viernes, marzo 2

El cuenco que lo cambió todo


José Saramago, en Las intermitencias de la Muerte insertó una pequeña historia capaz de hacer añicos al corazón más pétreo. Me gustaría compartirla con ustedes:


"Érase una vez, en el antiguo país de las fábulas, una familia integrada por un padre, una madre, un abuelo que era padre del padre y el ya mencionado niño de ocho años, un muchachito. Sucedía que el abuelo ya tenía mucha edad, por eso le temblaban las manos y se le caía la comida de la boca cuando estaban a la mesa, lo que causaba gran irritación al hijo y a la nuera, siempre diciéndose que tuviera cuidado con lo que hacía, pero el pobre viejo por más que quisiera, no conseguía contener los temblores, pero aún si le regañaban, el resultado era que siempre manchaba el mantel o el suelo al dejar caer la comida, por no hablar de la servilleta que le ataban al cuello y que era necesario cambiarla tres veces al día, en el desayuno, al almuerzo y a la cena. Estaban las cosas así y sin ninguna expectativa de mejoría cuando el hijo decidió acabar con la desagradable situación. Apareció en casa con un cuenco de madera y le dijo al padre, A partir de ahora comerá aquí, sentado en el patio que es más fácil de limpiar para que su nuera no tenga que estarse preocupando con tantos manteles y tantas servilletas sucias. Y así fue. Desayuno, almuerzo y cena, el viejo sentado solo en el patio, llevándose la comida a la boca conforme era posible, la mitad se perdía en el camino, una parte de la otra mitad se le caía por la boca abajo, no era mucho lo que se le deslizaba por lo que el vulgo llama el canal de la sopa. Al nieto no parecía importarle el feo tratamiento que le estaban dando al buelo, lo miraba, luego miraba al padre y a la madre, seguía comiendo como si nada tuviera que ver con el asunto. Hasta que una tarde, al regresar del trabajo, el padre vio al hijo tabajando con una navaja un trozo de madera y creyó que, como era normal y corriente en esas épocas remotas, estaría construyendo un juguete con sus propias manos. Al día siguiente, sin embargo, se dio cuenta de que no se trataba de un carro, por lo menos no se veía el sitio donde se le pudieran encajar unas ruedas, y entonces preguntó, Qué estás haciendo. El niño fingió que no habia oído y siguió escavando en la madera con la punta de la navaja, ésto pasó en el tiempo que los padres eran menos asustadizos y no corrían a quitar de las manos de los hijos un instrumento de tanta utilidad para la fabricación de juguetes. No me has oído, qué estás haciendo con ese palo, volvió a preguntar el padre, y el hijo, sin levantar la vista de la operación, respondió, Estoy haciendo un cuenco para cuando seas viejo y te tiemblen las manos, para cuando tengas que comer en el patio, como el abuelo. Fueron palabras santas. Se cayeron las escamas de los ojos del padre, vio la verdad y la luz, y en el mismo instante fue a pedirle perdón al progenitor y cuando llegó la hora de la cena con sus propias manos lo ayudó a sentarse a la silla, con sus propias manos le acercó la cuchara a la boca, con sus propias manos le limpió suavemente la barbilla, porque todavía podía hacerlo y su padre no".

LA NATURALEZA EN SUEÑOS


Creo que la mejor filosofía nace de ver un cerro o contemplar el cielo; que el ser humano, al construir sus ciudades lejos de la naturaleza, huye de sí mismo.


Nada primordial.


Con este pensamiento desperté hoy. Fue como un pájaro que revoloteó alrededor de la cabeza hasta encontrar palabras. Abrí los ojos con la sensación de que había soñado con los parduscos y ásperos cerros de la bahía de Topolobampo, y en la lengüeta del campo pesquero de El Colorado.

miércoles, febrero 28

ILUSIONES PARA EL SIGLO XXI


Por Gabo



Gabriel García Márquez pronunció este discurso el 8 de marzo de 1999, en la sesión inaugural del foro América Latina y el Caribe frente al Nuevo Milenio, llevado a cabo en París.

El escritor italiano Giovanni Papini enfureció a nuestros abuelos en los años cuarenta con una frase envenenada: "América está hecha con los desperdicios de Europa". Hoy no sólo tenemos razones para sospechar que es cierto, sino algo más triste: que la culpa es nuestra.
Simón Bolívar lo había previsto, y quiso crearnos la conciencia de una identidad propia en una línea genial de su Carta de Jamaica: "Somos un pequeño género humano".
Soñaba, y así lo dijo, con que fuéramos la patria más grande, más poderosa y unida de la tierra. Al final de sus días, mortificado por una deuda de los ingleses que todavía no acabamos de pagar, y atormentado por los franceses que trataban de venderle los últimos trastos de su revolución, le suplicó exasperado: "Déjennos hacer tranquilos nuestra Edad Media".
Terminamos por ser un laboratorio de ilusiones fallidas. Nuestra virtud mayor es la creatividad, y sin embargo no hemos hecho mucho más que vivir de doctrinas recalentadas y guerras ajenas, herederos de un Cristóbal Colón desventurado que nos encontró por casualidad cuando andaba buscando las Indias.
Hasta hace pocos años era más fácil conocernos entre nosotros desde el Barrio Latino de París que desde cualquiera de nuestros países. En los cafetines de Saint Germain de Prés intercambiábamos serenatas de Chapultepec por ventarrones de Comodoro Rivadavia, caldillos de congrio de Pablo Neruda por atardeceres del Caribe, añoranzas de un mundo idílico y remoto donde habíamos nacido sin preguntarnos siquiera quiénes éramos.
Hoy, ya lo vemos, nadie se ha sorprendido de que hayamos tenido que atravesar el vasto Atlántico para encontrarnos en París con nosotros mismos.
A ustedes, soñadores con menos de cuarenta años, les corresponde la tarea histórica de componer estos entuertos descomunales. Recuerden que las cosas de este mundo, desde los transplantes de corazón hasta los cuartetos de Beethoven estuvieron en la mente de sus creadores antes de estar en la realidad. No esperen nada de siglo XXI, que es el siglo XXI el que los espera todo de ustedes.
Un siglo que no viene hecho de fábrica sino listo para ser forjado por ustedes a nuestra imagen y semejanza, y que sólo será tan glorioso y nuestro como ustedes sean capaces de imaginarlo.


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martes, febrero 27

EL ULTIMO BOCADO



Historias Mexicanas


Avelina Rojas


El coronel Trino Hernández sacudió su sombrero después de un galope sin tregua. Encontró en las grandes habitaciones un ambiente que él consideró cálido, como para llamarlo hogar.

No pasaron muchos días para que organizara las cosas a su manera. Con una rapidez apabullante estableció un régimen de jornadas dobles. Un cobertizo aledaño de la hacienda fue utilizado como tienda de raya. Emitió vales y fijó el valor de los productos.

Había adoptado la misma manera de caminar de los patrones. Era conocido por su temperamento explosivo y castigaba con látigo cualquier acto de rebelión. En cambio, se mostraba generoso con quienes le servían.

Al nuevo hacendado siempre le habían gustado las mujeres, pero nunca se había visto más complacido como ahora.

Del hombre esbelto que era se había convertido en un fortachón a quien no le alcanzaban las horas de siesta para retozar con las sirvientas. Al verlo dormido las cocineras le daban un empujón de mal modo en el hombro para avisarle que la comida estaba lista.

Por su lado, el general Margarito Raygoza esperaba sentado en una silla de maderas viejas escuchando el rechinar de los ejes de las carretas y los herrajes del fondo. Puso su revólver sobre una de las losetas del piso. Sus botas estaban húmedas y sintió un escozor entre los dedos. Trató de acomodarse en la silla. Se percató de que el sudor de las nalgas había humedecido el librito de poemas que guardaba en uno de los bolsillos del pantalón.

Se levantó de la silla de mal humor y guardó el libro en su chaqueta. Por fin se decidió. Con un estirón de piernas se dio ánimo. Caminó en línea recta, sin espuelas ni sombrero. Cruzó el pasillo queriendo ignorar el escozor entre los dedos de los pies.

Sabía que en unos segundo más tendría que matar a quien fuera su mejor amigo.

Trino Hernández comía sin cubiertos, hundiendo la tortilla y atrapando pedazos de carne con los dedos. El caldo estaba grasiento y se tallaba seguido el bigote para limpiárselo. Cerró un poco los ojos mientras masticaba porque sentía el placer de ese bocado generoso y condimentado.
Levantó la vista con un gesto grave cuando sintió que desde atrás alguien lo veía. De inmediato reconoció la voz. Aguzó los sentidos, animal de monte, quédate quieto, cualquier movimiento puede ser en tu contra.

Escuchó la voz de trueno, cadenciosa y al mismo tiempo brutal, tan familiar que sería imposible permanecer tranquilo.
Raygoza dijo, Ah qué mi Coronel, no los puede uno dejar porque ya empiezan a hacer de la suyas, hombre.

Instintivamente Hernández puso una mano sobre la cacha de la pistola. Experimentó lo amargo de su destino fluir en las venas, doloroso como el veneno de un alacrán. No había suceso que él temiera más que la aparición de su antiguo colega. Siempre se las había jugado, pero ahora era como si se las perdiera de veras, como si estuviera caminando sobre el filo de un acantilado donde un viento débil lo podría aventar al vacío.

De las tortillas recién hechas salía el aroma benévolo del maíz. Un vapor emanaba de un caldo con olor a cilantro y cebolla. Hernández se levantó de un brinco cuando escuchó la voz. La grasa del caldo le escurrió por las comisuras de una boca. Tuvo que tragarse el bocado para no escupirlo. No era hombre de miedos, pero en sus momentos de descanso un presagio siniestro le había provocado náuseas. Allí estaba la mirada negra, colérica.

Trino Hernandez se volvió a la mesa apoyando los codos con cuidado, sabía que la gente de Raygoza aparecería por todos lados, que su tropa solamente aguardaba órdenes para caerle encima, más valdría encarar el asunto de hombre a hombre, Qué hay de malo, dijo, que uno quiera asentarse, pues, es que ya no fue suficiente con andar de arriba pa' abajo, asaltando, matando, pues ya estuvo bueno, ahora hay que disfrutar lo que hemos ganado, Pues eso que usted quiere hacer, Coronel, es precisamente por lo que andamos peleando, argumentó Raygoza. Y añadió, Quién le dijo que la Revolución se hizo para seguir maltratando a la gente, cuántas veces le comenté a usté, repitió, dando unos pasos para enfrentarlo y hundirle los dedos en un pecho lleno de carnes, precisamente, a usté, todo lo que no me gusta de los ricos, y ahora quiere arremedarlos, Pues de qué otra manera puede tener uno una vida digna, compadre.

A Raygoza la cólera lo estremeció de nuevo, cómo se atrevía Hernández a hablar de dignidad. No solamente se había convertido en un traidor, ahora quería justificarse usando una palabra cuyo significado era una vaga nube errante, sin agua ni dirección, que no se detenía nunca, ni era de nadie, Dignidad, exclamó, Nada más un ratito, rogó Hernández, en lo que paro esta hacienda, ya después se podrán ir, dijo refiriéndose a los peones y las cocineras. La camisa del nuevo rico estaba cuidadosamente almidonada y se había puesto un corbatín ajustado. Raygoza pensó con desprecio que se veía ridículo, que por más que intentara parecerse a un hacendado sería siendo la misma bestia de siempre.

Trino Hernández había dejado de ser el joven atlético y se había convertido en un hombre corpulento que tendía ahora a engordar comiendo sin límite y durmiendo como un oso. Entendió su error. Debió haber desenfundado al momento en que lo sintió tras las orejas, debió haber disparado cuando vio en esos ojos la sombra negra de la desgracia. Pero ya era tarde. Raygoza, sin contemplaciones ni romanticismos, pronunció su sentencia, Lo voy a tener que fusilar, compadre, por traidor y abusivo, después escupió, y esa fue la señal para que sus soldados salieran de todas partes.

A las cinco de la mañana del día siguiente, el coronel Trino Hernández yacía muerto, con el pecho perforado, frente a uno de los muros de adobe de la casa grande. Cuando lo enterraron, le pusieron un leño en forma de cruz sobre su tumba.

Clavado al madero frontal, los soldados habían dejado un cartón cuyas letras se borraron con las primeras lluvias de mayo, el sol de septiembre y las lunas de octubre. La grafía que desapareció rezaba, Aquí keda el cabrón que kiso ser amo y esplotar al pueblo.

Al momento en que Trino Hernández se encontró con Raygoza nunca se imaginó que su entrañable compadre, amigo del alma, lo mataría. Raygoza y Hernández se vieron por primera vez en el reclusorio de Santa Elena.

Como prisioneros, no esperaron mucho antes de que hacer planes para fugarse. Los dos sabían que si no escapaban morirían bajo el fuego de un pelotón de fusilamiento. Afuera la libertad cantaba tras las ramas quietas de los árboles, qué bien se sentiría ver la noche de frente. Tomaron las pistolas huérfanas de los centinelas que dormían, la hoja filosa buscó el cuello, camarón que se duerme se lo lleva la corriente. Una mano cayó blanda, la sangre corrió en hilillos por los brazos hasta caer sobre el suelo.

Los fugitivos se miraron a los ojos. No era una ocasión para vacilar ni mencionar nada, cuántos días de esmero, por fin llegaba el momento, arrástrate como culebra en el desierto, rapta por las paredes como una iguana, vuela como un insecto, ataca como depredador, mira hacia el frente, hacia la luz del alba que nos recoge y nos abraza como hijos huérfanos. Nos la hemos ganado, por fin somos libres.

Había una entereza en Raygoza y una manera de ver las cosas, que Hernández, montaraz y alocado, no comprendía pero, en cambio, admiraba mucho.
El contradictorio carácter de Hernández le hacía apreciar a su compañero, pero también envidiarlo. Si algún día de estos me lleva la flaca, le dijo Hernández a Raygoza, me gustaría que usted estuviera conmigo, eso de morir solo, sin que lo entierre nadie, que tenga uno que pudrirse colgado de un árbol, o sobre las dunas del desierto, esperando a que los zopilotes lo limpien, lo dejen en huesos, y después ser arrastrado por el viento, caer en barrancas y disolverse en abismos oscuros, sin que haya otra salida que el infierno, eso es lo que más me quita el sueño, si viera, No sufra, muchachito, le contestó el general, yo estaré con usted, Prométamelo, Se lo prometo.
Así anduvieron, durante tres meses, a salto de mata, tras los arbustos roñosos, buscando agua bajo las rocas, comiendo hierbas del monte, turnándose en la noche para hacer la guardia.

Esa vez compartieron las mortificaciones que muchas veces laceran más que las espinas, Yo, en cambio, le confió Raygoza a Hernández, no duermo pensando en qué momento podré vengarme de esos traidores que han matado la Revolución, un país sin ideales es un cuerpo sin cabeza, dijo mirando la leña crepitar en la lumbre y añadió, Como dicen que dijo mi compadre Elías, los medios justifican los fines, o algo así, y los fines de la Revolución pues ni siquiera se han cumplido, ni a la mitad.
Raygoza escupió con desprecio, arrugó la cara frente a la fogata mientras se sobaba la manos sobre el fuego, Se quieren adueñar de este país como si fuera un baúl lleno de oro, no ven que es un barco que se hunde, lo ve usted, enfatizó volteando a ver a Hernández, no duermo pensando en eso.

Un día profético Hernández se levantó presintiendo que sus vidas estarían unidas para siempre, y quiso legitimar ese destino pidiéndole a Raygoza que le bautizara a uno de sus hijos. Cuando estuvieron festejando el bautizo, Raygoza tuvo una sensación blanda y pensó que su nuevo compadre, en el fondo, tenía madera de hombre de bien, que necesitaba asentarse para sacar a flote su verdadero carácter y cumplir con los deberes de familia. Por eso decidió partir solo y dejarlo en el remanso pacífico de un hogar. Nunca se imaginó que cinco meses después lo encontraría para matarlo.
En el momento en que Trino Hernández se dio cuenta de que era el prisionero de su propio compadre, estalló en una carcajada que solía fingir muy bien, Ah qué mi compadre, exclamó, nunca se le va a acabar lo bromista. Pero antes de que terminara de reírse, Raygoza ya se había ido.

Hernández se dio cuenta que se había quedado solo en un cuarto que había servido de bodega y ahora el General lo usaba como celda. No había ventanas, y al momento en que la aldaba cayó y la puerta quedó cerrada, el prisionero se encontró con el vacío de una oscuridad escalofriante. Su risa se esfumó cuando escuchó el taconeo de los soldados, el metal de los rifles y el golpeteo de las cananas. Entonces, Trino Hernández supo que en verdad lo iban a matar. De la risa pasó al desencanto, después al asombro y por último a la furia. Con una respiración entrecortada y salvaje gritó, Acuérdese de todo lo que hice por usted, así es como me paga. La voz nítida y tranquila del General se oyó desde el otro lado, Usté se pagó solo, se sirvió con cuchara grande y ahora le toca dar la *feria, desgraciado.

En medio de la soledad y la penumbra, Hernández confirmó que su destino estaba vinculado a este hombre a quien había admirado y ahora odiaba con todas sus fuerzas, le pareció una broma el que muriera en manos de su General y por último concluyó que si no podía vivir con dignidad, al menos moriría como se imaginó que Raygoza moriría algún día, con la cara en alto y sin pedir clemencia.

Por su parte, el general Raygoza no quiso presenciar la ejecución de su compadre. Cuando el pelotón se puso en línea, él se montó en su caballo, lo espoleó con fuerza y cabalgó por horas perdiéndose en la serranía.
Regresó agotado. El escozor entre los dedos se había convertido en un herida que sangraba. Las piernas, arañadas por espinos, temblaban trémulas de dolor y cansancio. Su retinto de buena alzada bufaba con fatiga. A la altura de las espuelas, en el enorme vientre del animal, un hilillo se desprendía y caía en la tierra.
Dos soldados tomaron las riendas del animal y lo llevaron a descansar bajo la fronda de unos *tabachines. El noble se tendió sobre el suelo, aflojó los enormes músculos, resopló con fuerza y murió.


*Feria: Significa cambio. Feriar dinero, cambiar dinero. Tener feria, dar feria.
*Tabachines: Flamboyán (Poinciana Regia) planta de origen africano y de nombre francés.


domingo, febrero 25

Para el buen cagar: un nuevo aparato

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Xóchitl

Historias Mexicanas

Aletse escribió Silencios de Agua, prosa poética de armonioso sonido.

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CUENTOS DE ARENA Y PAVIMENTO


Por José Luis Barrón

Noche de suerte

Era su último dólar, la última esperanza de José Alfredo para ganar y así alcanzar la cantidad que requería para volver con su familia. Cerró los ojos para concentrarse, repasó con su mano temblorosa la pantalla de la máquina que había elegido para jugar su último billete, el murmullo que reinaba en ese momento en el casino desapareció para él.
Ahí estaba, él solo ante la máquina que devoró el billete para otorgar 100 créditos, es decir 100 oportunidades para que surgieran las figuras que le dieran a José Alfredo un buen triunfo. Sudó frío antes de la primera “tirada”, sorbió su whisky y se frotó las manos. Justo antes de oprimir el botón una hermosa joven maya se posó a su lado y con una dulce voz le deseó suerte.
José Alfredo se animó, sintió que esa era su noche, miró a la chica, le sonrió, volvió a ver la pantalla de la máquina, volteó de nuevo donde se encontraba la muchacha apenas hace unos segundos, ésta ya había desaparecido.
En ese instante, el empedernido jugador no podría reflexionar sobre la extraña aparición, pues era poco usual que una mujer de extraordinaria belleza indígena, vestida con su blanco hipil, estuviera en ese casino de la Zona Libre, pero esa presencia le había dejado en su ánimo un poco más de valor y dirigió su visita al botón de “apuesta máxima”.
Temerario pulsó el botón, el “cuick cuick” rebotó varias veces en la bocina de la máquina, las figuras fueron deteniéndose una a una de manera caprichosa, el billete lejos de multiplicarse, se desvaneció totalmente. José Alfredo tomó de un trago lo que le quedaba del whisky y se encaminó a la barra para solicitar otro, otro y otro más.
Ya no quedaba nada para él, sin dinero, sin familia, sin amigos… Reconoció entre los humos de su borrachera que él mismo había alejado a todos los que alguna vez lo rodearon y la idea del suicidio le coqueteó en su cerebro. Tambaleante salió del casino y caminó rumbo a la aduana, ya era muy entrada la noche, a mitad del puente, el Río Hondo parecía una gran serpiente negra dispuesta devorar todo lo que cayera en éste.
Aunque el chasquido al caer fue estruendoso, sólo unos teporochos que bebían debajo del puente se percataron de la caída de José Alfredo y ninguno hizo el intento ni siquiera de pedir auxilio, el cuerpo fue arrastrado y de vez en cuando era iluminado por la luna.
Kilómetros después, el jugador era despertado con una angelical canción en lenguaje maya, era ella, la muchacha que se le había aparecido en el casino, en un extraño paraje a las orillas del Río Hondo, la selva oscura, inescrutable le pareció un maravilloso paraíso a José Alfredo.
_ Hoy es tu noche de suerte, barrigón –dijo la chica en tono amoroso.
_ ¿Suerte, cuál suerte? Si he perdido lo único que me quedaba –reprochó José Alfredo, sintiendo los primeros estragos de la resaca.
_ A veces al perder se gana más de lo que uno imagina –cariñosa lo ayudó a incorporarse y enseguida lo guió entre la selva.
_ ¿A dónde me llevas? Ma’, con esta cruda y encima me haces caminar… ¿Quién eres?
_ Deja de lloriquear, toda tu vida lo has hecho, ¿no te gusta estar conmigo?
El tipo la observó bien, era una mujer como nunca había tenido en su vida que se le ofrecía voluptuosa, llena de amor. Al sentir esos cálidos labios, pensó que, efectivamente, sí era su noche de suerte, así que se dejó guiar al extraño paraíso sin protesta alguna.
_ ¡Despierta, cabrón! –la voz retumbó tan fuerte como el cubetazo de agua helada en su cuerpo, José Alfredo despertó y lo primero que vio fue a dos uniformados que le insultaban adentro de una celda.
Sin decir más, los policías beliceños lo sacaron de la celda para llevarlo a limpiar las calles de una ciudad desconocida para él. Entonces José Alfredo supo que la condena sería larga haciendo algo que nunca había querido hacer: trabajar.
Mientras que en Chetumal, a unos días de su desaparición la gente que lo conocía murmuraba: “estaba bien ‘mamado’ y se lo llevó la Ix-Tabay”.