domingo, febrero 25

CUENTOS DE ARENA Y PAVIMENTO


Por José Luis Barrón

Noche de suerte

Era su último dólar, la última esperanza de José Alfredo para ganar y así alcanzar la cantidad que requería para volver con su familia. Cerró los ojos para concentrarse, repasó con su mano temblorosa la pantalla de la máquina que había elegido para jugar su último billete, el murmullo que reinaba en ese momento en el casino desapareció para él.
Ahí estaba, él solo ante la máquina que devoró el billete para otorgar 100 créditos, es decir 100 oportunidades para que surgieran las figuras que le dieran a José Alfredo un buen triunfo. Sudó frío antes de la primera “tirada”, sorbió su whisky y se frotó las manos. Justo antes de oprimir el botón una hermosa joven maya se posó a su lado y con una dulce voz le deseó suerte.
José Alfredo se animó, sintió que esa era su noche, miró a la chica, le sonrió, volvió a ver la pantalla de la máquina, volteó de nuevo donde se encontraba la muchacha apenas hace unos segundos, ésta ya había desaparecido.
En ese instante, el empedernido jugador no podría reflexionar sobre la extraña aparición, pues era poco usual que una mujer de extraordinaria belleza indígena, vestida con su blanco hipil, estuviera en ese casino de la Zona Libre, pero esa presencia le había dejado en su ánimo un poco más de valor y dirigió su visita al botón de “apuesta máxima”.
Temerario pulsó el botón, el “cuick cuick” rebotó varias veces en la bocina de la máquina, las figuras fueron deteniéndose una a una de manera caprichosa, el billete lejos de multiplicarse, se desvaneció totalmente. José Alfredo tomó de un trago lo que le quedaba del whisky y se encaminó a la barra para solicitar otro, otro y otro más.
Ya no quedaba nada para él, sin dinero, sin familia, sin amigos… Reconoció entre los humos de su borrachera que él mismo había alejado a todos los que alguna vez lo rodearon y la idea del suicidio le coqueteó en su cerebro. Tambaleante salió del casino y caminó rumbo a la aduana, ya era muy entrada la noche, a mitad del puente, el Río Hondo parecía una gran serpiente negra dispuesta devorar todo lo que cayera en éste.
Aunque el chasquido al caer fue estruendoso, sólo unos teporochos que bebían debajo del puente se percataron de la caída de José Alfredo y ninguno hizo el intento ni siquiera de pedir auxilio, el cuerpo fue arrastrado y de vez en cuando era iluminado por la luna.
Kilómetros después, el jugador era despertado con una angelical canción en lenguaje maya, era ella, la muchacha que se le había aparecido en el casino, en un extraño paraje a las orillas del Río Hondo, la selva oscura, inescrutable le pareció un maravilloso paraíso a José Alfredo.
_ Hoy es tu noche de suerte, barrigón –dijo la chica en tono amoroso.
_ ¿Suerte, cuál suerte? Si he perdido lo único que me quedaba –reprochó José Alfredo, sintiendo los primeros estragos de la resaca.
_ A veces al perder se gana más de lo que uno imagina –cariñosa lo ayudó a incorporarse y enseguida lo guió entre la selva.
_ ¿A dónde me llevas? Ma’, con esta cruda y encima me haces caminar… ¿Quién eres?
_ Deja de lloriquear, toda tu vida lo has hecho, ¿no te gusta estar conmigo?
El tipo la observó bien, era una mujer como nunca había tenido en su vida que se le ofrecía voluptuosa, llena de amor. Al sentir esos cálidos labios, pensó que, efectivamente, sí era su noche de suerte, así que se dejó guiar al extraño paraíso sin protesta alguna.
_ ¡Despierta, cabrón! –la voz retumbó tan fuerte como el cubetazo de agua helada en su cuerpo, José Alfredo despertó y lo primero que vio fue a dos uniformados que le insultaban adentro de una celda.
Sin decir más, los policías beliceños lo sacaron de la celda para llevarlo a limpiar las calles de una ciudad desconocida para él. Entonces José Alfredo supo que la condena sería larga haciendo algo que nunca había querido hacer: trabajar.
Mientras que en Chetumal, a unos días de su desaparición la gente que lo conocía murmuraba: “estaba bien ‘mamado’ y se lo llevó la Ix-Tabay”.

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