jueves, septiembre 18

Jorge Mansilla

En la avenida Reforma el colonial edificio de Excélsior en 1985 era una de las joyas arquitectónicas todavía en uso, albergando dos salas de redacción donde reporteros, correctores y corresponsales solíamos exprimirnos el seso.
Al final de uno de esos pasillos angostos y laberínticos había también una sala de consulta y la antiquísima maquinaria que servía de rotativa.
Ricardo me presentó a Coco, uno más de mis compañeros de trabajo, alguien quien revisaría la gramática de mis notas, un corrector de estilo deseoso de conocer a la nueva reportera, a esa cuyos reportajes tenían la osadía de publicarse en primera plana.
En esos días Ricardo, Coco y yo éramos compañeros inseparables. Los tres nos veíamos con una admiración discreta y respetuosa. Entre un turno y otro nos las arreglábamos para desayunar juntos, o tomar café en la Calesa, el restaurante al lado, o en la librería de enfrente, un negocio desparecido, como muchas otras cosas de ese tiempo.
Ricardo y Coco, los hombres más dulces de la redacción de Ultimas Noticias, mis cuates de café, mis fans… los recuerdos con el romanticismo de un tiempo plácido e ido.
A Ricardo le perdí la pista al pasar el tiempo. Tras el terremoto de 1985 me fui de la Ciudad de México y me refugié en las bellas costas del Caribe mexicano. En una de esas vacaciones que me dieron los dólares que ganaba quise ver a los viejos amigos de la redacción de Ultimas Noticias. Ricardo ya no estaba.
Pero Coco continuaba tras el escritorio de corrección, igual que siempre: con sus suéteres desvaídos, con su trato dulce y sus maneras sencillas. Era el mismo, el hombre bajito con quien se podía platicar de política y poesía; alguien a quien el café en La habana significaba un acto de rebelión; y escribir poesía, una guerra ganada.
Sin embargo, su rutina era como la de un jornalero: trabajo duro y poca paga. Las letras, su exilio y su vocación política le daban un toque interesante a sus días. Por lo demás, todo en él parecía ser como sus suéteres, pues así es la vida proletaria en una empresa de muchas manos como la de un periódico, en una ciudad tan vasta como la de México.
Todavía en el 2004, cuando Excélsior se había convertido en un dinosaurio moribundo, Coco permanecía tras uno de los viejos escritorios, escribiendo en teclados amarillentos.
La sala de redacción se había recorrido y la entrada ahora quedaba por Bucarelli y no por Reforma, como antes.
Coco seguía allí, intacto, con su mismo suéter y su trato dulce. Se había convertido en jefe de una sección que se alimentaba con textos de reporteros novatos y la información, según noté, era escasa y pobre.
La próxima vez que lo busqué ya no lo encontré, y de nuevo, le perdí la pista a otro de los amigos de antaño.
Carmen Aristegui ayer, en su programa televisivo de CNN, entrevistó a un hombre metido en un saco azul con un prendedor redondo en la solapa, quien luego supe era el embajador de Bolivia. Ayer cerré los ojos y me quedé metida en las sábanas de un sueño dulce repitiendo su nombre: Jorge Mansilla, más bien: Coco, Coco Manto.