado nuestros pasos, los horizontes vistos por dos pares de ojos; ni esta corriente de lágrimas que ha navegado a través de nacimientos, entierros, bodas y graduaciones.
Elena ha coleccionado una veintena de discos que han desaparecido de las tiendas. Lo hemos guardado todo en un almacén de recuerdos y tulipanes rojos. El disco se detiene. La música ya no se oye más que en ecos distantes, pero eso no importa porque ya nadie la escucha.
Muchos secretos son indecibles, por eso son secretos, cosas que han pasado en las esquinas oscuras de la ilegalidad, en la frescura de las calles recién barridas por las mañanas, en las estaciones de autobuses donde los vendedores de dulces pasan las horas espantando moscas, me dijo Elena en una de sus cartas cuando la mandaron a estudiar al extranjero. Copié el mismo párrafo y se lo estoy enviando mañana junto con un ramo de flores porque la han dado de alta en el hospital. Los espacios son conocidos y destinados para los que quieren estar en el mundo. El médico habló para avisar que Elena ha tenido una complicación y que la han pasado a terapia intensiva. El mundo es para quien se desdobla en las noches a través de los sueños, permitiéndose volar sobre los peñascos de un cañón con arroyos diminutos -Le escribo a Elena sin saber que no le dan más que esta noche de vida- enamorarse mil veces si es preciso hasta alcanzar la respuesta que andamos buscando -¿Dónde diablos estás Elena?- sin encontrar nada más que la propia vida; soñar de noche y darse cuenta que el verdadero placer de la existencia está en el sueño acompañado -jala el hilo Elena- y en una realidad compartida. Elena ha muerto esta noche. Sus hijos se han retirado a dormir ya cansados, con una resignación implícita:
-Ya estaba muy vieja, tía -trataron de consolarme. -Es mejor así.
Han considerado que los nietos de Elena están muy chicos para sufrir esta penuria y los han mandado a pasar unos días en casa de los Rodríguez. "Es mejor así", me repiten al oído con un aire condescendiente. Beto y Rocío, los hijos mayores, se encargarán de todo -me dicen-, de arreglar el funeral, del velorio, las flores, las misas.
-Ha muerto intestada -dicen- Ha muerto intestada y debemos reunirnos, sus hijos, y decidir qué hacer.
-Debemos llamar a un abogado.
-Podremos vender esta casa y ver que nos toque parejo...
-Y la tía- Pregunta Rocío.
-Ella necesita atención médica -Dice Beto haciendo círculos con el índice sobre la cabeza.-¿La han escuchado que últimamente desvaría un poco? Habla de un hilo y de tomarse una foto con una Polaroid, y quién sabe cuántas cosas más.
-Pobre tía, la vamos a extrañar.
-Bueno, podremos ir a visitarla donde esté. Será decisión de cada quien...
Todo parece tan normal, tan cotidiano allá afuera. Los pájaros acarrean ramas secas para entretejer sus nidos en las crestas de los árboles. Los eucaliptos lanzan su aroma en las tardes refrescadas por una lluvia fina y persistente; el cartero, cubierto de pies a cabeza con un impermeable, recorre las calles en su bicicleta; el vendedor de camotes escudriña el cielo agazapado en una esquina donde pronto extenderá su puesto. Todo sigue su curso normal, mientras aquí, mi mundo se desarma en mil pedazos y no encuentro la manera de juntar las piezas, de repararlo ¿Cómo podría hacerlo? ¿De dónde saco las fuerzas?
-La casa -Les pregunto con los ojos saltones de susto.
-Sí, tía. Mamá ha muerto intestada. Pero la casa estaba a nombre suya y, pues...ahora es de nosotros...sus hijos.
Me da miedo enfrentarme con lo que me espera: sacar los discos de José José y tocarlos de nuevo; regresar a la historia del pollito muerto, hablar con fantasmas y caminar en círculos. Todo está guardado. No tengo otra más cosa más cierta en la mente que saber que he vivido solamente para amar a Elena. Y ahora que ya no está, no aspiro a otra cosa más que estar con ella.
Un día, que creí ya no recordar, mi madre me pidió perdón por haber muerto. Antes no la entendía, ahora sí-0-.

La cita

Era ineludible buscar una salida a esa ansia por hacer transcurrir el tiempo, un vicio de todos los jóvenes quienes asumen el devenir como un tapete alfombrado por el que sienten que están obligados a correr sin mirar siquiera un instante hacia atrás.
Bajar caminando por la Yajalón hasta llegar al mercado y pasar rozando otros cuerpos en un corredor largo de frutas hasta acercarse, de puesto en puesto, a donde las flores están. Encontrar que las más grandes son los alcatraces, pero que hay un cierto desencanto en la fineza de sus líneas, no es que no sean bellas, sino que tienen en su cara esa elegancia común, un erupto repetido de Rivera cubriendo las paredes de una recepción de hotel, los muros antiguos de las oficinas de gobierno, o las galerías decorativas de las tiendas del centro. En una escala menor los ojos se encuentran con algo más singular, relampagueante, unas flores sin nombre, iridiscentes que se semejan más bien a lo que eres tú, un conjunto de cosas que una no sabe cómo llamar, porque algunas veces te muestras de una manera que te transparenta, y otras, me doy cuenta que hay una puerta allí que conservas cerrada, y que, por timidez o precaución, has decidido mantenerla hermética para evitar la agonía perniciosa en esas rupturas que suelen terminar con el moco tendido y el pecho agrietado.
Comprendo que por la Yajalón la óptica de las cosas alcanza un status de montaña rusa, que los sentimientos se pueden precipitar de un momento a otro, y el que una no sepa cómo detenerlos se convierte en un dilema, así como el considerar si sería bueno contenerse y no mirarse mutuamente de esa manera, sin el peligro de sufrir una constipación psicológica, o el efecto dañino de un eructo reprimido. De otra manera sería darle rienda al sentimiento y cometer un acto suicida, lanzarse al vacío sin importar el descalabro una vez más.
Podría recuperarse esa inocencia temeraria y retozar en una cama donde fuera posible pasar la mayor parte de las horas, sin darse cuenta que hoy es un lunes y que la cita con el dentista ya se ha perdido por no haberme acordado, y que debía haber enviado un E mail a mis padres y decirles que no se preocupen, que todo está bien, pero que me he quedado sin lana.
En un momento de fascinación no es posible discernir sobre lo que podría ser, o lo que pasará, sólo puedo ver que me esperas a la puerta de Tonalá y que percibes la humedad que viene del jardín de la casa, el olor de las flores y el calor del chocolate caliente. Tratas de taparte el pecho con el jorongo que compraste en el mercado de Santo Domingo, ese que tiene petalitos bordados en las orillas. Acomodas tus manos de una manera plácida sobre la felpa que cubre tus hombros, y respiras profundo al momento que has escuchado mis pasos (porque los reconoces). Inhalas algo que no logro ver cuando me abrazas y siento que tú también ignoras algo imperceptible todavía. Quizás sea la complicidad.
Nos dejamos precipitar por la montaña rusa, tomando la calle más empinada para correr de la mano hacia abajo, sin importar quedarnos planchadas sobre el pavimento al momento en que un taxi doble la curva sobre la cola del diablo, porque al parecer, y en un momento de elección, hemos escogido la versión tonta y alocada que nos hace permanecer jóvenes, con la plena sensación de estar viajando en un pequeño vagón por el costo de un solo boleto, ya que no habrá otro viaje igual. Al momento en que éste termine, nosotras habremos dejado un poco más de juventud tumbada sobre los vertiginosos rieles y ganado paso hacia la madurez que todo lo medita y lo sopesa.
He cambiado los alcatraces de Rivera por estas tímidas silvestres cuyos pétalos se crispan con la humedad del viento, reaccionan de inmediato al tacto y quizás expresan algo mudo cuando una las ve. Son quisquillosas y risueñas. Es un ramillete que me abarca casi toda la cara y lo cargo en la diestra como una colegiala al momento de su primera comunión. De sólo imaginar tus ojos cuando las veas....Aunque sólo sea un deseo el que me abraces y te comas mi aura - y no pase nada después - estaré feliz en el mero instante de ver tus manos acariciando estas flores.
Ahora el camino es hacia arriba, hay riachuelos en forma de escualos que fluyen silenciosos sobre el adoquín, y los pasos sortean pequeños montículos de caca de perro que lucen como un betún morado. Los techos volados tienen tejas sueltas que están a punto de caerse sobre las banquetas. Llego a un vértice de calle donde todo se estrecha y la respiración se estrangula. Cuento dos esquinas y un zaguán para saber que tú estás allí. De eso depende mi vida en este instante. Me apresuro, el pecho se agolpa. Y cuando empiezo a contar el tiempo éste ya se ha ido, y ya no te he encontrado. No te he podido ver. Porque todo tendría que haber pasado en esa fracción de tiempo, en la que nosotros, fatuos, nos precipitamos al correr para llegar a una hora que, en realidad, no existe-0-.

La escarcha gris

En la cocina el olor a frijoles hirviendo penetró por los hoyos de la tela de plástico. Rosa lavaba ropa en una batea bajo los cocales. Sacudía la ropa en el aire para quitarle el agua jabonosa con unos movimientos similares a los de una espantando demonios.
Nadie se imaginaría que Rosa era de Fayetteville, donde el frío del invierno hace que la gente se vuelva correosa y organizada para poder sortear la larga temporada de un claustro doméstico, donde se batalla con las cenizas de una chimenea vieja y los cristales empañados de la niebla de un invierno gris. Allí por la calle, recuerda Rosa, justo en la esquina para doblar a Station Road y cruzar las vías del ferrocarril en un día en que la nieve se derrite hasta convertirse en una capa fina de hielo, tu estabas contenta con sortear los vericuetos resbalosos entre ramas muertas y escarcha, y te sorprendías de pronto ver que un pájaro pequeño y gris había sobrevivido a las inclemencias de un invierno polar. Pero ahora todo esto está en tus sueños, en aquellos que se han convertido en pesadillas y que te han despertado en medio de un susto que dura hasta el momento que te das cuenta que la luz de la bombilla persiste indebidamente porque, por un descuido, se ha quedado prendida esa noche. En esa noche tus oídos perciben el canto de las mareas incansables. Sí, Rosa. Las calladas cosas que tu madre ponía en tu oído después de una violenta sacudida de puertas, y el reguero de trastos rotos en la cocina. Tu padre enfurecido destrozando todo sin atreverse a sobrepasar la línea que dividía las habitaciones y lo separaba de ustedes. Y después el llanto de ese hombre cuyas espaldas -te parecían a ti- tan grandes como una montaña. Su sufrimiento lo juzgabas injusto y lo disminuía al grado de que tu querías abrazarlo y consolarlo, pero eso hubiera sido imposible ya que tu madre mantenía tu respiración contra su pecho, y te destinaba a ese lugar intocable donde debías estar. "Ya no soy una bebé, -querías decirles, -no soy una niña tonta, sé lo que está pasando y esto es injusto, no lo voy a permitir", pero no te atrevías porque de pronto te dabas cuenta que eras una niña y que a veces eras tonta, y que realmente te daba miedo cambiar muchas cosas.
Todo esto tu no has querido saberlo porque has deseado que tus días de infancia se disuelvan entre la bruma del tiempo y se conviertan en cenizas que estás dispuesta a tirar al mar. Hubieras querido tener la inocencia que te hiciera creer en sirenas y meterte entre esas olas que no dejan de encimarse unas con otras, desaparecer en la línea blanca de la espuma salitrosa y descubrir que hay un mundo donde las penas entre la cocina y la habitación no existen.
Pero ahora ya no hay tiempo de nada, ni de creer en sirenas, ni de caer precipicios de unos recuerdos que insisten, como las olas, en encimarse, unos con otros, porque ya es hora de ir por los hijos a la escuela, apaga la estufa que los frijoles están listos, las llaves, donde están las pinches llaves, pasas deslizando tu cara entre las sábanas blancas que has tendido en el traspatio hasta brincar y asirte del volante para partir.
Tus senos ahora se han colgado un poco pero siguen siendo grandes y redondos. Tu cara se ha cruzado con arrugas que se van notando cada día más. Es imposible desmentir al espejo. Sin embargo, cada mañana la sensación de querer completar tu misión te rejuvenece. Querer que esos dos hijos crezcan y sean felices está en el comienzo de la lista que tienes en la mano para hacer las compras.
Fabián transporta un costal de arena sobre la espalda. Quiere hacer un dique para que las olas bravas de los huracanes no se coman la playa donde los cocoteros han empezado a llenarse de palmas y frutos. Mira hacia el firmamento y se da cuenta que su vista ha empezado a nublarse. Mira de nuevo pero la línea del horizonte aparece difusa y sólo logra ver dos puntos que cualquier vecino identificaría como un trasatlántico y un pesquero. Dejaría el trabajo para regresar a la casa y descansar un poco. No le diría a Rosa que ya no puede ver tan bien como antes. Quizás tendría que usar anteojos y eso resolvería el problema. Se vería viejo pero ahora eso ya no importaba. Ninguna mujer se fijaría en él. Desgano, apatía. Ni siquiera él mismo estaba dispuesto a soportar los dilemas del amor. En su memoria empezaba a nublarse también el último recuerdo de haberse venido, exhausto, con la cara metida en medio del pecho de una mujer. Recuerda Fabián, recuerda. Cuando tu cuerpo era tan fibroso y cuadrado como el de un marinero de aguas profundas, y tus manos, diestras, sabían destrabar redes y preparar carnada, y te subías hasta la copa de las palmeras para bajar cocos. En ese entonces la viste. Era Rosa, la mujer alta que se paseaba por la playa con un pedazo de tela floreada cubriéndole escasamente el cuerpo. Te quedaste fulminado por esa visión. Sus cabellos dorados flotaban en el aire, radiantes como el sol, y tenía ella un andar montuno de hembra en celo. Visualizaste a esa mujer en un mundo sin leyes y te parecía inalcanzable, sacra, al punto de que cuando tuviste el primer beso de sus labios te sacudiste y creíste que estabas tan cerca de la muerte como del cielo mismo. Morir e irse al cielo de felicidad. ¿Dónde han quedado esos días Fabián? ¿Es acaso el amor una invención de la mente, de tu propia mente ingenua, ignorante? Mírate nada más ahora. Andas como un animal enjaulado. Te paseas por los cocales que circundan tu casa refunfuñando; oteas al horizonte coronado por una isla, es Cozumel, emergida en un mar turquesa. Y ese paraíso no te hace feliz. Tienes ahora a la mujer que deseaste tener con toda tu alma. Escuchas las risas de tus hijos cuando ellos regresan de la escuela y los gritos de Rosa ordenándoles hacer la tarea tan pronto terminen de comer. Y nada de eso te parece singular.
El agua viene de un pozo y la cercanía del mar la hace salitrosa. Hay que acostumbrarse a andar con la sal encima; caminar sobre dunas con los pies metidos en unas sandalias de plástico. Es un mundo de arena con un fondo movedizo y un aire cargado de tábanos y zancudos. Por las noches los cangrejos ermitaños se pasean alrededor de la casa y dejan su rastro en el suelo. Rosa, no te mortifiques por Fabián. Algún día dejará de tomar y regresará a la cordura. Eso le diría su madre. Pero ella ahora ya no estaba. Y de cualquier manera, habiendo conocido su temperamento, Rosa habría calculado que cualquier comentario sobre su desdicha serviría sólo para atizar resentimientos en contra de su marido.
Entre la bruma de un recuerdo borroso Rosa veía, de vez en cuando, a un hombre que en un tiempo tenía la dulzura y las maneras gentiles de los indígenas mayas. Qué dulce y armoniosa era tu voz Fabián. Y tu simpleza y prestancia encantaba a la gente. Me encantaba a mí.
Me arrimé a estas playas con una mochila y una casa de acampar. Vine a caer aquí, en un lugar donde sólo se podían ver las constelaciones delineadas en el mapa negro del cielo. Había abejas que nos daban miel, conchas y caracoles para adornar la casa, y el agua fresca siempre corría debajo de este suelo calcáreo. ¡Qué dulzura tenían tus ojos cuando me hablabas! Nos fuimos a pescar juntos muchas veces y rodamos abrazados en ese mar que empezamos a ver todos los días, hasta que el mismo hastío nos hizo ser ermitaños, ya no salíamos ni siquiera al frente de la casa a ver los barcos pasar porque no queríamos perder tiempo con jueguitos de niños. Deseábamos estar haciendo el amor noche y día, pegados como sardinas en una lata. Yo quería estar en ese abrazo cálido y me llenaba de gozo sentir que tu miembro crecía de nuevo dentro de mi sexo después de haberte venido. Sin electricidad, teníamos que sacar agua del pozo con una soga y una cubeta, ayudándonos con un juego de poleas, así se pasaban los días y...
Continuamos sin electricidad. Nos vemos en la necesidad de utilizar una bomba que acciona con gasolina. A los niños les gusta ver la televisión. La nuestra es pequeña y está enchufada a una batería de carro. La vida es tan simple, tan natural; la podríamos estar pasando muy bien si tan sólo tú...
-Con un carajo, volvemos a lo mismo. Dime que ya soy bueno para nada, que no soportas ni verme, que soy un desastre y que...
-No te atrevas a repetir algo que yo no he dicho. Eres tú el que se culpa. Te sientes señalado y quieres que te condene. ¿Cuál sería tu castigo?
-No estarás hablando en serio, verdad, ¿verdad que no?
-El centro de rehabilitación no es un castigo, es sólo por un tiempo...
-Un tiempo, ¿cuánto tiempo?
-Cariño, no lo sé. El que se necesite.
-¿Y te quedarías aquí, sola con los niños?
-Estoy sola de todas maneras. -Ella meditó un poco. -Me las arreglaré para prender la bomba. -Encontró una solución espontánea, -le llamaré a tu padre para que venga a prenderla
-El pobre, apenas y puede con su artritis...-Mencionó Fabián.
-Entonces sacaré el agua como lo hacíamos antes, con cubetas y poleas.
-Tu ya no estás para esas, Rosa.
-No estoy tan vieja como crees.

¿Regresar a Fayetteville?. Las noticias lo confirman, ese país no es un buen lugar para vivir. No podría verlo con el cuerpo trabado por la edad y la mente enmarañada y distante, plantado como un árbol seco dentro de esos muros grises de encierro. No estoy lista para verlo y recordar otra vez todo, no; ni esforzarme y simular un perdón que no siento en realidad -Dios, hija, nos enseña a perdonar -decía él- cuando yo regresaba de la escuela enojada porque una niña más grande me había jalado el pelo.
La voz de pastor John Manning era suave cuando rezaba a la mesa antes de la comida. Entrelazaba sus manos, inclinaba la cabeza. En ese momento a Rosa le gustaba ver la perfección de la raya con que su padre lograba peinar milagrosamente sus escasos cabellos. Su cabeza parecía un minucioso plano topográfico. El pastor era pulcro, metódico. Sus ojos tremendamente azules podían penetrar hasta el fondo y localizar el lado flaco de las personas. Una vez que alguien se entrevistaba con el pastor Manning se volvía un fiel seguidor. Era casi imposible evadir el encanto de esos ojos azules, transparentes, que se movían como estrellas fulgurantes, y esas palabras suaves que parecían filtrarse a través de una tela y llegar inmensamente puras y cristalinas hasta los oídos. ¿Cuántos seres habían acudido al pastor en momentos de desesperación y él los había puesto en la senda blanda del consuelo? Cientos. Salvar almas era su misión. Aunque la suya se pudriera en el infierno.

El tres de junio de 1985 solamente mi madre estaba en casa. Yo regresaba de la escuela tarde esa vez porque me quedé donde Betsy, una compañera de escuela que vivía cerca. En el camino a la casa pasaron varias patrullas de policía a toda velocidad. También una ambulancia. Yo tuve que hacerme a un lado y esperar a que el camino estuviera despejado para retomarlo. Al llegar a la casa vi mucha gente. Es ella, la hija, me apuntó la vecina con su dedo. Una mujer policía me abrazó tratando de protegerme de algo muy grave. Yo le pregunté -¿Qué pasó?- Y Ella solamente contestaba con palabras evasivas "It's all right, darling, Don't worry". Me jaló hacia una de las patrullas y de un empujón me subió en el asiento de atrás. Entre el gentío pude ver que sacaban un bulto blanco sobre una camilla. Era mi madre, quien ese día fue asesinada.
La hora: 4.45 de la tarde Rosa debía estar en la escuela, y el pastor Manning todavía en su templo. No había rastro de resistencia. El asesino entró con facilidad a la casa, subió tranquilamente los peldaños de la entrada, tocó el timbre, esperó a que abrieran la puerta, conversó con al señora Manning; ella le ofreció algo de tomar, él dijo sí gracias, ella caminó a la cocina, él la siguió, y de pronto la golpeó con algo pesado en la cabeza. En la cocina había una cazuela con verduras en cocción. Cuando las verduras se quemaron el olor llegó a la ventana de la vecina, la señora Tripps, quien vino a ver si no había ocurrido algún incendio. Cuando la señora Tripps entró a la casa vio el cuerpo sangrante de la señora Manning tendida sobre el linóleo de la cocina. La señora Tripps regresó a su casa y llamó a la policía.
Quince días después yo todavía no me reponía. Había abandonado la escuela. Mis amigas se habían alejado. Estuve más delgada que de costumbre porque no tenía hambre. No sabía lo que pasaba detrás del asesinato de mi madre. Y estuve segura de que las cosas para mí habían cambiado para siempre. Sin más parientes más que mis padres, estuve en una casa de huérfanos, pidiéndole a la directora, a gritos, que me dejara estar con mi padre.
-Rosa, quiero que me entiendas. Tu padre está muy ocupado ayudándole a la policía a buscar al agresor de tu madre. No se si entiendes...Me hablaba con una voz pausada, indiferente a las emociones que mi me fracturaban el cuerpo. Mi menstruación se adelantó y sangré bastante. Las monjas me daban toallas sanitarias y mandaron traer al doctor porque me encontraba muy demacrada.
-Tienes que comer, sweetheart -me decían las monjas, y trataban de darme la comida en la boca. Pero yo no pude reaccionar hasta que pasaron los días, y para ese entonces mi cuerpo era un esqueleto que respiraba.
29 de junio. El comandante Frank Lash entrevista al pastor Manning por quinta vez. Y por quinta vez el pastor Manning se declara inocente.
Con la misma voz de púlpito, el pastor dice que estuvo dando un servicio a las 4.45, en el templo, con los fieles, estuve hablando con ellos.
-¿Con quiénes, precisamente- pregunta el comandante Lash
-A esa hora, comandante Lash, yo estaba con el señor Jones. Peter Jones. El me esperaba a que terminara de organizar mi oficina. -Los dos se encontraban en un cubículo equipado con micrófonos ocultos. Lash se veía un poco despeinado. No había podido descansar bien desde la tarde del crimen. Su instinto le indicaba que la calma en la voz de Manning era extraña, se daba cuenta que le molestaba tanta cordura en el pastor. Observaba sus manos y esperaba en ellas un atisbo de impaciencia, de nervios, algo más humano, pero no lo hubo. Mientras, el comandante se mesaba la cabeza y se desbarataba el cuello de la corbata para dejar escapar el sudor y preguntaba de nuevo.
-¿Qué hacía usted con Peter Jones a las 4.45 de la tarde?
-Habíamos quedado en ir a tomar un café a la esquina con Main Street, y eso fue lo que hicimos.-Continuó Manning- Puede usted confirmarlo con él.
El 5 de julio el pastor Manning fue aprehendido. En una borrachera de cantina, un vago, Michael King, que se decía ser íntimo del pastor, le dijo a todos los presentes del bar que él había matado a la señora Manning, por solicitud del pastor. El tipo era joven pero se veía desaliñado y parecía no haberse cambiado de ropa por lo menos en una semana. Su pelo seboso y escaso le llegaba a los ojos y con movimientos bruscos de cabeza hacía que su escasa melena se acomodara.
-No lo hice por dinero, dijo King ante el tribunal. Yo conocía al pastor y sabía cuánto sufría. Sólo le hice un favor. El pastor siempre ha sido muy bueno conmigo. También la señora Manning, pero el pastor sufría, sufría mucho y yo sólo quise ayudarlo -King emitió sonidos como si fuera un niño hablando de la última vez que se había hecho caca en los calzones.
-Conozco a este hombre y sé que lo que dice no es verdad- Declaró Manning-.Yo nunca le pedí nada, ni él se ofreció tampoco a nada.
Michael King tenía antecedentes penales y todas sus fechorías las lograba a través de decir mentiras. Estaba considerado por todos como un mentiroso profesional y un débil mental. Así que el jurado dudó de la culpabilidad de Manning.
King había sido sentenciado a la silla eléctrica por homicidio en primer grado. Sin embargo, la policía continuaba indagando sobre su complicidad con Manning, y la fecha de la ejecución de King se aplazó hasta que el comandante Lash terminara con todos sus interrogatorios.
Cuando cumplí mis quince años, las monjas me lo festejaron con un pastel. Sister Ann y sister Claire adornaron la salita de estar del orfanato, pusieron globos, muñecos de papel celofán. Sobre la mesa había botanas y jarras con sangría y botellas de cidra.
Sister Ann me dijo que mi padre me esperaba en una de las salitas del edificio, que fuera a verlo. Había adelgazado y estaba más calvo. Pero sus ojos eran todavía tremendamente azules y sus manos cálidas. Yo creía estar enamorada de mi padre, y no sabía qué tan equivocada estaba. Salimos a caminar a uno de los jardines laterales del edificio. Era una tarde tranquila y el verano parecía ser perpetuo. Se agachó un poco y sus ojos se posaron en los míos como dos candiles fosforescentes y dijo:
-Ya podemos estar juntos Rosie, tú y yo.
Sus manos me acariciaban la cara y sus ojos bajaban hasta mis pechos. A mí me dio gusto poder estar pronto con él y lo abracé con fuerza, queriendo reponer todos esos días que estuvimos separados. Su cuerpo cálido estaba junto al mío en ese abrazo nervioso, desesperado. No me soltaba. Estábamos detrás de los arbustos del patio lateral, lejos de cualquier mirada. Quise soltarme pero él apretaba y jadeaba un poco. Al nivel de mi ombligo sentí su miembro duro que friccionaba sobre mi vientre.
-Rosie, tu y yo. Te amo, Rosie- decía con su aliento pegado a mi oído y yo sintiéndolo a él friccionando más y más. Ahora me levantaba un poco con sus manos grandes hasta que pude sentir el tamaño completo de su miembro bajo los labios de mi vagina, friccionaba entre telas de ropa y yo me excitaba también. Hasta que él, con una serenidad feliz, se vino. Se puso la gabardina que llevaba aparte para cubrir la mancha de semen que le quedó en el pantalón, y regresamos tranquilamente al salón de la fiesta.
Todo esto lo declaré ante el tribunal.
El pastor Manning fue aprehendido de nuevo y el comandante Lash lo mantuvo más de 15 días bajo interrogatorios.
La señora Tripps dijo en la corte que escuchaba cómo el pastor Manning tiraba cosas al suelo y le gritaba a su esposa. Era durante las noches cuando se escuchaban los gritos enfurecidos del pastor, y el tronar de los trastes de la cocina contra el piso. -la señora Tripps hablaba con sus ojos grandes y una voz temblorosa-. Nosotros dejamos de ir a su templo una vez que nos dimos cuenta qué clase de hombre era.
Todo lo que ocurrió estuvo en la boca de todo el pueblo. Nuestras fotos salieron en la primera página del The Page. Hubo un momento en que la policía sospechaba también de mí y el comandante Lash estuvo en el orfanato varias veces preguntándome cosas íntimas entre mi padre y yo, entre mi madre y mi padre, entre los tres... Yo tenía miedo. La gente me miraba con esos ojos duros, inquisidores, como si fuese culpable. Betsy dejó de hablarme. Sólo en las habitaciones amplias del orfanato me sentía segura. Al principio me parecía injusto estar allí, después no quería salir de esos muros pues intuía que algo malo me pasaría.
El 3 de octubre el pastor fue condenado a cadena perpetua. Nunca confesó abiertamente su crimen, pero para los jueces estaba claro que el amor incestuoso hacia su hija lo había orillado a establecer complicidad con King para asesinar a su esposa.
-No fueron los jueces quienes me condenaron, Rosie -dijo Manning- fuiste tú. Él se encontraba ya en la prisión de Saint Thomas, y era el primer día de una condena que finalizaría con el último suspiro de aire que tendría en su vida.
-Fuiste tú quien la mandó matar, dímelo, fuiste tú -le pregunté. Se acomodó en el asiento, levantó su mano derecha para tocar mi cara pero una ventana de vidrio se interpuso. Sus ojos azules habían adquirido un iris grisáceo, su cuello parecía el de un zopilote y la ropa ya le quedaba grande. Cuando me miró fijamente, me sentí presa de él otra vez, como aquella tarde en que se vino cuando paseábamos en los jardines del orfanato. Sólo que esta vez no sentí excitación alguna, sólo una vergüenza muy profunda y una pena por él, pena que todavía siento.
-No, mi niña, no -dijo con los ojos cansados y sus labios temblorosos sintiendo que ella se le escapaba para siempre.
-Perdona, Rosie -suplicó.
-Pídele a ella que te perdone -le dije- Yo no puedo.
Escapé de esa mirada con una furia que desconocía, con el dolor que se puede tener cuando una se ha quemado y corre escapando de las llamas. Crucé la puerta de Saint Thomas. Empezaba a hacer frío, era uno de esos días en que el otoño parece estar acabándose detrás de las montañas altas. El pasillo era largo y durante toda la visita un guardia estuvo conmigo. Al cruzar el umbral se cerró la puerta. Había caído una pequeña lluvia y el cemento de la calle se veía húmedo, el aire olía a montaña, y supe que no regresaría más.
Estuve con las monjas hasta que cumplí los 18 años. Sister Ann arregló sesiones con el doctor Dean. Toda yo era un caos de confusiones, de inseguridades. El doctor Dean me hacía preguntas y yo solamente le comentaba que había visto un pájaro gris sobreviviendo a la escarcha del invierno. Estábamos en pleno verano y yo le hablaba sobre el invierno, y después le comenté que no podía dormir porque estaba muy ocupada tratando de juntar conchitas y caracoles a la orilla del mar. ¿Sabe que las medusas son transparentes? Son animales marinos que parecen ojos, flotan y queman si uno las toca...A él todo esto le pareció absurdo y estuvo a punto de trasladarme a un manicomio, de no ser porque sister Claire le dijo que yo había estado leyendo a Hemingway...Era claro que me gustaba pensar en un pájaro pequeño, vulnerable y al mismo tiempo fuerte para sobrevivir un vendaval. Me gustaba pensar que yo podía tener la misma fuerza y volar muy lejos, emigrar, como lo hacen las aves, y llegar a un lugar donde sólo se puede ver el mar.
El asedio de la prensa era insoportable, aún tres años después, no podía integrarme a la vida social del pueblo. Cada vez que salía a la calle sentía un millón de ojos sobre mí. Las hermanas decidieron que era conveniente que saliera a vivir a otro lugar. Me sugirieron otros condados que estuvieran lejos de Fayetteville. Nunca se imaginaron que me vendría a Punta Caracol.
-Por qué no me habías contado todo esto antes -le preguntó Fabián.
-¿Qué diferencia hubiera hecho -le respondió ella-. ¿Me hubieras amado menos o más?
-No sé, por lo menos hubiera conocido esa parte tuya tan importante...
-No es mía. Es de él -casi le gritó histérica, con los ojos anegado en llanto- .Yo solamente soy la Rosa que has conocido en la playa. -musitó tratando de serenarse- Ese momento, recuerdas, cuando estábamos tumbados junto a las rocas de los erizos, me miraste a los ojos por un buen rato y dijiste "tus ojos son como dos aguamalas". Eso fue como una revelación para mí.
Una lancha de pescadores se divisaba ya tarde. Eran dos hombres que venían cansados y parecían haber perdido el rumbo; estaban atracando en Punta Caracol. Fabián les ofreció un lugar para descansar y pasaron esa noche bajo el techo de la familia. A la mañana siguiente los marineros se alistaron para volver al mar. El más barrigón extendió el brazo y le ofreció a Fabián una botella de ron:
-Gracias amigo Fabián.
-No es nada. Guárdela para en otra -contestó Fabián con una firmeza que le venía de adentro -.Aquí la señora manda y a ella no le gusta el alcohol.
Al día siguiente Rosa y sus dos hijos se despedían de Fabián. La mañana era lúcida y la ciudad bullía. Habían viajado desde Punta Caracol toda la mañana. Partieron temprano para llegar a la hora de recepción. Dejaron la camioneta estacionada afuera del edificio.
-La maleta de su papi -le pidió Rosa a los niños.
Un abrazo, un beso, un hasta luego, una inhalación profunda, un corredor, después una sala, la cordialidad formal de un enfermero vestido de civil recibiendo la maleta de Fabián. -No se preocupe señora -dijo, -ya está en buenas manos.
De pronto Fabián clava su mirada en los ojos azules de Rosa y le dice:
-Y la bomba, ¿quién echará a andar la bomba?
-Te esperaremos ¿verdad? -Dijo Rosa, dirigiéndose a los niños en un tono de complicidad -0-.


Una segunda realidad

Hemos llegado a San Cristóbal, mi querida Adelina. Esta vez el trayecto ha sido más vigoroso. Los conductores tuvieron que meterle todo el acelerador a los tráilers para subir las cuestas pronunciadas de las montañas. Si vieras, el verde de los pinares es tan diferente al amarillo oscuro de nuestras praderas. ¡Ah! cómo extraño nuestro hogar, Adelina. Espero que cuando yo regrese tú estés allí, con la misma cara hermosa que tienes y recuerdo tanto, especialmente en un día como éste, cuando hemos llegado a un "otro" pueblo, donde la gente se arremolina junto a la jaula y quiere tocarnos con esas manos diminutas y vacilantes. No puedo moverme mucho, ésta es una jaula alargada que comparto con una llama y una cebra. Lo único que nos separa es una malla de tela ciclónica pintada de rojo. No, no te imagines que es como la sangre, no. Éste es un rojo que no existe en ninguna de las cosas que tenemos en nuestras praderas. Este es un tinte creado por los hombres, y se ve tan ridículo como la nariz de un payaso. Pero, qué te estoy diciendo, Adelina, querida, tu no has conocido a los payasos y espero que nunca los conozcas. Tratan de ser cómicos ante el público, se ríen sin fundamento, con esa fealdad absurda con que se ríen las hienas; Ya, en su habitación, ellos se transforman en los animales más amargados y densos que puedas imaginar. Creo que sus cabezas son tan pequeñas que no cabe en ellas el recuerdo de sus antepasados y por eso sólo suponen ser felices.
Estamos en el primer día de exhibición. Pasamos lentamente, recorriendo la ciudad por sus calles principales. Nos detenemos un rato frente al kiosco del zócalo, un cucurucho de fierros desfigurados, con un techo parteaguas y una cafetería oscura en su interior. Los bocinazos y altavoces me ensordecen ¡que violencia! No sé si alguna vez pueda acostumbrarme de lleno a esta vida tan escandalosa, y a esta soledad tan absoluta...Adelina.
La llama que tengo enfrente es una de las más pedantes de las que he convivido en mi vida. Es más, creo que convivir no es la palabra. Si bien, respiramos el mismo aire y compartimos la misma jaula, no somos meras amigas. Su actitud es siempre tan lejana y altiva... De no ser porque tengo la seguridad de que le gusta que la contemplen, diría que extraña nuestra tierra de llanuras y sabanas. Tan pronto como unas manos se acercan a la malla, ella acerca su cara tratando de complacer a esa gente. Son las manitas de los niños las que ocasionalmente llegan a tocarla y ella agacha la cabeza con docilidad. Cuando la yergue le veo esos ojos candorosos, pero nada más es un instante porque después se voltea y sólo me deja ver su cuello largo y estirado. Y, de nuevo, ella regresa a su estado de ingravidez, de lejanía en que se encuentra la mayoría del tiempo.
Este es un pueblo muy diferente a los de la costa. La gente es esbelta, muy pequeña. Las mujeres llevan listones rojos en la cabeza, y los hombres sombreros tejanos o cachuchas. Algunos de ellos se creen muy españoles, maja, y se ponen sus boinas de comerciante cordobés, y ese es otro mundo del que después te platicaré. Las mujeres caminan como hormiguitas y los hombres saltan como conejos. Todo se entremezcla: cabezas, ropas de colores, rehiletes al aire, ramilletes de globos de helio, altavoces. El agente de tránsito está da silbatazos inútiles porque todo el tráfico estará inmóvil mientras la muchedumbre no deje de mirarnos. ¡Si vieras, qué circo, Adelina, constituyen los hombres!
Nos hemos estacionado en la calle principal, el letrero dice Insurgentes. La palabra suena como "mucha gente", y a lo mejor eso es lo que significa. Hay muchas bocas y ojos abiertos en azoro. Atrás de mí está la cebra que no puedo ver. El espacio es tan reducido que no puedo voltearme, pero percibo sus resoplidos en mi trasero. Ella es joven, lo sé por la manera en que come la pastura y por su carácter desesperado y hostil. La última vez que salimos en público le dio una patada al cuidador de la jaula y de castigo la tuvieron sin agua por más de doce horas, pobre.
Yo, por mi parte, he aprendido a apechugar. Se que regresaré -más vale tarde que nunca-cuando los años hayan pasado, cuando los niños que nos admiran hayan crecido y no tengamos más funciones que dar. Entonces regresaré y estaré contigo, Adelina. Nos volveremos a abrazar con el ritmo de nuestros cuerpos. Nuestras trompas y colas se entrelazarán y nuestra piel rugosa crepitará con placer al sentir la cadencia de nuestros cuerpos en un movimiento simultáneo.
¡Ay! Adelina. Extraño las extensas praderas donde se podía caminar y sentir la tierra sana bajo el estruendo de nuestras pisadas. Los ríos y lagunas, bocas de agua en las cuales los peces asustadizos se alejaban con pavor cada vez que metíamos nuestras trompas en sus cauces.
Extraño tu calor y el bufido de tu respiración, Adelina. Tu siempre tan pulcra y tan ordenada...con esa sabiduría en los deberes, con esa prestancia para la diversión... y la belleza de tu cuerpo, ¡ah! ese cuerpo ligero, enorme, tuyo y mío.
Bajo tu instinto hicimos el último viaje en el que encontramos el cementerio de nuestros antepasados, un montículo de huesos desparramados en un agujero escondido, ¿te acuerdas? Se lo habían llevado casi todo: el altar, el marfil de nuestras últimas generaciones. Nuestros padres y madres habían desaparecido. Pero la insistencia en regresar al mismo punto quedó intacta. Regresamos una vez más, Adelina, y en el trayecto, un poco antes de llegar a nuestro sitio, la vista se me borró y cuando desperté me encontraba ya aquí, entre las rejas de una jaula. A veces presiento que la estepa, la sabana y tú sólo existen como sueños, y que mi realidad, mi obstinada y patética realidad, es esta jaula apestosa a orines, es el estar frente a estos animales de dos patas -quienes en una borrachera existencial y en su arrogancia máxima se llamaron ellos mismos "sapiens"- que hablan con la misma boca con que comen (¿cómo podrán hacer semejante cosa?) Muchos de ellos son hostiles y feos, son seres que no querrás conocer nunca. Cuando gritan sus caras se enrojecen y los pastos negros sobre sus ojos se fruncen. Basta con mirarlos; ver el movimiento de sus manos para conocerlos. Hay que cuidarse de las miradas vacías y manos nerviosas, bruscas, son los seres más arrogantes que conozco, si vieras...
Se que el juzgar podría ser un desfalco para la conciencia y yo no trato de juzgarlos. Sólo me pregunto qué tanto creen ellos que sabes, su sabiduría lejos de hacerlos bondadosos y felices, los envilece y los aprisiona, ¿sabrán ellos que lo que es solamente existe porque así es?
¡Ay! yo sólo vivo gracias a esa ilusión que tengo de regresar a donde estás tú, a donde nuestro hogar que hemos compartido con mariposas, murciélagos y serpientes, ensancha sus caminos y nutre sus pastos para nuestras andanzas.
Mi vecina, la llama, sabe que hemos respirado en el mismo paraje, pero ahora no quiere hablar del asunto. Se lamenta discretamente de sus orígenes. La cebra, en cambio, solamente está esperando, como yo, la ocasión de regresar a la llanura. Su voz es como un estallido y cuando relincha parece traspasar, con sus cortas patas, el umbral de lo que somos y llegar al sitio de lo que éramos. Quizás un día ella lo logre y yo pueda seguirla después.
Por el momento sólo puedo enviarte este mensaje de esperanza para que me aguardes y juntas, las dos, podamos morir en el sitio de nuestros antepasados.

Tu bella Fanny.





















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