viernes, febrero 23

CHAPULTEPEC


Terraza de Monarcas

Por Avelina Rojas

Imagen: www.io.com/.../MarquezPics/Chapultepec.JPG


Chapultepec parecía imperturbable. Más aún, estaba fortalecido por el aura mágica de un pasado de monarcas. Moctezuma admiró sus dominios desde un templete.

Bien se podían ver los fuegos del palacio, los guerreros con sus garras de jaguar. Bien se podía escuchar una voz lastimera exclamando, Ay, Quetzacóatl, dónde está tu reino, será que la serpiente se levantó tanto que empezó a volar, será que el reptil, convertido en ave. Se perdió en el firmamento para hacer el amor con Venus, tu gente quedó abandonada, hijos bastardos, desamparados, y aún así han sobrevivido, qué infortunio.

Esos hijos te buscan ahora en otros dioses para convertirse en pájaros y volar al cielo, oh, Quetzacóatl, sol y estrella, canto del aire y murmullo de las olas blandas del lago, aleteo de chupamirtos, sacrificio humano, muerte y nacimiento.

Tus hijos te llaman, viven en este valle de agua, se sobrecogen en el seno de las montañas y los volcanes con puntas blancas y te claman muchas veces.


Sobre las terrazas y las pérgolas se contemplan los caminos cubiertos con flores. Parece increíble que este mismo suelo haya sido el de Moctezuma y esta gran piedra de basalto, su propia piedra, desde donde palpita el corazón del gran imperio, un peñasco de cristal por cuya superficie navegan colores marinos, montañas, valles y desiertos.


Desde allí la emperatriz vio a Maximiliano bajar al pueblo montado en un caballo, protegido por un sombrero y un sarape al hombro.
A Carlota le gustaba ser discreta y refinada. Cruzó el Atlántico con una mudanza austera, sin caer en las excentricidades, se dijo, como las de Eugenia, no, por favor.
Maximiliano la acompañó hasta el puerto y la vio levantar la mano y arquear el brazo. Notó que el ala del sombrero le ensombreció el perfil, pero a él le pareció ver en ella el sello de la esperanza sin imaginarse jamás en un adiós definitivo.


Siete balazos traspasaron el pecho de Maximiliano en las faldas de unos cerros ásperos y pedregosos. Allí quedó todo.
Los muros del convento de las monjas capuchinas eran gruesos y en enero los vientos del norte azotaban por las rendijas de las ventanas engarrotando los músculos. El emperador se consideró hombre muerto al momento en que pisó esa celda, había allí una austeridad que anunciaba que las cosas iban en serio. No había marcha atrás.

Tuvo ese presentimiento. Caminó y sintió bajo los pies el frío del ladrillo. Había un crucifijo en la cabecera del catre, que Cristo te acompañe, hijo, las capuchinas rezaban en la capilla mientras las luces flameantes proyectaban su sombra en la pared. Vio su cuerpo moviéndose ondulante, Ese eres tú, Max, el hombre, el preso, el condenado, que tu madre no lo sepa, la sola noticia de tu muerte la haría sufrir hasta la médula, no, que no le cuenten los detalles de mi desgracia, a ella no.
Las velas sobre los candeleros empezaron a empequeñecerse, la flama todavía danzaba sobre su pabilo, qué noche tan eterna, el catre se sostiene sobre un intrincado de palos y más allá el crucifijo hay una calidez angustiosa en el silencio.
La puerta de la celda está abierta, será posible escapar frente a un centinela que duerme bajo el siseo interminable de los rezos. Las monjas rezan, el centinela duerme y yo ya comienzo a morir.
No me apunten a la cara, suplicó, no es digno de un emperador morir con el rostro hecho trizas. A la víspera se sofocó pensando en los detalles. Le inquietaba la manera impúdica en que la sangre saldría disparada manchándolo todo, por eso pidió que le trajeran un traje negro, Me gustaría un negro sólido, dijo.

El sudor le perlaba la frente y tenía las manos frías.
Cuando regresó a su país, iba en un ataúd de confección simple, carente de las insignias imperiales y cubierto con dos lienzos blancos. Su cuerpo estaba perforado y hubiera sido imposible reconocerlo si no hubiera sido por ese rostro lozano e intacto.


A su madre le bastó un vistazo para saber que era él, qué lugar era ese a donde se iba a morir, tenía que ser un infierno plagado de demonios, de siniestros rondando en las esquinas, de hachas y cuchillos a cada paso, de sombras oscuras destilando sangre y manchándolo todo sin piedad. Unos brazos piadosos la sostuvieron al momento en que todo le dio vueltas y no supo más de sí, Amado Max, estoy aquí, pero es como no estar, qué amplio y solitario es este sitio, quedamos solamente tú, yo y estas flores que se marchitan conforme pasan los minutos.


Navego en una circunferencia oscura con el dolor que me causa esta herida, como si fuera una mano, o peor aún, mi corazón mutilado, y luego tengo que caminar por zonas resbaladizas que sirven de puente en precipicios. Hay un nudo hostil en la garganta y apenas puedo pronunciar tu nombre, Max, y mis ojos saltones que antes buscaron a Dios, corren locos sin esperanza, procurando su propio fin, ay, Dios, por qué te has ido.


Qué grande es este sitio, mis palabras son silentes, se descuajan y caen como gotas de tinta negra en el invierno blanco, te llamo de nuevo, Max, hijo, dónde estás.
Las bellezas del palacio se opacaron. Desaparecieron los ahuehuetes y las terrazas.


Se fueron arriadas por un viento feroz. Y los mexicanos, mexicanitos, esas criaturas tan
pequeñas y desvalidas, tan necesitadas de misericordia y de justicia, Abdicar, no, jamás.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola Ave:

Tanto ha sucedido en Chapultepec. Tu relato evocador me recuerda la novela de Fernando del Paso: Noticias del imperio.

El Cerro de las Campana sólo testigo de la historia, de la muerte en el paredón del que quizo ser emperador, cuando los de aquí querían, y quieren una República. Una República presidida por un indio, el más universal de los mexicanos: Benito Juárez.

Felicidades por el giro a tu blog. Felicidades a Peggy también. Las seguiré leyendo.