lunes, mayo 7

DIARIO DE UNA TROTAMUNDOS II



Bahía de la Concepción.







Pescadores limpiando sus lanchas en el muelle.









El palacio municipal y el parque central de la ciudad.








Santa Rosalía

El recorrido en el espacioso Águila me permitió admirar por las ventanas panorámicas las refulgentes bahías custodiadas por sus farallones, adornadas con collares de arrecife costero. No había duda: las bellezas naturales de la península tienen el poder de la hipnosis y el relajamiento. Los azules se diluyen con los grises desérticos; y lo verde de las algas con los violeta de un cielo que rompe en gritos crepusculares y luego muere ante los ojos de una luna plácida. Frente a mí tenía la bahía de la Concepción.

Abriendo sus brazos a un mar sin fronteras, Santa Rosalía -en cambio- es un pueblo esparcido en cerros. Las primeras casas tomaron los terrenos de un cañón que se inundaba cada vez que llovía hasta que los pobladores decidieron parapetarse construyendo un dique.

A lo lejos, dejando una estela en el mar al cortar las olas, el ferry transporta a pasajeros rumbo a Guaymas. Al costado del muelle los pescadores reparan sus lanchas para una nueva jornada de redes y anzuelos, y el pueblo se protege en sus casas de madera de un mediodía fogoso.

Los edificios antiguos de esta ciudad son de hechura francesa. Me recordaron a Saint Sauver, un pueblo antiguo en Quebec donde los restaurantes y los campos de esquí atraen a miles de turistas cada año.

A diferencia de Saint Sauver, Santa Rosalía sólo sirve para que el visitante tome un respiro antes de continuar su viaje.

Las oficinas de gobierno, la pesca industrial y el comercio concentran a un gran número de familias mexicanas en sus entrañas rocosas.

Las casas, enclavadas en las pestañas de los cerros, se diseminan en dos barrios que se pueden recorrer en menos de una hora tomando el urbano por cinco pesos: Ranchería y Nueva Santa Rosalía.

El urbano de esta ciudad es el más cómodo que conozco. Es chaparro, automático y con dirección hidráulica. El chofer hace su rondín de una manera sistemática y suave. Al subir, los escalones son amplios. Las monedas van a parar a una caja de madera donde se pueden ver las pilas acomodadas de a diez, de dos y de un peso. Este autobús es el más común y el preferido de todos, especialmente de los ancianos con bastón.

Santa Rosalía es una ciudad estructurada. Cuenta con servicios médicos, correo, telégrafo, ferry, aéreo, teléfono e Internet. La panadería El Boleo saca conchas, bollos y birotes calientes del horno a las seis de la tarde.

Los boticarios atienden al público atrás de un mostrador de cristal y alargan los brazos hacia hileras de anaqueles exhalando un suspiro antiguo.
Al gusto de los comensales hambrientos, los restaurantes sirven porciones abundantes. Aquí llegan pescadores, viajeros y migrantes con estómagos de camello, llenándose hasta el cuello para soportar los días en que tendrán que contentarse con una barrita Marinela o unas galletas de soda.

Una de las distracciones de los jóvenes consiste en darle la vuelta al centro, aturdiéndose con sus estereos mientras platican entre sí a gritos en sus carros.
Muchos de los vehículos, han sido traídos de Estados Unidos. Los Grand Cherokee ronronean en inglés, y las naves antiguas y asombrosamente bien cuidadas, como los Grand Marquis, Mercury y Galaxy circulan añorando los setentas, cuando sus motores podían presumir de la novedad.

Al mirar rumbo al parque central, me pregunté cuál sería la razón de la construcción de esas fachadas de corte extranjero que le dan al centro un toque extemporáneo.
La Biblioteca Pública Gandhi, situada frente al hotel Olvera –donde me hospedé- me sacó de dudas: La ciudad, aparentemente pobre, guarda en las entrañas de sus cerros las minas que atrajeron a los buscadores de tesoros y tuvo su apogeo cuando los franceses vinieron a explotar el cobre, estableciendo –de 1885 a 1954- la Compagnie Du Boleo.

El libro El Boleo, un pueblo que se negó a morir, de Juan Manuel Romero Gil, relata: “Una ciudad mexicana crece de la tierra; uno no puede pensar que no haya estado siempre allí… Había fábricas industriales de gran tamaño, andamios por todas partes y montones de rocas rotas. Las montañas calcinadas hasta llegar a ser blancas contrastaban con los tejados rojos y plantas alrededor de las casas…”

Continuará…

1 comentario:

Anónimo dijo...

Viajo en tu relato y viendo tus fotografías.

Y, si, percibí el santo olor de la panadería. Si, ya lo escribió López Velarde.

Sigo con mi boleto para continuar el viaje.