martes, noviembre 7

PREMIO NACIONAL DE PERIODISMO CULTURAL FERNANDO BENITEZ 2005




*Prensa escrita reportaje ganador:

PELEAS DE GALLOS: MUERTES QUE CONCEDEN ORGULLO
Por Rafael Gandhi Magaña Moreno

Lo bautizaron Bobby Seis Muertos cuando mató a su sexto contrincante. Ganó otra pelea y después lo retiraron. Murió de una enfermedad junto con otros 150 gallos criados por el Buki, un gallero con fama. César, su hijo y soltador de los animales en las peleas, lloró la muerte de Bobby Seis Muertos, el mejor gallo que jamás haya tenido.
El Buki no era gallero por herencia. Hace como 20 años lo invitaron a una granjita, a una pelea clandestina. Compró en 300 pesos un gallo que nadie quería. "Al cabo que a mí ni me gustan", pensó. Perdió. Compró otros tres y volvió a perder. La suerte le había tocado el orgullo. Se juró a sí mismo que ganaría sus siguientes peleas. Entonces compró animales finos y ganó. Hoy es un gallero reconocido, con 80 gallos en crianza.
La cita es a las siete de la tarde en el templo de Talpita. Antes de la hora, ya esperaba en el lugar Carlos, lo acompañaban otros dos hombres también malencarados. ¿Quién te dio mi teléfono? Es lo primero que dice, con rostro retador, al bajarse de su viejo Chevrolet Malibú, modelo 81. "Humberto, el fotógrafo. Te mandó saludos", le respondo esperando calmar los ánimos. Nos indica que los sigamos. Conduce hasta las orillas de la ciudad. Toma Periférico y se desvía justo donde comienza el municipio de Tonalá. Al borde del camino, pero unos cuantos metros en desnivel, está Granja El Recuerdo, uno de los muchos palenques de Jalisco que, con 430 permisos para organizar peleas otorgados este año, es el estado más gallero del país.
"Los gallos son como la cocaína: sueltan un polvito que te hace adicto", dice Carlos ya dentro del palenque. Junto a la barra, las riferas o camoninas terminan de cenar, para empezar la sesión de embellecimiento que se puede alargar hasta una hora.
Ingresar no es fácil. El dueño del lugar, don José Villegas, un tipo con cara amargada y voz de fumador, dice que los periodistas no pueden entrar, que desde la explosión de granadas en El Carril —el 1 de agosto pasado— el ambiente está muy turbio. La clientela ha bajado 30 por ciento. Negociamos: fotógrafo y grabadora quedan afuera.
Don José Villegas nació en el pueblo de Villanueva, Zacatecas. Empezó a los ocho años en el ambiente de los gallos. Un hermano de su papá era el gallero. De esos tiempos sólo recuerda las peleas clandestinas.
Cumplió su sueño el 14 de febrero de 2002. Fue el día en que inauguró su palenque Granja El Recuerdo. Fuente de trabajo para su familia y 18 personas más: corredores, jueces, intendentes, riferas y meseras. Hasta entonces lo pudo realizar porque juntó los 300 mil pesos que costó la estructura. Al lugar sólo entran sus amigos. Si llega un narco, aunque sea poderoso, le dice de buena manera que ése no es lugar para él.

En su memoria guarda a los gallos que lo han impresionado. Tuvo uno que no sólo salió vivo de cuatro peleas durante el mismo día, sino que salió limpio, sin herida alguna. Ése era un gallo raro. Era un gallo mansito. Seguía a don José para que lo acariciara. Al igual que Bobby Seis Muertos, no murió peleando: se ahogó en un tambo con agua.
Empezó con doce sementales y ocho gallinas. Hoy tiene 400 animales. Pelea alrededor de 150 por año. Don José no podrá heredar su mayor pasión: a ninguno de sus hijos le gustan los combates. Asegura que entre él y los gallos no hay parecido alguno. "Ellos son bien irracionales, yo tengo razón. Tienen casta, yo no la tengo. Son animales, yo soy una persona. Pelean por pelear, yo no peleo".
Granja El Recuerdo es un pequeño palenque para máximo 400 personas. En torno al anillo de peleas hay dos filas de sillas y ocho tablones de madera. Tomamos asiento y Carlos empieza a señalar a los galleros que reconoce: "Ése es el Buki. Allá está el Chabelo. El de camisa azul es Gabriel Jiménez, el Siete Leguas; él exporta gallos para Estados Unidos. Este de aquí es Amapolo. ¡Amapolo! ¡Ven para acá!".
Es un hombre de cuerpo regordete, barba desaliñada y pañuelo amarrado al cuello. "Me llaman Amapolo porque soy de un rancho que le dicen La Amapola, municipio de San Luis Potosí. Ahí fui nacido".
Su gusto por los gallos empezó cuando tenía 20 años. En su rancho había unos gallos corrientes que salían con sus gallinas para cantarse uno al otro. Se topaban, y le gustaba verlos cómo volaban de un corral a otro, "cómo se daban en la madre".
Como a todos, a Amapolo le gusta que sus gallos ganen. Escoge la mejor calidad para no tener vergüenza al pelearlos, aunque se los maten. Su secreto es darles un buen cuidado él mismo, "como si fueran una muchachita de quince años". No le gusta ser sólo un apostador que compra animales. Presume que lleva quince peleas sin perder. Esta noche es un espectador más. Es temporada de lluvias, sus animales están en pluma, son pollos.
Dentro del mundo de las peleas Amapolo tiene una aversión: le desagradan los combates de perros porque los considera "lo más peor"; le parecen muy sangrientos.

EL DUELO

La primera pelea está por comenzar. Pesan los gallos. Cotejan pesos: tienen sólo 60 gramos de tolerancia. Les ponen anillo en una pata para que no los cambien. Escogen el tamaño de las navajas. Las bocinas anuncian que ningún niño debe estar en la primera ni segunda fila. "Así está bien", dice Amapolo como si el comentario le hubiera aliviado una preocupación. "¡Voy a 80! ¡Voy a 70!", retan los corredores.
Los gallos cantan. Saben que la hora está cerca. El Buki toma a La Mona, un gallo que se encarga de calentar al peleador, que está en las manos de César. Carlos empieza a dar cátedra. Dice que como soltador es mucho mejor César, "el otro es más pendejón".
César se probó tres pantalones para esta noche en la que, como siempre, es el soltador de su padre. Optó por el negro ajustado, para contrastarlo con la camisa amarilla perfectamente planchada, fajo piteado y botas color miel.
Cuando no es soltador, trabaja como policía; oficial patrullero de la zona de la glorieta Minerva. Se autodefine como un hombre tranquilo: "Hay muchos que por traer uniforme se sienten supermanes".
César tiene 27 años pero empezó en el ambiente a los doce: "Pa' mí es mi pasión, mi vida". Su gallo era Bobby Seis Muertos. Recordó que en la séptima pelea le dijeron que lo habían matado. El niño lloró. "No te creas, nomás le sacaron un ojo".
Al oír la broma, César suspiró un descanso. Se convirtió en el soltador de su padre porque en el puesto tiene que estar alguien de confianza. Cuando empezaba, "tenía la presión de que, si la cajeteaba, mi papá me ponía unos cagadones. Cuando me enfrenté a soltadores de prestigio supe que había dado un paso". Su hermano Cristian, de seis años, nació entre los gallos.

PRIMERA PELEA

César saca su gallo giro de la caja para que se desentuma y se acostumbre a la luz. Como en cada pelea, el animal ha llegado en ayunas. Le da unos pedacitos de manzana y un chorrito de Gatorade. "Hay quienes les dan drogas, pero eso es un albur porque no sabes cómo les van a caer". Él dice que no los droga: nomás les da unas pastillas para despertarles los sentidos.
El soltador contrincante es un charro mayor. Un hombre de camisa rojo chillón, con una hilera de gallos pintada al centro. Le gusta doblar el ala frontal de su sombrero para darse un aire de misterio; con poco que se agache ya no se le ve el rostro.
En el centro del anillo se persigna César para no salir cortado. Le toca el lado rojo. El charro está en el verde. Colocan los animales en las líneas. César le soba la cabeza. Los sueltan. El público se levanta para verlos. Se escucha el golpeteo de alas y patas entre el murmullo de los espectadores. "¡Ya mató!". "¡Ya mató!". Silencio.
Los gallos se miran a un metro de distancia. Las plumas caen ligeras como un sueño en el que se sueña una muerte lejana. Dejan de pelear minuto y medio. Los soltadores asisten a sus animales. Tienen quince segundos. El de la camisa rojo chillón ve que su gallo está tragando sangre. Sin dudar, le toma la cabeza como si fuera la de su mujer y la mete en su boca. Succiona mientras estira el cuerpo. Escupe el chorro de sangre al suelo que recibe su primera mácula.
César parece que tiene entre sus brazos a un niño. Le da palmaditas en el pecho. Vuelven a colocar a los gallos en las líneas. Se lanzan a matar. "¡Ahí, baboso!". "¡Clávasela!". "¡Ya se lo doblaron!". "¡Entró muy bien!". Silencio.
El gallo del charro queda patas arriba. "¡Ya ganó!". De repente, se levanta y siguen peleando. "¡Ahí está!". "¡Ya se lo chingó!". "¡Clarito se vio el navajazo!". "¡Bien muerto lo dejó!". Termina la pelea. Ganó el color rojo, el gallo de César. Aunque tiene una cortada en una pata y dos en la espalda, vivirá pero jamás volverá a pelear: lo usarán como semental para mejorar la raza. "¡Eres mi ídolo, César. Ese Buki trae gallones finos!", es la voz de Carlos. Apostó al ganador.

MANCUERNA GANADORA

El Buki y César son una buena mancuerna. El padre apuesta mientras el hijo es el soltador. Si el otro apuesta siempre pierden: sólo tiene la suerte de su lado cuando está dentro del anillo. Ofrece un cigarro y se sienta platicar. Por respeto, nunca fuma delante de su padre. "Los que están afuera nomás tienen la presión de que gane el gallo. Los soltadores, los que estamos dentro del anillo, tenemos la presión de ganar y del tiempo. Cuando agarras al gallo sólo se tienen quince segundos para auxiliarlo lo humanamente posible". Lo que él hizo con las heridas fue apretar y soltar con la mano; es como aplicar un torniquete.
Una satisfacción que los gallos le han dado a César es que mucha gente lo conoce. Con sus triunfos, se ha ganado el respeto de muchos soltadores. Para el oficio no se nace con estrella: el entrenamiento es el único medio. "Nunca termina uno de aprender". Lo que más le sorprende del gallo es que se tira a matar o morir. Lucha.
Este ámbito tiene de todo, mezquindad y bondad. César ha visto que hay hombres que van por el dinero y ya. Hay otros que, cuando ganan, ayudan a la gente. "Aquí el dinero no tiene mismo valor que afuera. Hay gente que apuesta muchísimo. dinero se devalúa".
Vuelve el alboroto de corredores y riferas. "¡Voy cinco y ocho!". El barrendero recoge las plumas. La sangre en la tierra el recuerdo de la muerte. El charro sostiene a su gallo, le desamarra la navaja y lo deja caer en una cubeta de 20 litros. Pasaron sus cinco minutos de fama. Cristian, el pequeño gallero de seis años, es un espectador solitario en la última grada. Lo que más le gusta es chillar gallos pequeños. Se golpea el pecho para indicar cómo lo hace. Se ríe infantilmente, con sus dientes chimuelos, para decir que no le dan tristeza las peleas: Si se matan, los tiramos a la basura".

SEGUNDA PELEA

El Buki mete las patas de su egundo gallo al agua fría. Dice que así cortan mejor. La razón no la sabe. A César le vuelve a tocar el color rojo. "Voy cien al verde", reta un hombre de 50 años a Amapolo: "Voy a ganar", dice. Se equivoca.
César tiene que volver al anillo. "Esto es cuestión de suerte. La suerte es eso, sin significado", dice mientras baja las gradas.
Los gallos están en las líneas. Los dejan libres para morir. Se hacen una bola de plumas en el aire. Se dan encontronazos con las patas tirando hacia la cabeza. "¡Ya se lo madreó!". "¡Está arrastrando una pata!". Silencio.
A metro y medio de distancia, los gallos ni siquiera se miran. Dan pasos cortos, de moribundos. Todas las miradas encima. César da vueltas alrededor de su gallo. El contrincante le hace sonidos extraños al suyo. Se cumple minuto y medio. Los soltadores se apresuran para dar sus quince segundos de asistencia. Los gritos lo sugieren todo: "¡Tápale la herida, rojo!". "¡Jálale el pico, César!". César lo sostiene en su pecho. Le habla. Le abre el pico. Le acaricia la cabeza.
"¡Gallos a línea!", ordena el juez. César jala hacia atrás el pico de su gallo. Quedan libres pero inmóviles. Están muriendo. El rostro de Amapolo: serio, crispado, mirada fija. ¡Chingada madre!, parece que piensa. Se lleva la mano a la cartera. Pasa minuto y medio.
César repite la asistencia. Le jala el pico hacia atrás. Parece que le va a quebrar el cuello. El gallo respira difícilmente. Si pasan 20 minutos sin pelea, el resultado se considera tablas, un empate. Es lo que busca César. Uno, dos tres, diez, 30. Su gallo da el último ataque. Da vueltas en el aire. Los rostros ponen ojos de asombro. Cae muerto. Ni siquiera tocó a su contrincante.
"Nos llevó la chingada. Perdimos, y feo. Es lo que te digo de la suerte". Explica César que desde el inicio le rajaron una pata. Hay tres formas de perder: cuando el pico del gallo toca fondo, el suelo; porque corre, no quiere pelear; o por muerte. Los gallos empiezan su entrenamiento a los 18 meses. En tres están listos para su primera pelea. Mueren en menos de cinco minutos.
Se le pregunta a César qué sabe de las granadas en el palenque El Carril, en Tonalá. "En este ambiente hay desde gente pobre hasta gente que anda en qué sabe Dios. Pero eso de aventar granadas nunca se había visto. A lo más que llegan es a golpes o tiroteos; pero afuera, ya entre ellos".
Don José ni siquiera vio las peleas. Estaba sentado con una policía muy pasada de peso junto a la puerta de entrada. Para él, los gallos no son un negocio: son un deporte. Vende la mitad de sus animales para alimentar los que están destinados para pelear. A un gallo le saca hasta tres veces por arriba del costo. Un gallo fino, listo para el combate, cuesta hasta cinco mil pesos.
Dice que sus gallos han jugado en los primeros niveles, donde sólo hay animales finos. "Yo he visto quienes apuestan un millón de dólares en los grandes palenques de las ferias. Aquí en Guadalajara apuestan poco, de a diez mil pesos. Yo no apuesto más de cinco mil pesos por un gallo". Entonces recuerda al pueblo de Yahualica, donde vio cómo Federico, apodado la Gringa, lo perdió todo en una noche. "Apostó hasta lo que llevaba en efectivo. Él consideró la derrota como algo normal. Para mí, ese vale es un buen perdedor".
-¿Cómo percibe la muerte, don José?-La de los gallos, como algo natural. Si no se matan en el anillo, se matan solos en un descuido; es su naturaleza. Pero la muerte del humano es algo más profundo. Dolorosa. Palabra mayor.
Aquélla fue una buena noche para padre e hijo. César se llevó como seis mil pesos. El Buki, más de diez. Ganaron tres peleas. Una sola derrota.
Así es la añeja tradición de los gallos. De 1690 es el documento más antiguo en Jalisco sobre una pelea. El obispo aconsejaba a los fieles que se alejaran de "los lugares de vicio". Carlos tiene su propia creencia: "Pancho Villa fue gallero, Jorge Guáchinton fue gallero, Miguel Hidalgo fue gallero, Hitler fue gallero"...

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola Ave:

Excelente reportaje. Muy buena selección.

Hace algunos meses, estando en Queretaro, fui a ver peleas de gallos. Sólo a ver. Es un espectaculo impresionante. Será por las pocas, escasas veces que lo he visto.