lunes, marzo 6

El beso de Judas

El beso de Judas.
Cuento.
Martha A. Rojas.

Sentado a la mesa parecía haber disminuído. Nacho, dijo, soy Nacho, y sin que en mi memoria hubiera una razón de compromiso, acepté venir a esto que se le podría llamar cita.
-Te espero en el café donde solíamos vernos siempre, y yo dije, está bien y colgé el teléfono. En ese instante sentí el temor de la impetuosa curiosidad de los hijos, feliz de avasallar cualquier secreto. Me asaltó también el repentino vacío de memoria, incapaz de contar los años de un pasado nebuloso.
Sentados los dos, quizás a la misma mesa, no recuerdo, nos miramos tratando de rescatar del pasado arrinconado algo que pudiéramos compartir.
-Soy yo otra vez, me dijo atravesando el cuerpo por encima de las tazas, acercando sus labios a mi oído. Sus ojos, envueltos en un aura gris, destellaron con la luz de unos años tan lejanos que no recuerdo.
Alfonsito terminará la secundaria este año –comenté- y Carmen ya es una señorita a la que hay que estar vigilando, ya ya sabes, la casa es un trabajo de nunca acabar, casi no tengo tiempo para nada –dije en la trilla de una frase hecha, dispuesta a salir en cualquier momento de naturaleza común, porque siempre me he sentido así, la más común de las mujeres.
Los minutos transcurrieron y su mirada no se daba por vencida, continuaba con el mismo azoro luminoso. Mientras, silencioso, escuchaba la larga lista de rutina: el recoger a los hijos en la escuela, juntas de padres de familia, compras a carreras maratónicas, recetas práticas de cocina, lechuga tierna, coliflor del día, qué cansancio. Él estiró su brazo. Su mano capturó mi aliento: -Soy Nacho, no te acuerdas -preguntó desamparado- cuando corríamos juntos por el parque; cuando nos quitábamos los zapatos, nos metíamos al lago más frío y contábamos los minutos para ver quién duraba más.
Ah, sí, dije, qué tiempos. Él retomó: -Y cuando Marcia se enfermó y estuvo en cama, creyendo que se iba a morir... no te acuerdas cuando dijo: -Pues antes de morirme no quiero guardar ningún secreto: Te amo Nacho, pero no te lo quería decir porque ya estás comprometido.
Ah, sí, qué tiempos, dije en voz baja.
-Guardo todavía tus cartas –Mencionó. Su mano entrelazó mis dedos y yo, con un movimiento fugitivo, encontré un parapeto doblando la esquina de la servilleta –las leo cuando me siento morir de soledad -murmuró- todavía llevo en la cabeza esa frase en la que pones: “No sé que sería la vida sin ti, creo que me moriría”.
Después de mi silencio sus manos se juntaron. Fue un mutismo de siglos enterrados, de noches dispuestas a la fuga, de caminos sellados, sin retorno. Miré sus manos de nuevo. Estaban lozanas todavía, con uñas negras de rascarse la cabeza. Se replegó en el respaldo de la silla. Las solapas de su traje cargaban con los últimos vestigios de comida. Pero sus ojos, dos antorchas luminosas, fulguraban anhelantes aún.
Y de ti qué ha sido, pregunté. Levantó los hombros y con despreocupación dijo:
-Pues allí la voy pasando. Escribo mis poemas y los vendo. Hoy no he tenido ganas de trabajar, por ejemplo. No podía hacerlo sin antes verte, por ejemplo.
Recurrí a mi reloj con la mirada y dije con voz urgida: -Ya es hora.
Me recriminé un poco por provocarle un sobresalto. Él volteó buscando quien trajera la cuenta, pero yo me adelanté anunciando: -Ya está pagada. Tras el ventanal la calle bullía con el toquido de cornetas y silbatos. El cruzar era un aventurarse de peatones. Los árboles, agobiados por los gases, enrollaban en sus ramas tiernos nidos de pichones.
-Los hijos deben estar esperándome -le dije en silencio a esos ojos de Cristo traicionado.
-No recuerdas el último beso que nos dimos -preguntó aferrándose al único palo del naufragio -cuando todo parecía ser normal en la estación de autobuses, y las llegadas y salidas podían regresarnos al mismo instante en que nos habíamos dejado. Recuerdas que me amaste alguna vez, reclamó.
-Los hijos, musité, los hijos.
En el coche, el calor del sol marchitaba los mechones de lechuga y la colifor, como mi cerebro, era ya una masa fofa, triturada entre latas y botes. Mis labios ardían con el fuego y la sal de un beso de Judas. Mis manos, hambrientas de socorro, se sujetaron al volante. Salí a la calle, llena de fragor y de realismo. Las cornetas de los carros y las frondas tosigosas de los árboles tuvieron un efecto mitigante. Como una lancha solitaria arrastrada hacia la línea de un horizonte ávido, se alejaba cada vez más la cruenta voz con la que dije: -No, no me acuerdo.

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