sábado, mayo 12

DIARIO DE UNA TROTAMUNDOS III

Las ballenas.

La Baja es el hogar de cientos de especies silvestres y se embellece con una diversidad de inimaginables ecosistemas. Empero, el reino de la ballena gris llama y seduce con sus ecos marinos a quienes con azoro admiran la grandiosidad de este animal.

El ser humano, el más letal enemigo de las ballenas, se ha convertido. En el mundo 66 países firmaron un acuerdo de protección en 1948.

En 1972 La Laguna Ojo de Liebre fue declarada como uno de los santuarios de estos mamíferos marinos, los más antiguos del mundo.

La ballena gris realiza una de las migraciones más largas y espectaculares, desde el polo norte hasta las aguas cálidas de la Baja. Terminando el invierno, inicia el recorrido de 16 mil kilómetros de viaje redondo, hasta el mar de Chukchi, en el círculo ártico, donde se alimenta y prepara su viaje de retorno a casa en México, para aparearse y reproducirse en las Lagunas de Ojo de Libre, San Ignacio y Bahía Magdalena, en Baja California sur, de enero a marzo.

En la primera mitad del siglo, esta especie estuvo muy cerca de la extinción por la caza indiscriminada (Véase Moby Dick). Sin embargo, logró recuperarse a partir de una población de mil ejemplares.



En la actualidad nacen -cada temporada- unos 900 ballenatos, distribuidos en las tres lagunas, y el número se incrementa gradualmente.
Hasta el 2002, las ballenas avistadas ascendieron a mil 1998, de las 535 en 1991, según un folleto de la empresa Exportadora de Sal, la más grande del mundo que posee las riberas cercanas a Ojo de Liebre uno de los santuarios balleneros.

miércoles, mayo 9

INES ARREDONDO


Inés Arredondo para jóvenes, es un compendio de narraciones cortas que proyectan los vericuetos oscuros del corazón humano. Hay ambientes sórdidos, personajes viles, egoístas, aquellos timoratos y plácidos. Pero sobre todo se percibe el desenvolvimiento de las sensaciones y sentimientos creando un clímax sereno pero poderoso.
En su prólogo, Ignacio Trejo Fuentes señala: “Leer a esta escritora –una de las más importantes de la literatura mexicana- conlleva a sacudimientos, bofetadas, escupitajos en el rostro de quienes han sido aleccionados para mirar la vida de una sola cara. Inés Arredondo quieres precisamente eso: conmocionarnos mediante el enfrentamiento de los oscuros de la existencia, esos que nos empeñamos en velar, en opacar, en desaparecer para no tener que mirar el fondo de nosotros mismos y estar, así, ante la posibilidad de descubrir los rasgos que no queríamos ver. Su literatura es por eso un ejercicio de descubrimientos permanentes”.

lunes, mayo 7

DIARIO DE UNA TROTAMUNDOS II



Bahía de la Concepción.







Pescadores limpiando sus lanchas en el muelle.









El palacio municipal y el parque central de la ciudad.








Santa Rosalía

El recorrido en el espacioso Águila me permitió admirar por las ventanas panorámicas las refulgentes bahías custodiadas por sus farallones, adornadas con collares de arrecife costero. No había duda: las bellezas naturales de la península tienen el poder de la hipnosis y el relajamiento. Los azules se diluyen con los grises desérticos; y lo verde de las algas con los violeta de un cielo que rompe en gritos crepusculares y luego muere ante los ojos de una luna plácida. Frente a mí tenía la bahía de la Concepción.

Abriendo sus brazos a un mar sin fronteras, Santa Rosalía -en cambio- es un pueblo esparcido en cerros. Las primeras casas tomaron los terrenos de un cañón que se inundaba cada vez que llovía hasta que los pobladores decidieron parapetarse construyendo un dique.

A lo lejos, dejando una estela en el mar al cortar las olas, el ferry transporta a pasajeros rumbo a Guaymas. Al costado del muelle los pescadores reparan sus lanchas para una nueva jornada de redes y anzuelos, y el pueblo se protege en sus casas de madera de un mediodía fogoso.

Los edificios antiguos de esta ciudad son de hechura francesa. Me recordaron a Saint Sauver, un pueblo antiguo en Quebec donde los restaurantes y los campos de esquí atraen a miles de turistas cada año.

A diferencia de Saint Sauver, Santa Rosalía sólo sirve para que el visitante tome un respiro antes de continuar su viaje.

Las oficinas de gobierno, la pesca industrial y el comercio concentran a un gran número de familias mexicanas en sus entrañas rocosas.

Las casas, enclavadas en las pestañas de los cerros, se diseminan en dos barrios que se pueden recorrer en menos de una hora tomando el urbano por cinco pesos: Ranchería y Nueva Santa Rosalía.

El urbano de esta ciudad es el más cómodo que conozco. Es chaparro, automático y con dirección hidráulica. El chofer hace su rondín de una manera sistemática y suave. Al subir, los escalones son amplios. Las monedas van a parar a una caja de madera donde se pueden ver las pilas acomodadas de a diez, de dos y de un peso. Este autobús es el más común y el preferido de todos, especialmente de los ancianos con bastón.

Santa Rosalía es una ciudad estructurada. Cuenta con servicios médicos, correo, telégrafo, ferry, aéreo, teléfono e Internet. La panadería El Boleo saca conchas, bollos y birotes calientes del horno a las seis de la tarde.

Los boticarios atienden al público atrás de un mostrador de cristal y alargan los brazos hacia hileras de anaqueles exhalando un suspiro antiguo.
Al gusto de los comensales hambrientos, los restaurantes sirven porciones abundantes. Aquí llegan pescadores, viajeros y migrantes con estómagos de camello, llenándose hasta el cuello para soportar los días en que tendrán que contentarse con una barrita Marinela o unas galletas de soda.

Una de las distracciones de los jóvenes consiste en darle la vuelta al centro, aturdiéndose con sus estereos mientras platican entre sí a gritos en sus carros.
Muchos de los vehículos, han sido traídos de Estados Unidos. Los Grand Cherokee ronronean en inglés, y las naves antiguas y asombrosamente bien cuidadas, como los Grand Marquis, Mercury y Galaxy circulan añorando los setentas, cuando sus motores podían presumir de la novedad.

Al mirar rumbo al parque central, me pregunté cuál sería la razón de la construcción de esas fachadas de corte extranjero que le dan al centro un toque extemporáneo.
La Biblioteca Pública Gandhi, situada frente al hotel Olvera –donde me hospedé- me sacó de dudas: La ciudad, aparentemente pobre, guarda en las entrañas de sus cerros las minas que atrajeron a los buscadores de tesoros y tuvo su apogeo cuando los franceses vinieron a explotar el cobre, estableciendo –de 1885 a 1954- la Compagnie Du Boleo.

El libro El Boleo, un pueblo que se negó a morir, de Juan Manuel Romero Gil, relata: “Una ciudad mexicana crece de la tierra; uno no puede pensar que no haya estado siempre allí… Había fábricas industriales de gran tamaño, andamios por todas partes y montones de rocas rotas. Las montañas calcinadas hasta llegar a ser blancas contrastaban con los tejados rojos y plantas alrededor de las casas…”

Continuará…

domingo, mayo 6

DIARIO DE UNA TROTAMUNDOS



En el pasaje comercial de Loreto los vehículos pueden entrar, cosa inpensable en Playa del Carmen, donde aun los ciclistas son multados por circular en el adoquín.






La Misión de San Javier, un pueblo entre las tripas de la tierra.









Las culebras de agua que prodigan vergeles.






A quién se le hubiera ocurrido. Nadie en su sano juicio viaja sola, con tres litros de alcohol en la cabeza.
La tarde del domingo había estado comiendo en casa de Carrillo y Lety y se me pasó la mano con todo. Así que crucé el Golfo de California en un estado de inconciencia plena. Si el avión se hubiera caído, habría muerto en la placidez de la borrachera.
Afortunadamente mis ángeles guardianes trabajan de tiempo completo. A la salida del aeropuerto de La Paz un chofer ya me esperaba. Era José Luis, el taxista que les da servicio a mis hermanas cada vez que van de trabajo a la Baja. Rosa Ana le había llamado para que me recogiera y me diera el servicio.
El hotel Oasis de la Paz es cómodo y cuesta solamente 260 pesos la noche.
En la agonía de la cruda, temprano muy de mañana, tuve la lucidez suficiente como para poner a cargar mi celular y comunicarme para decir que había hecho un buen cruce. Cruce. Se me cruzaron las copas.
El hotel queda un poco fuera del centro, pero la ciudad está interconectada por medio de líneas urbanas. Así que con la maletita, no me dio trabajo tomar el autobús, preguntar y llegar al gran malecón donde está la estación de los autobuses Águila, los más comunes y de mejor servicio en la Baja. Recorren la carretera Transpeninsular que va de norte a sur, con parada en cada centro urbano.
Las canciones de Emmanuel son muy bellas, pero hay que ver lo que me hartaron. El conductor quiso recordar sus años mozos y puso la cinta más de 10 veces en las cinco horas que duró el viaje, Tataratata, tatataratata, quiero dormir cansando para no pensar en ti...
Después de la primera sorpresa que causa el desierto, el panorama se vuelve monótono. Por la ventana se puede ver un manto seco: matorrales con sus garras inhiestas apuntando al cielo y un ejército de cactus alineados en explanadas interminables.
En el mismo territorio hay piedras volcánicas y de río, así como sedimentos marinos incrustados en conchas que han quedado en la superficie como residuos del mar.
La visita a Loreto era de rigor, pues me habían recomendado el lugar hasta el cansancio. Sin embargo, cuando llegué no me pareció la gran cosa. Su centro de tres calles está adoquinado y tiene pasillos como los que hay en Playa del Carmen, Quintana Roo: atestados con tienditas de artesanías, ropa de playa y bronceadores.
Los servicios de información turística son deficientes. La Oficina de Turismo es solamente un par de repisas con algunos folletos y dos personas que hacen de todo, menos sacar de apuro al turista. Menos mal que la Internet está accesible por 16 pesos la hora y hay suficientes de estas oficinas en el centro.
Poco a poco fui percibiendo el sabor exquisito de las esquinas y la belleza de Loreto.
Me hospedé en el hotel Brenda, por 260 pesos la noche. Tiene aire acondicionado, agua caliente y estacionamiento.
La mañana del primero de mayo fue fresca y estuvo acompañada por los trinos de los pájaros y una música que traía el viento. La canción Te amo, en la voz de Guadalupe Pineda, parecía salir de una de las habitaciones de la sacristía de la Misión de Loreto. El edificio es adusto y tuvo que haber sido remozado varias veces, pues lo construyeron los jesuitas en sus afanes por conquistar el nuevo mundo por allá en 1697.
La nave principal estaba sola y por una de las puertas laterales se sale a un patiecito donde están las oficinas y algunos cuartos para servicios pastorales. Los portales tienen la gracia de las formas, el material de cantera y el rojo de las bugambilias. De allí se podía ver una serie de ventanas de unas habitaciones reglamentarias, un especie de claustro, ubicado en el segundo piso. En el vaivén de la melodía y la romántica voz de Guadalupe Pineda, me imaginé al cura llorando, inconsolable, solitario y modesto, por un corazón perdido, eternamente te amo, tu mano
Me decepcionó saber que la música venía del quiosco, ubicado a unos metros de allí, donde los organizadores municipales esperaban a los trabajadores sindicalizados para efectuar el acto con que se celebró el Día del Trabajo.

San Javier

Las montañas que sirven de espalda a la bahía de Loreto son áridas. Sobre su superficie los matorrales son unas mechas secas y puntiagudas. Todo es agreste e inhóspito. Una juraría que se podría de morir de hambre y de sed en dos días de no tener otra cosa más que abandono. Sin embargo, por los cañones de esa gran conformación de montañas desérticas, bajan colas de agua y en algunas partes las rocas forman piscinas donde los niños se bañan. Esto lugares, oasis en un terreno de cabras salvajes, aparecen inesperadamente en el camino. A los costados de estas colas de agua las palmas, las flores y los cultivos crecen con abundancia.
La misión de San Javier, fue construida para dominar -desde arriba- a los pueblos indígenas que estaban asentados en estos cañones. Los curas jesuitas tuvieron -me imagino- que haber tenido una condición física de talla olímpica para caminar, subir y bajar por las escarpadas paredes de estas montañas.
El pueblito de San Javier, ahora, alberga a unas 120 personas que viven de la agricultura y los pesos que dejan los visitantes que compran artesanías y consumen en el único restaurante.
La construcción de la iglesia es sólida y majestuosa, así como las montañas que la circundan. El verdor y la fertilidad de ese minúsculo valle es asombroso: hay legumbres, viñedos y dátiles.
En uno de los cañones nos encontramos con unas chozas de techo circular. Tiene el aspecto de una aldea africana, abastecida por una caída de agua proviniente de las zonas altas de las montañas.
El carro se atascó en dunas, patinó varias veces sobre la piedra suelta al subir. Y al bajar me caí tratando de tomar unas fotos. Me lastimé la mano y la rodilla. Pero por lo demás, el viaje fue placentero e interesante.

Continuará...