jueves, febrero 22

ADELITA

Por Coro Perales


Y llegó la noche.
El sargento Aguirre se fue a una misión y no se pudo despedir de ti porque no te encontró. Te escondiste muy bien, del otro lado del río, en territorio peligroso. Cualquier situación era mejor que soportar la despedida de ese infeliz, granuja y desgraciado que te atemorizaba con las arañas. Cualquier cosa era mejor que recibir un beso del condenado Sargento. Hasta te habías hecho el propósito de perderles el miedo a tales arañuelas.
-Lo conseguiré -decías un poco insegura.
Estabas muy cerca del río y la noche era calurosa. No soplaba viento. Estabas sudando.
-Bueno, no pasará nada si me baño -dijiste mientras te desnudabas.
Te quitaste toda la ropa. Y cuando ibas entrando en el agua recordaste al hombre de esa mañana. Al hombre del que te habías enamorado. De pronto sentiste más calor, pero era un calor interno que no tenía nada que ver con la temperatura del ambiente y, comenzaste a acariciarte lentamente, dentro del agua helada.
Y le viste. Viste cómo se quitaba el sombrero, las pistolas, las cartucheras, las botas. Miraste fascinada cómo se desabrochaba la camisa. Cómo se bajaba el pantalón y cómo se sacaba los calzones. Y le volviste a ver desnudo. Y le oliste. Pero le oliste todo porque se lanzó al río y te ayudó a acariciarte con sus manos.
Hicísteis el amor dentro del agua, entre los matorrales, sobre la hierba húmeda, encima de Bonita, sobre su caballo el Siete Leguas, en territorio enemigo, rodeados de animales, y encima de un nido de arañas.
El amanecer os sorprendió amándoos entrelazados y os separó furiosamente.
-Me tengo que ir -fueron las únicas palabras que te dijo en toda la velada.
Gritó de placer, se rió, gruñó, estornudó, tosió, carraspeó, se echó pedos, eructó, ya conocías todos sus sonidos corporales y, Me tengo que ir era su voz. No te importaba que se tuviera que ir. Te importaba oírle, escucharle.
-Me tengo que ir, Me tengo que ir, qué bonita voz, qué tono tan grave, de hombre, de revolucionario, de macho -repetías en tu mente, embobada.
Echada bajo el árbol miraste cómo se levantaba y se vestía. Cómo se iba poniendo todo encima; su ropa, sus armas, su sombrero. Y bajo el árbol seguías cuando montó a Siete Leguas y se fue llevándose tu amor y dejándote su olor.
Los días siguientes a esa noche lujuriosa te fueron muy especiales. El sargento Aguirre fue ignorado por ti. No le hablabas, no querías que se te acercara.
-El pobre imbécil sigue poniendo arañas cerca de mí y de Bonita, no sabe que ya no les temo, que ahora son mis amigas. No sabe que las guardo en un frasco y las alimento con moscas -le decías a una de las mujeres del regimiento.
Desde que hiciste el amor encima de aquel nido de arácnidos les habías perdido el miedo y ahora los considerabas tus cómplices. Habían sido testigos de tu pecado. A veces hablabas con los animalejos de ese hombre, del que solamente sabías que era un General de la Revolución. Bonita estaba celosa de compartir tus secretos con tales bichos que ahora eran tus mascotas, les platicabas, les llevabas ranas, lagartijas y de vez en cuando a una tarántula grande le conseguías unas vívoras para que se las comiera.
-No es justo -parecía que te dijera Bonita cuando relinchaba y movía la crin de un lado a otro.
En los bailes del cuartel ya no reías y bailabas como antes. Ya no te arreglabas con flores en el cabello, ni te ponías esos escotes que mostraban tu encantador busto. ¿Te dolían los pechos? Estaban más grandes, más llenos y pesados. Ya no caminabas con garbo, ni meneabas las caderas. Habías perdido tu coquetería.
El Coronel te dijo que no fueras a los combates, que ya no hicieras guardias, que te quedaras en el campamento, que los hombres se las arreglarían sin ti. Que la paz ya casi estaba en todos lados. El Coronel era tan bueno. Seguramente que así debería de ser tu padre. Solamente que gringo.
-¿Qué tienes Adelita? Hace días que te noto extraña. A ver, acércate, déjame mirarte los ojos. ¿Estás embarazada? -te preguntó el Coronel.


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